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FESTIVALES DE CINE POLEMICA EN EL BAR

BAFICI… Resumen para Mabuse

La salida de Quintín de Bafici, y sus consecuencias.

Este articulo fue escrito para los amigos de Mabuse, quienes, dicho sea de paso, han armado una completa retrospectiva (compuesta por 21 películas) de Fritz Lang en conjunto con el Goethe Institut. Ya hablaremos de ello. De momento, les copio una nota que escribí para esa revista sobre mi paso por BAFICI, la salida de Quintín y las cosas que podemos aprender de todo ello en Chile. Saludos. -GM

¿El último BAFICI?

La salida de Quintín, no el creador pero sí el mayor impulsor del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, deja dudas sobre el futuro del evento. Y nos plantea varias preguntas sobre lo que entendemos cuando hablamos de “independencia” en el cine.

En noviembre del año pasado, la noticia explotó en los círculos cinéfilos argentinos. “Se va Quintín”, fue la noticia. “Se va Quintín del BAFICI y se va de El Amante, pero no hay relación entre las dos salidas. Solo coincidencia. Una mala coincidencia”. Escuché la noticia repetirse, con idénticas palabras, de parte de amigos periodistas, amigos directores y amigos cesantes al otro lado de la cordillera. La primera confirmación la pude ver en un breve en Página 12. Y luego, en otra nota, bien infame, en La Nación Argentina. Y finalmente, en un sitio web donde el mismo Quintín daba las razones de su salida (tanto del festival como de la revista).

Para entender lo que es actualmente el BAFICI, hay que entender quién es Quintín, y por qué fue tan lamentable su salida. Quintín es el seudónimo de Eduardo Antín, un licenciado en matemáticas y cinéfilo como existen pocos, quien apareció en la escena hace 15 años, al fundar la revista El Amante, en conjunto con su mujer Flavia de la Fuente, y de otro prohombre de la cinefilia argentina, el entusiasta Gustavo Noriega.

Desde su aparición en 1991, no han existido dos revistas como El Amante en el panorana de la crítica de cine en español. Quintín, Flavia y Gustavo escribieron (y escriben) de las películas desde la mirada del cinéfilo impasible, supieron construir mes a mes un espacio reflexivo, pensante y apasionado para la crítica de cine, que escapara de las modas y de las pesadas disquisiciones academicistas de las décadas anteriores (discusiones “importantes” en su minuto, pero que ya nadie recuerda demasiado), con simpleza y sentido del humor. Reclutaron colaboradores, remecieron a los lectores, invitaron al debate sin demagogia. Sus dossier a autores fundamentales se hicieron imprescindibles, y si uno los relee ya años después de su publicación, son textos que siguen vigentes y vivos, tal como las películas que los inspiran. No hay letra muerta en El Amante.

Conforme pasaron los años, la revista fue creciendo, el diseño se modernizó (dejando de lado sus tradicionales portadas de negro con amarillo), entraron nuevos y jóvenes críticos, y se hicieron habituales las visitas y crónicas sobre festivales internacionales. Paralelamente al proceso de la publicación, los bonaerenses comenzaron a hacerse cinéfilos más exigentes e informados, debido a la atractiva programación de las salas alternativas, como la Leopoldo Lugones y Cosmos, y más tarde, el Museo de Arte Latinoaméricano de Buenos Aires, el Malba, una iniciativa privada millonaria que se instaló a finales de los noventa con una magnífica sala de exhibición, y un interesante programa de recuperación y restauración de copias de películas antiguas. La propia industria del cine argentino comenzó a ponerse de pie, en parte, por la labor de Manuel Antín, cineasta y propulsor de la institucionalidad después de la dictadura argentina, quien desde el Instituto Nacional de Cinematografía desterró la censura, propulsó los fondos y destrabó impuestos que afectaban a las producciones locales.

En ese contexto, en 1999 y bajo iniciativa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (algo así como nuestra Intendencia Metropolitana, que no tiene esta clase de ideas), se dio puntapié al primer BAFICI, una respuesta proactiva a dos disyuntivas: que la ciudad no tenía un festival de cine como la gente, y que Mar del Plata se estaba avejentando y durmiendo frente al cine nuevo que estaba apareciendo en todo el mundo.

Al primer año, Flavia se integró a la plana de programadores, y en el 2001, Quintín fue llamado para la dirección del festival, tras la abrupta y confusa salida de su primer propulsor, Andrés Di Tella. La llegada de Quintín fue casi revolucionaria para un festival ya bien encaminado. A partir de su presencia, y los contactos que ya había cultivado personalmente en festivales como Locarno, Turín, Rotterdam o Chicago (viajes que, para quienes leíamos esas crónicas, nos consta que cubrían con sus ahorros o por invitaciones), Quintín agarró el BAFICI y comenzó a darle forma a lo que entendemos por “independiente” arropando doblemente el término de una finalidad cultural y de una propuesta estética. “No hay como un festival para sorprenderse con el cine, para disfrutarlo, para descubrirlo, para arriesgarse con films que no tienen publicidad ni críticas previas”, escribía Quintín para el segundo BAFICI (2000), cuando aún era espectador. Al año siguiente, cuando ya estaba a cargo de la fiesta, complementó su punto de vista: “Un festival de cine debe aspirar a ser algo más que una ceremonia correctamente organizada o la exhibición de repertorio adecuado (N de A: directa referencia al estilo de festival de cine que se hace en Mar del Plata)… Un festival debe ser, en primer lugar, un estímulo lo más poderoso posible para ver y hacer cine. Pero, además, en la medida de sus posibilidades, un antagonista a la resignación y la apatía. Es una exhortación al público para que exija más de lo que le ofrecen, para que lleguen más películas y se ensanchen las fronteras de la distribución y la exhibición”.

Para Quintín, el festival es una experiencia vital con una finalidad social y cultural: si se exhiben 10 películas coreanas es porque es magnífico poder ver 10 películas coreanas, pero también porque su exhibición, en un contexto de otras trescientas películas igualmente interesantes, genera una sensación de ansiedad cinéfila, el mejor remedio ante la abulia y la apatía de los espectadores, ésta una actitud que le deja el camino despejado a los tanques de estrenos norteamericanos que copan la exhibición en países como los nuestros. Un festival inabarcable, extenso, vivo, interesante, es lo que Quintín llama “la utopía de la abundancia”: “La exhuberancia buscada intenta crear conciencia de la multiplicidad porque ese es el verdadero horizonte del cine y, habría que agregar, de la experiencia humana. Y también es bueno que en un universo crónicamente escaso, la utopía de la abundancia tenga una expresión simbólica más genuina que la góndola del supermercado o el control remoto del televisor”.

Por ello, BAFICI se convirtió en la pantalla de los desplazados: los que con propuestas cinematográficas interesantes no estaban encontrando un lugar de encuentro y discusión para su cine, y con un público ávido a esas expresiones. Curiosamente, si bien muchos festivales en el mundo dan pantalla a estas iniciativas, pocos se especializan en ser una ventana exclusiva a este cine. En un mundo donde todos los festivales “grandes” (Berlín, Cannes, Venecia) fueron tragados poco a poco por sus mercados paralelos, el BAFICI fue el lugar de los amantes: directores, críticos, cinéfilos y el nunca bien ponderado público en general.

Que un festival así llene sus funciones (de verdad, agotan sus entradas con una anticipación agotadora) y tenga repercusión internacional fue el resultado de un trabajo bien hecho. Un trabajo independiente, mal que mal. El problema fue que, debido a esa independencia, la independencia de Quintín de hacer lo que pensaba era lo correcto para los cinéfilos, el público, los distribuidores y el cine nacional, no estaba siendo recibido de esa forma por sus pares. Desde hace un par de años, comenzó a correr el rumor de que los días de Quintín a cargo del BAFICI estaban contados.

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Quintín fue un excelente director de festival, o mejor dicho, un gran curador cinematográfico, una figura hasta el momento desconocida en Chile. Como dijo alguien por ahí, “Quintín es un tipo que le gusta el cine y puede explicar por qué”. Y te lo puede mostrar en una crítica, o programando las películas que eligió para su festival. Es un fino esteta del cine, y como tal, no solo ajeno a las propuestas puramente comerciales, sino que como ocurre sin problemas en las artes visuales (basta ver el trabajo de los curadores de los museos en cualquier parte del mundo), está preocupado de las obras, los autores, las propuestas, y no tiene intenciones de incorporar una variable comercial al momento de programar una película (claro, ¿hay que decirlo?, no porque haya intrínsecamente algo perverso en una película comercial, sino por que son esas películas las que tienen dominadas las pantallas del mundo, y en el mundo hay mucho más aparte de eso). Pero, por supuesto, toda la visión que Quintín tiene (y tuvo) como curador es (y fue) inversamente proporcional a la visión que tuvo para manejarse políticamente en un cargo que, ya que es dependiente de una oficina del Estado, es político. Quintín se ganó un enemigo poderoso, el Instituto Nacional del Cine y Artes Audiovisuales, la promotora del cine argentino y la que da fondos para la realización de unas 50 películas todos los años. Y en su programación, Quintín poco caso hacía a poner películas que el Instituto consideraba “importantes”, de directores y productores “vacas sagradas”, pero que no eran más que, según sus propias palabras, “postales del subdesarrollo”. Su apuesta iba por lo directores jóvenes (como Lisandro Alonso, Albertina Carri, Ezequiel Acuña, Lucrecia Martel, larga lista), pero no por edad, sino que por sentir que hacen películas que nadie más está haciendo en Argentina.

El pecado de Quintín, más allá de cierta arrogancia, fue que no tuvo problemas para acentuar sus diferencias con los que tenían el sartén por el mango. En el 2003 escribió una nota para Cahiers Du Cinéma explicitando lo que pensaba del INCAA: que como institución poco había tenido que ver con lo que ahora se llama el “Nuevo Cine Argentino”, y peor, que si este cine surgió, lo hizo “a pesar” de las políticas del INCAA. Eso dejó los ánimos calientes, y los rumores de la salida de Quintín volvían a sonar fuerte.

Pero la gota que rebasó el vaso para los burócratas fue el MARFICI, es decir, un proyecto de hacer una especie de BAFICI en el mismo lugar donde está la trinchera más poderosa del INCAA: el Festival de Cine Mar del Plata. Fue demasiado. Era una iniciativa privada, curada por Quintín, algo pequeño, pero casi inventada para mostrarles cómo se hace un buen festival de cine. Fue la provocación última. La que selló su salida.

Lo que vino después fue el matonaje, propio de las decisiones políticas que se quieren disfrazar de otra cosa. Basurearon al bueno de Quintín: lo despidieron por e-mail mientras estaba de viaje en el Festival de Cine de Turín, y luego se encargaron de que la prensa que dominan (especialmente, La Nación) “dieran a entender” de todo: que estaba lucrando con una labor para la cual había sido contratado, y que eso era inaceptable. Más aún, al momento de elegir a un reemplazante, pusieron a Fernando Martín Peña, el curador del Malba, y una especie de némesis de Quintín: un tipo que fundó una revista de cine en la misma época de El Amante (publicación que no vivió mucho), un innegable gestor que fundó la Filmoteca Argentina, ha hecho kilos por la restauración, que escribió un libro (“Cine de Super Acción”) de películas friqueadas con el siempre excesivo Diego Curubeto, pero finalmente es un tipo de cinéfilo más academicista y domesticado. Es probable que Fernando Peña posiblemente pueda estar unos 20 años en su cargo, porque son los que no molestan a nadie y nadie recuerda muy bien su cara aunque los hayan visto unas cien veces.

La salida de Quintin, eso sí, trajo la protesta inmediata de la comunidad cinéfila mundial, por llamarla de alguna forma. La Cahiers du Cinema juntó las firmas de críticos, cineastas, productores y directores de festivales de todo el mundo (personajes como Theo Angelopoulos, Olivier Assayas, Victor Erice, Harun Farocki, Hong Sang-soo, Richard T. Jameson, Jim Jarmusch, Kent Jones, Adrian Martín, Alexander Payne, Richard Peña, Nicolas Philibert, Jonathan Rosenbaum, Serge Toubiana, David Walsh, entres más de cien firmantes) como una manera de pedir la reconsideración del Gobierno de la Ciudad en su decisión. Pero ya había sido demasiado tarde.

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El BAFICI de este año fue uno de transición. Debido a que el cambio de director fue tardío, al menos la mitad de la programación ya estaba hecha por Quintín y programadores, así que por ello se pudo ver la retrospectiva de André S. Laberthe, Bill Plympton, y un puñado de películas interesantes. La otra mitad fue picadillo: la presencia argentina fue pobre (numerosas cintas con poco que decir), los documentales mal elegidos, mucho más cine francés (o peor, afrancesado) y menos asiático, y películas que poco tenían que hacer aquí… como “Mi mejor enemigo”, que gracias a que Pablo Trapero (coproductor de la película) ya es uno de los que roncan en el INCAA, le dieron la pasada a la exhibición de su última aventura. Se incorporó una sección llamada “Algo judío”, sección a la que Quintín se opuso no por racismo, sino por intolerancia a los espacios arrendados. Y una retrospectiva a Chantal Ackerman, odiada hasta por el más tolerante de los espectadores. Qué decir del diario del festival, llamado “Sin aliento”: se quedó definitivamente sin aire, mal escrito, desapasionado y feo.

Muchas preguntas quedan hoy por el camino que tomará Fernando Martín Peña en su dirección, en especial respecto a lo que él entienda por “independiente”. Fue la búsqueda de independencia la que mató a Quintín. A pesar del éxito del festival y la marca que dejó en todos quienes asistieron a alguna de sus versiones, su independencia puede darse por sepultada, o por lo menos, traducida a hacer un festival de películas raras que no llegan a esta esquina del mundo. La traducción de Quintín tenía, en cambio, casi un imperativo moral: abramos la ventana a “lo nuevo” y seamos un motor para que “lo nuevo” tenga, poco a poco, espacio en la exhibición cinematográfica. Que el festival no nazca y muera tres semanas al año, sino que sea un motor cultural para propulsar una industria que, de otra forma, solo se dedica a replicar formatos previamente masticados, inofensivos e inocuos para la mayor cantidad de gente posible. Esa propuesta hoy está en entredicho. Se hizo sospechosa para quienes solo querían que fuera una fiesta, globos de colores que podían traducirse en votos para espectadores que también son electores de cargos públicos. Por supuesto, como se sabe, cuando hablamos de cine no solo hablamos de películas. Inevitablemente, cuando hablamos de cine terminamos hablando de política y realidad social. Terminar de entender eso es clave para entender de lo qué hablamos realmente cuando hablamos de independencia.

Por Gonzalo MAZA

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