Así que finalmente los miembros del Consejo del Arte y la Cultura Audiovisual -la institucionalidad cultural más importante del cine en Chile, presidido por la ministra Paulina Urrutia y compuesto por quince consejeros que representan a directores de cine, guionistas, documentalistas, académicos de cine, actores y actrices, productores y técnicos- hizo una declaración formal por el caso de Elena Varela… Y en resumen, plantea que los documentalistas deban ser tratados igual que los periodistas respecto a la reserva de sus fuentes en sus trabajos documentales (lo que en el caso de Elena Varela, pero también en el caso de cualquier documentalista, impediría que sus materiales de trabajo puedan ocuparse como medio de prueba en un tribunal). Eso explica el segundo punto de su declaración pública, donde solicitan la devolución del material grabado por Elena Varela (ya no la copia, como había pedido la ministra hace una semana), aunque en el mismo párrafo la declaración es cuidadosa en decir que…
…y en caso de ser estrictamente necesario para la investigación en curso, entregar duplicados a los órganos jurisdiccionales competentes, velando siempre por el pleno respeto al derecho de reserva de la fuente señalado.
Esta declaración pública (que ya había sido precedida por una declaración similar del Programa de Libertad de Expresión del Instituto de la Comunicación e Imagen de la Universidad de Chile) da para varias reflexiones. La primera es: ¿tienen derecho los documentalistas a ser tratados igual que los periodistas? Eso nos lleva a estudiar la labor de los documentalistas, y hacer un paralelo entre su trabajo y el trabajo periodístico.
Partamos por el comienzo:
El tema no es simple, pero podemos marcar ciertas diferencias muy claras entre ambas labores. En primer lugar, los documentalistas no hacen reportajes ni cuentan noticias, hacen documentales. Los documentales a veces se pueden parecer mucho a un reportaje, pero tienen algo que los distingue a nivel de discurso: los documentales establecen una argumentación sobre la realidad. El discurso periodístico, por el contrario, se basa en la negación de esa argumentación, en base a la creación de un discurso de «imparcialidad»: en el periodismo, todos los puntos de vistas son puestos sobre la mesa para que sea el receptor quien se forme una «opinión informada» de los hechos presentados. El documental no tiene esas pretenciones; por el contrario, el documental nace de una convicción intensa del documentalista de los hechos; su mayor riqueza es, precisamente, su parcialidad. Un documentalista, tal como un director de cine de ficción, tiene una visión del mundo que lo rodea, y sobre esa visión establece un discurso. En el caso del documental, tal y como lo explicita ese discurso está construido para que entendamos que lo que se presenta en la película (escenas documentales, pero al mismo tiempo, «pruebas») es lo que ocurre en «la realidad». [Desde Jean Vigo hasta Patricio Guzmán han dedicado textos que explicitan de muy buena manera este rol del realizador documental. Más desde la teoría, Bill Nichols en el capítulo 4 de su clásico libro «La representación de la realidad» ahonda también en esta perspectiva].
Dicho de otro modo, a modo de ejemplo, Michael Moore está convencido de que el sistema de salud norteamericano es muy pobre e injusto respecto al sistema de salud que tiene en Francia o Cuba, y que además, este sistema necesita ser urgentemente reformado para dejar de cometer injusticias sobre «las personas comunes». Sobre esa tesis está contruido «Sicko». Patricio Guzmán está convencido que Chile es un país sin memoria, a pesar de las innumerables pruebas que mantienen viva la memoria histórica de este país («La memoria obstinada»), así cómo estaba convencido treinta años antes que lo que hacía único al gobierno de la UP era lo que ocurría y se conversaba en las calles, que esa efervescencia social era el ADN del gobierno de Allende y no su clase política («La batalla de Chile»). Robert Flaherty está convencido de que las comunidades esquimales de Norteamerica, ante la soledad de un territorio frío y hostil, tienen una visión cohesionada del grupo familiar («Nanook, el esquimal»), y Errol Morris ha hecho una carrera estableciendo que quienes mejor conocen los mecanismos de la guerra y de la muerte son personas que han «mejorado» esos mecanismos desde una intenso proceso racional («Niebla de guerra» y «Mr. Death»).
Un documentalista necesita una convicción para hacer un documental; muy a menudo, esa convicción es producto de un proceso de conocer «una realidad» (o de investigarla) y darla a conocer desde su punto de vista. Un documental sin convicción no es documental. En cambio, el periodismo tiende a ocultar esa convicción, porque debe mantener la construcción de su discurso «limpio» de parcialidades para que sus trabajos (reportajes, noticias) sean considerados válidos en las instituciones periodísticas.
La única prueba de validez que puede encontrar un documentalista la da el tiempo, y la confrontación de su perspectiva del mundo con su comunidad. De ahí que mientras el periodista es un testigo, el documentalista plantea un testimonio. Donde el periodista presenta, el documentalista califica. Y lo que el periodista «da a entender», el documentalista lo muestra y lo explicita.
Y a pesar que estas diferencias de la construcción de un discurso, que determina la diferencia radical entre un reportaje y un documental, los métodos de elaboración de esos trabajos tienden a ser similares: entrevistas, registro directo, uso de material de archivo.
Métodos similares, con una gran excepción: quizás donde mejor se nota la diferencia es cuando los documentalistas, desde Flaherty en adelante, han utilizado la reconstrucción y la puesta en escena como un factor determinante de su discurso, algo fuertemente incomprendido desde el periodismo, que tiende a leer esas reconstrucciones como «falsedades». Pero es interesante ese debate: ¿qué es lo falso? ¿Que Michael Moore haya filmado en varios días distintos su visita al banco donde abre una cuenta corriente y le entregan un rifle, como ocurre en «Bowling for Columbine»? ¿Que Flaherty haya hecho que los esquimales cazaran lobos marinos con un método de arpones, y no con los rifles que en verdad ocupaban en su vida diaria? ¿O que Morris le pague a sus entrevistados, como hizo en su última película, «Standard Operating Procedure»?
Es ahí donde periodismo y documental están más alejados: para el periodismo es inconcebible la reconstrucción y la puesta en escena; para el documental, es una herramienta más para construcción de su discurso.
Y sin embargo, hay matices: no es lo mismo reconstruir un hecho real que «fabricarlo». Y claro, es verdad que Michael Moore no pudo abrir su cuenta corriente con tanta facilidad, ni le pasaron tan rápido la escopeta como pareciera que ocurre en «Bowling for Columbine», pero esa es su opción narrativa: desnudar la ironía del hecho mismo, que es cierto, pero que se hace más visible para la construcción de su discurso si lo presenta de esa forma. Michael Moore no inventó («fabricó») ese banco ni la demencia de la promoción de los rifles, solo pretende hacerlo más evidente, así como Flaherty no inventó que los esquimales cazaran a los lobos marinos tal como se ve en «Nanook» (solo le pidió a los esquimales que los cazaran «tal como lo hacían sus padres y sus abuelos»), ni ocurrió que los testimonios de los entrevistados en la última de Morris fueran «mejores» porque quienes eran entrevistados se les pagó por sus dichos. Más bien, el documental está enfocado en un fin último: que la reflexión sobre la realidad sea «la verdadera», que el punto de vista esté adherido a esa «verdad», y que la narrativa esté puesta a disposición de esa finalidad.
La incomprensión de esta diferencia es, para mi gusto, la culpable de incomprensión del documental como género cinematográfico y como discurso social. Pero una cosa es ser incomprendido y otra discriminado, y aunque esa incomprensión exista, eso no anula en absoluto que el trabajo documental necesite, ante los ojos de la ley, de resguardos similares a los que exige el periodismo para sí. Un documentalista, en cuanto autor de su visión del mundo, es el único que puede dar sentido a lo que ha filmado, y lo hace en la intimidad del proceso de montaje. La lectura dispersa de sus materiales antes de un proceso de edición definitivamente podría dar a entender una visión antojadiza -y judicialmente muy peligrosa- de esos materiales. Si alguien hubiera visto las cintas de registro de «I love Pinochet» de Marcela Said, o de «Yo fui, yo soy, yo seré» de Heynowski y Scheumann se habrían llevado visiones muy erradas de las intenciones de sus realizadores: habrían creído que la Said era pinochetista, y que los H&S admiraban a la Junta Militar.
Algo muy obvio en el periodismo (entrevistar a un jerarca nazi no significa que el periodista adhiera a las ideas nazis) es algo que tiende a verse con sospecha en el documental, y en particular, en el caso de Elena Varela (entrevistar a dirigentes mapuches que viven en la clandestinidad la vuelve de inmediato en una activista del «terrorismo»).
De ahí que la declaración del Consejo del Arte y de la Cultura Audiovisual no solo es importante en este caso en específico; es una acto de principios que debería ir más allá de este proceso particular y debería traducirse pronto en una norma específica de la Ley de Prensa, que hoy solo «protege» a los periodistas.
En este sentido, si hay una voz que se echa de menos en este caso es la del Colegio de Periodistas, que tiene una estupenda oportunidad de establecer que los mueve algo mucho más fundamental que la defensa de un gremio que obtuvo un título en la universidad, y que eso sería la defensa de dos principios: la libertad de expresión y el derecho de la información.
La pelota está dando botes en el área: ahora solo le toca al Colegio de Periodistas hacer su jugada.
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Más lecturas sobre el caso de Elena Varela: columnas de Francisco Gedda en El Mostrador, y de Pablo Azócar en La República.
4 respuestas a «Documentales y periodismo: ¿somos o no somos amigos?»
La acción de «reportear» está presente en la búsqueda de datos para construir tanto un discurso audiovisual «con» como uno «sin» punto de vista. Y por tanto creo que los periodistas tienen algo en común con los documentalistas, a nivel de praxis («reporteo» o «rodaje».) A mi juicio la ley de prensa tal cual está redactada protege a los directores de documental también, e incluso a los técnicos.
En el art. 7º de la 19.733 se define la noción de «protección de fuente informativa», el fuero fundamental de todo periodista. El mismo artículo extiende este fuero a otras tres categorías laborales: «los directores, editores de medios de comunicación social (…) y los corresponsales extranjeros que ejerzan su actividad en el país, tendrán derecho a mantener reserva sobre su fuente informativa, la que se extenderá a los elementos que obren en su poder y que permitan identificarla y no podrán ser obligados a revelarla ni aún judicialmente.”
El texto remata con un contundente “lo dispuesto en el inciso anterior se aplicará también a las personas que, por su oficio o actividad informativa hayan debido estar necesariamente presentes en el momento de haberse recibido la información.» Se refiere a los técnicos, no?
El art. 7º de a ley de prensa por tanto protege la reserva de fuente, el soporte material (las cintas y películas) al director e incluso y en forma explícita al sonidista, al camarógrafo y al productor y sus asistentes. Más que buenos amigos, los periodistas y los documentalistas comparten el mismo y crucial derecho a reserva de fuente. Los ministros Urrutia y Vidal, el diputado Moreira y Servando Joaquín Pérez, el fiscal de la corte de apelaciones de Rancagua (que mantiene confiscados los «tapes» de Elena Varela) están haciendo una interpretación equivocada de la ley que debemos aclarar en forma urgente a nuestros representantes en el CAIA.
que idiota xq leo 2 palabras x lineas
Estimado amigo:
Creo que hay dos problemas (ambos ligados entre sí) en tu planteamiento.
No es cierto que la pregunta que surja primeros sea:
«¿tienen derecho los documentalistas a ser tratados igual que los periodistas? »
Más bien, la pregunta es si tiene los documentalistas la protección de todo profesional, a resguardar lo que hayan conocido en virtud de su secreto profesional.
En nuestro ordenamiento, el secreto profesional es un derecho-deber, establecido en el Código Procesal Penal y en el Código Penal.
El Código Procesal Penal establece en su art. 303
“Artículo 303.- Facultad de abstenerse de declarar por razones de secreto. Tampoco estarán obligadas a declarar aquellas personas que, por su estado, profesión o función legal, como el abogado, médico o confesor, tuvieren el deber de guardar el secreto que se les hubiere confiado, pero únicamente en lo que se refiriere a dicho secreto.
Las personas comprendidas en el inciso anterior no podrán invocar la facultad allí reconocida cuando se las relevare del deber de guardar secreto por aquel que lo hubiere confiado.”
Y luego dispone en el inciso 1° del art. 304 que:
“Artículo 304.- Deber de comparecencia en ambos casos. Los testigos comprendidos en los dos artículos precedentes deberán comparecer a la presencia judicial y explicar los motivos de los cuales surgiere la facultad de abstenerse que invocaren. El tribunal podrá considerar como suficiente el juramento o promesa que los mencionados testigos prestaren acerca de la veracidad del hecho fundante de la facultad invocada.”
Es decir, enfrentado el profesional a una citación a declarar, debe él concurrir y puede él ampararse en su derecho a no contestar en razón de la protección del derecho a la reserva profesional.
La enunciación del art. 303 es meramente ejemplar según se desprende inequívocamente del uso de la expresión “como el …” que antecede a la enunciación ejemplar de las profesiones de abogado, médico o confesor.
La Ley N° 19.733, ley de prensa, consagra también respecto de los periodistas en su art. 7° el derecho al secreto profesional, pro es anorma no es más que la especificación de la otra más general y pudo incluso haberse omitido y no habría afectado a la vigencia del derecho al secreto porfesional.
A su vez, la dimensión “deber” del secreto profesional se ve reforzada normativamente con la figura típica del art. 247 inciso 2° del Código Penal donde se establece:
“Art. 247. El empleado público que, sabiendo por razón de su cargo los secretos de un particular, los descubriere con perjuicio de éste, incurrirá en las penas de reclusión menor en sus grados mínimo a medio y multa de seis a diez unidades tributarias mensuales.
Las mismas penas se aplicarán a los que ejerciendo alguna de las profesiones que requieren título, revelen los secretos que por razón de ella se les hubieren confiado.”
Es decir, la infracción del deber de reserva conlleva consecuencias penales importantes. De ahí que no sólo se deba aludir al secreto profesional como un derecho, sino también como una obligación del profesional.
La doctrina suele referirse a algunos aspectos precisos del deber de reserva. A saber, qué comprende, duración, y requisitos para hacerlo valer.
El art. 220 del Código de Enjuiciamiento Criminal es claro en hacer extensible el derecho-deber de resguardo a los documentos, tales como carpetas, fichas y otros.
Así dispone:
“Artículo 220.- Objetos y documentos no sometidos a incautación. No podrá disponerse la incautación, ni la entrega bajo el apercibimiento previsto en el inciso segundo del artículo 217:
a) De las comunicaciones entre el imputado y las personas que pudieren abstenerse de declarar como testigos por razón de parentesco o en virtud de lo prescrito en el artículo 303;
b) De las notas que hubieren tomado las personas mencionadas en la letra a) precedente, sobre comunicaciones confiadas por el imputado, o sobre cualquier circunstancia a la que se extendiere la facultad de abstenerse de prestar declaración, y
c) De otros objetos o documentos, incluso los resultados de exámenes o diagnósticos relativos a la salud del imputado, a los cuales se extendiere naturalmente la facultad de abstenerse de prestar declaración.
Las limitaciones previstas en este artículo sólo regirán cuando las comunicaciones, notas, objetos o documentos se encontraren en poder de las personas a quienes la ley reconoce la facultad de no prestar declaración; tratándose de las personas mencionadas en el artículo 303, la limitación se extenderá a las oficinas o establecimientos en los cuales ellas ejercieren su profesión o actividad.
Asimismo, estas limitaciones no regirán cuando las personas facultadas para no prestar testimonio fueren imputadas por el hecho investigado o cuando se tratare de objetos y documentos que pudieren caer en comiso, por provenir de un hecho punible o haber servido, en general, a la comisión de un hecho punible.
En caso de duda acerca de la procedencia de la incautación, el juez podrá ordenarla por resolución fundada. Los objetos y documentos así incautados serán puestos a disposición del juez, sin previo examen del fiscal o de la policía, quien decidirá, a la vista de ellos, acerca de la legalidad de la medida. Si el juez estimare que los objetos y documentos incautados se encuentran entre aquellos mencionados en este artículo, ordenará su inmediata devolución a la persona respectiva. En caso contrario, hará entrega de los mismos al fiscal, para los fines que éste estimare convenientes.
Si en cualquier momento del procedimiento se constatare que los objetos y documentos incautados se encuentran entre aquellos comprendidos en este artículo, ellos no podrán ser valorados como medios de prueba en la etapa procesal correspondiente.”
Parece coherente sostener, entonces, que tanto el derecho como el deber de resguardar el secreto profesional comprenden los documentos, papeles, fichas, etc. mencionados en el art. 220 y que también infringe el derecho el profesional que entrega estos objetos o documentos.
Se entiende que se requiere una relación profesional en cuyo seno se haya recibido la información que se protege. Por lo tanto, una cuestión de interés práctico o probatoria será la determinación de si se ha entablado o no dicha relación.
Las normas anteriormente revisadas tienen una finalidad de orden público, cual es proteger la confianza en determinadas profesiones. Creemos que este valor, la confianza, merece una especial protección porque nos parece valioso y nos parece que si no se protege el daño para la sociedad es superior al beneficio de obtención de verdad que pudiera lograrse en determinados casos.
Una cuestión que hace problemático el ejercicio de este derecho es que salvo en algunas profesiones (abogacia, medicina, periodismo) o en el sacerdocio (secreto de confesión) en otras disciplinas se carece de reflexión a este respecto y se han desarrollado pautas de trabajo bastante alejadas de este estándar normativo.
Así ocurre con los psicólogos, trabajadores sociales, sociólogos, antropólogos y demás disciplinas, que en su desempeño profesional se ven en una relación profesional con un cliente y conocen en este carácter información personal, quedan también cubiertos, amparados y obligados por la normativa antes citada, pero que carecen de formación en esta clave cuestión de ética profesional.
La primera pregunta entonces es si tienen los docuemntalistas la calidad de sujetos de este derecho-deber del secreto profesional, que, como hemos visto, es amplio y no está circunscrito al periodista.
Si lo tiene, la segunda pregunta es si en este caso concreto la Sra. Varela era sujeto activo de este derecho-deber y , por tanto, puede ejercer las acciones para proteger este derecho.
Lo que tu expertise podría aportar es si, para el caso de un documentalista,
hay un valor detrás de esta norma, cuál es la confianza pública que nos parece valiosa en este ámbito profesional.
Un abrazo
Francisco,
Impresionante el razonamiento legal. Muy clarificador. Me parece muy claro que el trabajo documental, como el de cualquier investigación social, hay circunstancias en que requiere mantener en secreto sus fuentes y materiales de trabajo como una manera de proteger a quienes han brindado un testimonio o han expuesto su intimidad para ser grabados o filmados. Hay un pacto tácito entre el documentalista y sus fuentes documentales, a tal punto que es una práctica común que quienes aparezcan en un documental a menudo se les pide que expliciten esa relación y exista una autorización firmada para que se pueda ocupar su imagen en un trabajo documental, y muchos materiales son dejados fuera en el proceso de edición precisamente para proteger al sujeto documental. Lo curioso es que este caso es tan atípico que no había ocurrido un caso en el que judicialmente fuera necesario explicitar esa relación entre el documentalista y sus materiales. Me imagino que más lectores de este blog puedan dar cuenta de esa relación.