Hace un rato, frente a La Moneda, paso algo único. Y estuve ahí para verlo. El poder de la palabra, del texto escrito, se hizo presente. Hoy fue la inauguración de Santiago a Mil, y presentaban la obra «La remolienda» de Alejandro Sieveking, en el montaje dirigido por Raúl Osorio. En plena Plaza de la Ciudadanía, la misma donde apenas unas horas antes detuvieron a 23 manifestantes del movimiento mapuche que protestaban por el asesinato de Matías Valentín Catrileo Quezada, de 22 años, quien esta mañana murió en el sector de Vilcún, en la Novena Región.
Los ánimos estaban tensos cuando llegué. La obra se presentaba a pesar de las protestas y pifias de quienes protestaban todavía por lo que acababa de ocurrir. Y arriba del escenario, los actores estoicos haciendo su obra. Y abajo mucho público tratando de seguir la obra. Y entre medio, algunas autoridades y la ministra Urrutia haciendo como si nada. Pasó un rato, y la protesta empezaba a hacerse más ruidosa. Se acercaron al escenario. Una mujer logró traspasar las rejas de seguridad y Carmen Romero, la organizadora del Festival, la invitó a sentarse a su lado para conversar. Todo aún en medio de las pifias. La negociación no llegó a mucho: la mujer, aún dolida y agotada, se paró en una silla y comenzó a protestar frente al escenario, mientras los actores seguían con la obra. Hubo forcejeos, pero nada serio.
Y entonces pasó. Se empezaron a escuchar risas, que competían con las pifias. La seducción del huaso y la prostituta con un hijo de esa obra tan chilena que recuerdo alguna vez haber montado en el colegio se abrió paso entre las protestas. La frescura de esas líneas de Sieveking empezaron a escucharse con más claridad. Las pifias bajaron, las risas subieron. Y después de una hora de función, todos los que estábamos ahí empezamos recien a ver la obra. ¡Y qué obra! «La remolienda» es clásica y popular y chistosa, y no es vanguardista, y no es rupturista ni moderna ni ninguna de esas cosas que a veces sobrevaloramos. (Pensaba, además, lo penosa de la versión fílmica de Joaquín Eyzaguirre, estrenada hace unos meses, que trituró el texto original y lo reemplazo por un guión inentendible y ramplón). La obra, sin minas en paños menores ni pechugas apretadas al corset, se impuso a los ánimos exaltados. Todos caímos seducidos. Los que protestaban se fueron, no sin antes alguien gritara, por última vez, con sus últimas fuerzas y sin pensar mucho, que lo que estábamos viendo no era cultura.
Es lamentable, y triste, e injusto lo que pasó en Vilcún. Es terrorífico que a los mapuches aún los sigan procesando como terroristas, y los condenen a 5 años de cárcel por el delito de «amenazas» (como hicieron con Pascual Pichún) o que tengan que pasar 80 días de huelgas de hambre para ser escuchados. La injusticia se paga con injusticia, y ahí estaban protestando en una obra de teatro en la calle.
Pero lo emocionante no fue que se acallaran las protestas. Lo emocionante fue ver cómo la obra, sin mayores cambios, sin que nadie en el escenario se saliera de su personaje para pedir silencio, lograra esa empatía con la audiencia aún hoy. No fue un enfrentamiento: los que protestaban se retiraron cansados, los actores también. Lo que prevaleció, me gusta pensar, fue la palabra. El mecanismo secreto de emoción escondido en un texto escrito hace más de 40 años. Si uno dedica su vida a llevar ideas y emociones a palabras puede soñar con algún día lograr algo así.
Una respuesta a «El poder del texto»
Gracias por una mirada tan limpia y conmovedora, la verdad es que en tu texto -en tus palabras también, quiero decir- es posible imaginar a Sieveking y a Matías Catrileo Quezada encontrándose de una manera tan imperfecta y maravillosamente humana.