Esta nota fue escrita para revista RTV, del cable de VTR, para aparecer en julio. -GM
Los dos brazos de Hitchcock
Sir Alfred Hitchcock, el director de cine más famoso de la historia, el creador del suspenso, las películas de catástrofe y los asesinatos en la ducha, entre otras pesadillas, falleció hace ya 25 años. Pero sus películas siguen vivas e imparables. Por fortuna, este mes Cinecanal Classics exhibirá dos de sus cintas más extremas, dos ejemplos de cine puro: «Psicosis» y «Marnie, la ladrona».
Gonzalo Maza
Hay muchas y muy buenas razones para ver (y volver a ver) “Psicosis” y “Marnie, la ladrona”. Aunque a primera vista no lo parecen, ambas conforman un magnífico programa doble: no hay dos películas de Hitchcock tan distintas y tan similares a la vez; en conjunto, ambas dibujan las fronteras de su cine. “Psicosis” (Psycho, 1960) es la película más famosa y exitosa del director británico y, probablemente, la más citada, analizada, copiada y ultrajada de la historia; “Marnie, la ladrona” (Marnie, 1964), en cambio, no tuvo éxito alguno, fue ignorada y despreciada por público y crítica, y aunque incluso hoy es incomprendida, trae consigo una pesada carga de angustia y represión.
Janet Leigh y Tippi Hedren, las protagonistas de ambas películas (quienes curiosamente en el futuro serían madres de otras dos exitosas actrices, Jaime Lee Curtis y Melanie Griffith), son dos versiones de las llamadas “rubias hitchcockianas”: mujeres inteligentes, ambiciosas, cargadas de sexo y que sienten que pueden ganarle al mundo. Ambas, en estas dos películas, son también ladronas. Roban el dinero de sus jefes y arrancan. Y a partir de estos actos, ambas serán escoltadas por dos sexópatas obsesivos: el reprimido Anthony Perkins en “Psicosis”, y el aparentemente comprensivo Sean Connery en “Marnie”.
De “Psicosis” se han escritos numerosos libros, y de “Marnie” apenas se habla. “Psicosis” es el lado iluminado de Hitchcock (su truco más perfecto, nada menos), y “Marnie” es su lado más oscuro, la ausencia del truco, lo más espeso de su cine, donde salen a relucir sus hendiduras más personales, su obsesión más histérica. Ver las dos películas, como lo ofrece el cable este mes, puede darnos una idea más o menos clara de qué clase de películas hacía Alfred Hitchcock. Su cine cuelga de estos dos brazos, así como a menudo cuelgan de sus brazos los héroes hitchcockianos. “Psicosis” es una popular y tenebrosa fiesta a la que estamos invitados; y “Marnie” es una travesía no solicitada, casi por error, a la bodega subterránea de la misma casa.
“PSICOSIS”: LA CONCIENCIA MALDITA
Vamos por parte: Marion Crane (Janet Leigh) no es ninguna santita. Es una zafada. Desde el comienzo podemos verla en la habitación de un hotel, apenas vestida con sostenes, conversando con su amante. La hora de almuerzo es la única que tienen libre para verse. Tienen sueños en común. Pero, tal como lo insinúan los rayos de luz que atraviesan la persiana de la habitación, están atrapados. Si tan solo… si tan solo tuvieran el dinero para hacer una vida juntos. Si tan solo el destino les diera una mano, podrían ser felices. Marion Crane lo piensa. Se viste y vuelve a trabajar.
Y el destino le da la mano. Como si fuera un favor no solicitado, Marion se encuentra con un turro de dinero, que no es suyo, claro. Su deber es ir y depositarlo. Pero es viernes. Y no hay nada mejor que comenzar una nueva vida cuando comienza el fin de semana.
Marion arranca frenética con el dinero. Decide desaparecer. Vende su auto y compra otro nuevo, pero está tan nerviosa que el vendedor sospecha. En la carretera anda a tanta velocidad que un policía la detiene. Marion tiembla. Acosada por sus pensamientos y una creciente paranoia, en mitad de la noche y empujada por una persistente lluvia, detiene su auto en el camino. Llega a un motel, el desolado Motel Bates, atendido por un simpático y tímido muchacho, Norman (Anthony Perkins), aficionado a los pájaros y la taxidermia.
Seguir contando la historia no tiene mucho sentido. Se tiene que haber vivido un par de décadas en Marte para no saber que, más tarde, alguien es asesinado en una ducha, una escena irrepetible y canónica del cine. Tal es el poder de ese momento, que poca atención se pone a otras dos escenas poderosas de la película: las que ocurren justo antes y después de la ducha.
Antes, cuando el pillo de Norman espía a Marion mientras se saca la ropa, si nos fijamos bien, el hoyito en la pared está escondido detrás de un cuadro. Después de ver la película un par de cientos de veces, el crítico Donald Spoto descubrió que ese cuadro cómplice de Norman es una pintura de Rembrandt, llamada “Susana y los viejos”, y que está inspirada en una parábola bíblica en la que… tres viejos espían a una mujer que se prepara para bañarse, y luego la atacan sexualmente. Si es de Hitchcock, no es casual: ese cuadro ahí es un comentario sobre el voyerismo y sobre lo que veremos a continuación: la furiosa y desmedida consecuencia de esa represión.
¿Curioso? Repasemos ahora la escena post ducha: Norman llega al baño de Marion y no puede creer lo que ve. Retira el cuerpo, y limpia meticulosamente la sangre sobre los azulejos. Es sabido que Hitchcock filmó “Psicosis” en blanco y negro para lograr que la sangre se viera como manchas oscuras. Esta escena es la fundamentación de esa opción: en el diccionario hitchcockiano de símbolos, la mancha es un mecanismo de transferencia de la culpa. El ejemplo más recordado de este uso está en “El hombre que sabía demasiado”, cuando en Marruecos un hombre muere en brazos de James Stewart. El hombre va maquillado de negro, y cuando las manos de James Stewart quedan manchadas, está atrapado: ya no tiene otra que involucrarse en una conspiración de escalada internacional. En “Psicosis”, cuando Norman limpia las manchas de sangre del baño, está limpiando su propia conciencia. Sus propias culpas.
Para Hitchcock la represión sexual es el origen de la maldad en su forma más pura. La casa de Norman, la habitación de la madre en el piso superior, el subterráneo de horrores, son espacios físicos del reino del mal, un reino donde el sexo (no olvidemos, el mecanismo de reproducción humana) está callado, sepultado, embalsamado con todas sus nefastas consecuencias.
“MARNIE”, EL CUERPO MALDITO
Si “Psicosis” sólo podía ser hecha en blanco y negro, “Marnie, la ladrona” es una explosión de color en torno a una mujer. Una mujer de cartera amarilla y pelo azabache, que es el primer plano que vemos en la película. Una mujer, que frente a un lavamanos, saca el color negro de su cabeza y vuelve a teñirse brillante como rubia. Una mujer con una curiosa fobia al color rojo, y con rutilantes trajes celestes, blancos y negros, que esconden un cuerpo con un espantoso secreto.
Marnie es el opuesto perfecto de Marion, de «Psicosis»: Marion roba por necesidad; para Marnie es casi una profesión. Marion es una mujer liberada sexualmente (y ello es el pie inicial de su condena); Marnie es virgen, no por opción, sino por el pánico que le causan los hombres. Esto la transforma también en el opuesto perfecto de Norman Bates: si la represión sexual de Norman es el origen de toda su tragedia, es una secreta tragedia del pasado lo que ha generado la frigidez sexual de Marnie. El complejo mecanismo que funciona en la cabeza de Marnie es un misterio para Mark Ruttland (Sean Connery, justo entre medio de “De Rusia con amor” y “Goldfinger”), un millonario y zoólogo aficionado que descubre los delitos de Marnie… y decide casarse con ella.
“Marnie” es una película compleja y fascinante. Es una película sobre una mujer sin deseo que es, en sí misma, un objeto del deseo. Si “Vertigo” era una carta de amor a una mujer inexistente, “Marnie” es una carta de amor a una mujer inalcanzable. Algo de lo que sabía bien Hitchcock: de acuerdo a la leyenda, la película fue preparada para ser el regreso de Grace Kelly al cine, quien había dejado atrás Hollywood (y a su director) tras casarse con Rainiero y transformarse en la Princesa de Mónaco. Kelly, según Donald Spoto, siempre fue el amor secreto de Hitchcock, y para su reemplazo, solo otra mujer podía tomar su lugar: Tippi Hedren, la protegida del director desde “Los pájaros”, y también el foco de sus afectos no correspondidos. Entonces, la carta de amor de un director como Hitchcock solo puede dar como resultado un relato plenamente cinematográfico. Como lo llama el respetado crítico Robin Wood, es cine puro.
La pureza de ese cine está viva a cada momento en “Marnie, la ladrona”, de una manera casi expresionista: cuando la opresiva madre de Marnie se aparece como un espectro en la habitación de su hija; cuando, en medio de una tormenta de lluvia y viento, un árbol entra por una ventana, y Mark y Marnie se dan el primer beso, que vemos de tan, tan cerca, que casi hace partícipe a los espectadores; cuando Marnie roba la caja fuerte sin saber que una mujer de la limpieza puede descubrirla; cuando Mark decide romper con la virginidad de Marnie, con tanta violencia como delicadeza; cuando Marnie sufre un accidente en su caballo y debe sacrificarlo; y, por supuesto, cuando Marnie, como Scottie en “Vertigo”, sufre de sus coloridas alucinaciones. Es la compilación de todos estos momentos los que hacen ver, aún ahora, con nuevos ojos el cine hitchcockiano. Y hace compartir la opinión de Robin Wood: “Aunque suene arrogante, a quien no le gusta “Marnie” no le gusta realmente Hitchcock; y quien no ama “Marnie”, no ama realmente el cine”.