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FRITZ LANG… En retrospectiva

Artículo sobre Fritz Lang publicado en Artes y Letras de El Mercurio. 12 Junio 2005.

A partir de la exhibición de películas de Fritz Lang en el Goethe, escribí este artículo para ARTES Y LETRAS. Lang tiene todo para ser un gran director (incluyendo un parche en el ojo, tal como Nicholas Ray, John Ford y Raoul Walsh): es un director particularmente atractivo por porfiado e inclasificable. Como él mismo dijo en reiteradas entrevistas, «cada película tiene sus propias leyes y reglas», «no existen las fórmulas», y mi favorito personal, «una teoría no sirve nada de nada para un creador, sólo sirve a los que ya han muerto». Según la filmografía más oficial, Lang dirigió 40 largometrajes, los que aumentan a 44 si consideramos sus dípticos como películas dobles («Las arañas», «Dr Mabuse, el jugador», «Los nibelungos» y el tardío díptico de vuelta en Alemania formado por «El tigre de Bengala» y «El sepulcro indio»). Trece de sus 40 películas son mudas; 24 fueron filmadas en Estados Unidos, 15 en Alemania y una en Francia; Video Manquehue ha editado buena parte de sus películas norteamericanas, en pésimas condiciones, como habitualmente hace esta empresa (ellos son los que deberían usar el parche en el ojo). Otras, del periodo mudo, han sido editadas en DVD en Brasil con también pésimos subtítulos en español. Buena parte de ellas están disponibles para el arriendo en Bazuca.

EL CINE DE FRITZ LANG:
La vieja historia de odio, asesinato y venganza

Una extensa retrospectiva del director austrogermano organizada por el Goethe Institut y la revista Mabuse es la coyuntura perfecta para ver y volver a ver las películas de un director, productor y guionista intenso, laberíntico, hipnótico.

Por un minuto, olvidemos “Metrópolis” (1927). Olvidemos los magníficos aviones volando entre los edificios que tocan el cielo, el incansable obrero que lucha contra el reloj de 10 horas, los trabajadores hacinados en el mundo subterráneo. Olvidemos “el mediador”, aquello que debe haber entre “el cerebro que planea y las manos que construyen”. “Metrópolis” es la película de Fritz Lang más conocida para las nuevas generaciones de cinéfilos (en especial, a partir de la atosigante versión coloreada en 1984 por el productor y músico alemán Giorgio Moroder, con temas de las ya olvidadas Pat Benatar y Bonnie Tyler), y en sí misma, dice muy poco de los verdaderos alcances del cine de Fritz Lang (1890-1976). Muchas preocupaciones languianas están presentes en “Metrópolis”, pero también muchas escapan de su simbolismo extremo y de un sentimentalismo obtuso. Mal que mal, “Metrópolis” era una de las cintas preferidas de Hitler, y según Lang, su ministro de propaganda Joseph Goebbels le habría ofrecido en 1933 hacerse cargo de la Oficina Cinematográfica del nuevo régimen nazi. Lang lo rechazó y, de nuevo según el mito, se fue con lo puesto a Estados Unidos, donde hizo una carrera que se extendió por 22 años.

Hay muchas, demasiadas ideas preconcebidas respecto a las películas de Fritz Lang. Solo viendo la totalidad de sus películas se desmoronan algunos conceptos totalitarios como “expresionista” (que el director subscribió solo en la primera etapa de su carrera, aduciendo que era “la moda de la época”), “creador del film noir” (suposición inexacta que se confirma porque ninguno de sus policiales se inscribe con comodidad en el género), “fatalista” (escribió un artículo en defensa de los finales felices), y otras más dislocadas como “nazi” en Alemania y “comunista” en Estados Unidos. Por supuesto no son invenciones sin fundamento: un poco de todo eso están en la superficie de sus películas. Pero si existe algo profundamente languiano es la errancia de sus personajes, la oscuridad de su mirada, los subterráneos de sus escenarios, los planos y contrapicados de su estilo, la condición laberíntica de sus preocupaciones.

Diversos elementos, además, llevan a emparentar a Fritz Lang con Alfred Hitchcock y Howard Hawks: no por nada fueron estos tres cineastas los primeros “rescatados” por los críticos de Cahiers du Cinéma entre febrero de 1955 y septiembre de 1959. Es verdad, los falsos culpables conectan en una primera mirada a Lang con Hitchcock, pero los crímenes hitchcockianos devienen de la represión sexual, mientras que los malvados languianos están movidos por el ego, la venganza y el amor propio (más aún, el mismo Lang fue un vividor y mujeriego reconocido, nada más alejado del pudoroso Hitch). Respecto a Hawks, con su intenso individualismo propio de micro sociedades más primitivas (como bien describe el crítico Robin Wood), no tiene conexión con el comentario que Lang hace de las sociedades modernas, más complejas, más inmanejables, con más rincones que nunca terminaremos de iluminar. Lo curioso del asunto es que cada película de Lang tiene sus propias leyes y reglas; no existen fórmulas discernibles; se mueve con ligereza entre géneros y estilos cinematográficos, tal como se mueve su cámara ligeramente al interior de las habitaciones, las cientos de habitaciones, que filma en sus largometrajes.

La máquina del destino

Cuando una derrotada Mae Doyle (Barbara Stanwyck) regresa al pequeño poblado pescadores de donde nunca debió salir, al comienzo de “Encuentro en la noche” (Clash by night, 1952), resume en una frase la volatilidad de los personajes languianos, y la condición inicial de su primera tragedia. “Y tú… ¿qué piensas de tu regreso?”, le pregunta Peggy (Marilyn Monroe). “Volvemos cuando no podemos vagar más”, responde Mae.

Pistoleros, arquitectos, médicos, soldados, prostitutas y hasta la misma muerte (“La muerte cansada”, Der müde Tod, 1921) deben dejar de huir de sí mismos para instalarse y remover las existencias de pasivos dueñas de hostales, marajás, cajeros de banco o parejas a punto de casarse. Este es el punto de partida de sus personajes: hacer un alto en el camino a ver si la vida del resto de los mortales tiene algo que ofrecerles. Esta huida es casi ontológica: son personajes que no traen las respuestas, más bien las buscan intensamente. Y ante ellos, los que no huyen se transforman inmediatamente en perseguidores.

Lang lo explicita en varias de sus entrevistas: “Hay que rebelarse cuando uno ha caído en la trampa de los convencionalismos”, les confidencia a Jean Romarchi y Jacques Rivette. “En nuestra vida contemporánea nadie vive su propia vida. Estamos sometidos a obligaciones de nuestros trabajos (…) Cada uno busca una posición, poder, dinero, una situación de vida, pero nunca nada interior (…).Y a mí me interesa la lucha del individuo contra las circunstancias”.

Hay una especie de terror de Lang y sus personajes por la vida rutinaria. Por ejemplo, dos hombres maduros como Jerry en “Encuentro en la noche” y Chris en “Scarlett Street” son tipos de los buenos. Tienen trabajos dignos (pescador y cajero de banco), ambiciones realistas, vidas estables. Es curioso: en ambas películas, Jerry y Chris no tienen problemas para ponerse un delantal y lavar los platos. ¿Y que les pone Lang por delante? Dos mujeres extraviadas que lo último que quieren es lavar platos. Con distintos motores internos, pero motores al fin y al cabo, ambas son el inicio del tragedia en las vidas de los que no se mueven.

Este choque es lo que por años los críticos han llamado “fatalidad” en las películas de Lang, pero como bien lo expresa Tom Gunning en “The films of Fritz Lang”, se trata más bien de una “máquina del destino”, movida por dos fuerzas: el deseo y el deber. Distintos personajes intentan controlar o influenciar un sistema que opera aparte de sus deseos, y la derrota de esa lucha los lleva invariablemente a la muerte, o en el caso del “final feliz” de “Encuentro en la noche”, a una condena peor: la aceptación de la rutina. Mae, la mujer inquieta, debe seguir casada con un pescador aburrido.

Mujeres fusibles y laberintos

Esto nos conduce a otra invariable presente en todas las películas de Lang: el sacrificio femenino. Enumerarlas todas da para largo, pero Marlene Dietrich en “Rancho Notorious” (1952), Joan Bennett en “Secreto detrás de la puerta” (Secret Beyond the Door…, 1947) y “Scarlett Street”, Anne Baxter en “La gardenia azul” (The Blue Gardenia, 1953), Lil Dagover en “La muerte cansada”, las madres de las niñas asesinadas en “M” (M – Eine Stadt sucht einen Mörder, 1931), la condesa de “Doctor Mabuse, el jugador” (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922), María y en especial su doble robótico en “Metrópolis”, Debra Paget en “El tigre de Bengala” (Der Tiger von Eschnapur, 1959) y “El sepulcro indio” (Das indische Grabmal, 1959), Joan Fontaine en “Más allá de la duda razonable” (Beyond a Reasonable Doubt, 1956) no se la llevan fácil. Son ellas las depositarias finales de la feroces aspas de la máquina del destino. Muchas veces, son mujeres fusibles: su sacrificio es la única posibilidad de salida para los personajes masculinos. Otras, son sobrevivientes y testigos de la violencia de las sociedades en que deben seguir viviendo.

Este sacrificio puede ser brutal. Dana Andrews no duda un minuto en que poner a su novia como señuelo para atrapar a asesino en serie en “Mientras duerme Nueva York” (While the city sleeps, 1955); y llega al paroxismo en “Los sobornables” (The Big Heat, 1953): para que el sargento Dave Bannion (Glenn Ford) acabe con la red de corrupción en la policía, cuatro mujeres son asesinadas, una ve deformada su cara con una jarra de café caliente… y hasta la esposa del detective debe morir crudamente ¡por una bomba en el auto!

Tal crudeza ante la violencia no es gratuita: solo el dolor físico remueve a los espectadores, es la máxima del director, lo que lo emparenta en Anthony Mann, Nicholas Ray, Sam Peckinpah. “El crimen es consecuencia de un sentimiento más directo que el amor”, dice el tenebroso Mark en “Secreto detrás la puerta”. Y remata: “Hay habitaciones en las que se pueden cometer crímenes”. Ni que lo dijera Lang: los crímenes solo pueden ocurrir en espacios cerrados. Esos edificios desafiantes que tanto gusta de filmar están llenos de habitaciones atrapantes, jaulas de cristal, subterráneos precisos para persecuciones. Es el lugar para leprosos (“El tigre de Bengala”), trabajadores explotados (“Metrópolis”), mendigos que juegan cartas o delincuentes listos para sus linchamientos (“M”). Vivimos en catacumbas y, por donde Lang pone la cámara, parece que alguien siempre nos estuvieran viendo de arriba. Todos estos elementos de un cine que concibe el mundo como un laberinto ciego, donde no importan los pasadizos que se tomen, siempre terminaremos llegando al mismo lugar.

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