Hay algo exquisito en «Ilusiones ópticas», la primera película de Cristián Jiménez, que se estrenó en la apertura de Valdivia la noche del jueves. Es exquisito que una película sea así de precisa, así de elaborada y así de ejecutada. No es, digamos, una película hecha al azar, ni por el maldito gusto de dirigir un largometraje después de haber pasado por los cortos (Jiménez es el autor de «El tesoro de los caracoles», que dieron hasta el cansancio en cuanto festival de cortos existe en el mundo, y de otro menos conocido pero más sofisticado -«XX»- que aparece en el DVD compilatorio «Snob» editado hace un par de temporadas). No, no es esta una medalla al mérito ni un premio al esfuerzo, que es como muchas veces los cortometrajistas (oficio bastardo como pocos) se enfrentan a su primer largometraje: con la sensación de la deuda histórica. «Ilusiones ópticas», muy por el contrario, es una película bien satisfecha de sí misma, sin ansiedades, hecha con harta cabeza, con mano precisa, con pausa, y con el freno de mano puesto, sin que todo ello vaya en desmedro de la frescura y cierto ánimo burlón y maldadoso. Es raro, pero mientras la veía el jueves me imaginaba a Jiménez sobándose las manos, en una especie de celebración interna, pero no porque sienta que hizo una película perfecta o que lo hará millonario (menos mal, porque esos coyotes buscafortunas nos llenaron de películas vacías por demasiado tiempo). Más bien, Jiménez parece haberse salido con la suya con algo más parecido a un crimen alevoso pero bien ejecutado. Y hasta parece estar esperando que llegue la policía y lo lleven detenido, costo que está dispuesto a pagar si le indican con lujo de detalles cómo lo encontraron, cuáles fueron sus fallas, en qué diablos se equivocó.
Ese crimen vendría a ser la comedia casi como un dilema antropológico. Porque Jiménez cree en la comedia, pero con ciertas condiciones. ¿Cómo ser chistoso sin ser obvio? A lo que se sigue: ¿cómo evitar ser obvio sin ser críptico? Y en particular: ¿cómo reirme de mi pueblo y hacerlo parecer un homenaje? «Ilusiones ópticas» parece una carrera con vallas donde de antemano se pusieron todos los obstáculos a saltar, y que más encima, se propone que esos saltos sean delicados, con técnica, para ser vistos en cámara lenta. Jiménez parece haberse propuesto que lo importante no era llegar primero, sino que saber llegar.
El resultado de tanta manía es dispar, es cierto, pero yo terminé encantado despúes de la función. A veces el humor de Jiménez es demasiado astuto, y uno queda con la impresión de estar frente a una larga seguidilla de viñetas de Quino, esas que uno se queda mirando largamente porque están llenas de información, hasta que se capta el chiste, y uno se ríe cómplicemente. A eso se agrega una finísima puesta en escena, donde simultáneamente pasan tres o cuatro cosas en cada cuadro: lo que los personajes conversan, lo que les pasa a los personajes sin que se den cuenta, lo que pasa en el encuadre en segundo plano y hasta en tercer plano, o hasta la musiquita de fondo que también es un chiste en sí misma (como cuando en una secuencia dentro del mall se escucha una versión orquestada de «Tren al sur» de Los Prisioneros, donde el chiste tampoco es que sea una canción de Los Prisioneros en versión orquestada, sino que además es justo en la parte en que la letra original dice «…Y no me digas pobre» mientras los personajes comparten sus miserias).
No es casual que cuando a Jimenez le encargaron hacer el spot del Festival de Valdivia haya optado por una versión perfeccionada de esa puesta en escena. Veanlo acá antes de seguir leyendo. Si es necesario, véanlo dos veces.
El spot, nos damos cuenta ahora, resume hasta seis eventos en un mismo plano: relato documental (la señora que recuerda cómo era Valdivia antes del puente), relato publicitario (la posera pareja que se toma fotos), relato turístico (la lancha con el improbable deportista en un día de lluvia), relato noticioso (el supuesto suicida en el puente), además de dos guiños de choreza: los efectos especiales de las luces que suben en el recién inaugurado hotel Dreams (acentuados por un efecto de sonido) y el gordo que se acerca al mirador, quien a su vez es un doble guiño: es el mismo gordo que aparece constantemente en segundo plano en «Ilusiones ópticas» (chiste interno), pero también, usa un turbante como los habituales personajes secundarios de las películas de Wes Anderson (en especial, «Rushmore» y «Viaje a Darjeeling»). Es decir, este último ya ni siquiera es un chiste referencial: es una confesión de las partes.
Esta quizás es la hebra que permite destejer la bufanda: Jiménez no tiene pudor en las posibles comparaciones que puedan hacerse con Wes Anderson (quizás, podemos demostrar ahora, hasta desea que lo descubran). Pero las evidentes conexiones de «Ilusiones ópticas» con algunas películas de Anderson (relación que tampoco es tan evidente, porque a la salida muchos me comentaron más sus supuestos vínculos con películas como «Whisky»), están ahí como método de liberación: sí, soy culpable. Fusílenme. Me parezco a Anderson, pero también Raúl Ruiz de los sesentas, a Kaurismaki, hasta a Justiniano, fíjense. Mátenme, acá esta mi pecho. Solo quise hacer una película socarrona, y de pasada, reirme de tantas cosas que no me pidan que las enumere. Tampoco todos los chistes son geniales, pero qué importa. A mi me da risa. Y quizás le de risa a otro sureño allá afuera. Gracias por reirse los que se rieron. Y gracias por venir.
Este gesto, tan genuino y tan chileno, es quizás lo que más me ha hecho pensar en la película. Que ganas, de veras, de que haga otra.