Después de una larga seguidilla de recomendaciones finalmente vi anoche «Te creís la más linda» de Che Sandoval, película salida de la Escuela de Cine de Chile. Es una comedia juvenil acerca de un tipo muy destartalado que está necesitado de afecto y deambula por la noche santiaguina teniendo conversaciones absurdas con otros tipos tan necesitados como él. Los diálogos de Sandoval son chispeantes e impredecibles, y en buena parte son el combustible que hace andar una premisa que de otra manera sería esteril y obvia. Cuando parece que una escena puede ser insustancial, viene una línea de diálogo que viene a resucitar la película y hace explotar las risas como pólvora. La otra parte la hace Martín Castillo, quien interpreta al extraviado Javier de la película, y lo insufla de una frescura que recorre todas las escenas. Es curioso, pero el potencial comercial de «Te creís la más linda» (la adolescencia de su comedia, la naturalidad del mundo cuico abajista que retrata) está atrapado por (pero también, es producto de) todo aquello que quizás haga imposible que llegue a las salas: la factura indie del video, algunos diálogos incomprensibles en la postproducción, y cierta confusión entre el feísmo y la choreza. Curiosamente, carece de los valores de producción que son tan atractivos para llevar al cine a los mismos sub 20 que van a las multisalas todas las semanas. Es menudo desafío el que debe imponerse el productor que decida darle salida comercial a la película; y sin embargo, la necesita o está destinada a ser una más de las películas de culto que rescatemos en 10 años más.
«Madrill», por su lado, puede estar atrapada por un conjuro de la misma estirpe: es víctima de su mismo ímpetu de crear simpatía a través del guiño a lo freak y lo popular. Es curioso, pero desde siempre me ha parecido que este ha sido el punto más débil de «Kiltro» y «Mirageman» (en esta última resuelto de manera más inteligente, y por tanto, hasta ahora es la más lograda de la dupla Díaz-Zaror): ese chiste tontorrón que sirve para prender el fuego de la comedia, pero que no es suficiente para sustentar la estructura de un largometraje si no es sólida la construcción de los personajes. La gracia de «Mirageman» estaba en la genuina fabricación de un héroe por accidente, torpe en sus motivaciones pero preciso en sus golpes de karate. En «Mandrill», esos golpes de karate son aún más precisos y a ratos no tienen nada que envidiarle a cualquiera cinta de acción del circuito comercial, pero el personaje está apenas construido y lo que tenemos a cambio en una serie de guiños y chistes que se queman con la rapidez del papel del diario. La risa de las situaciones irónicas que hay en la película, entonces, al cabo de un rato, se empiezan a transformar en muecas, y la película no encuentra nunca su camino con demasiada precisión.
Sin embargo, dicho todo lo anterior, el potencial comercial de «Mandrill» es mucho mayor de las dos anteriores y probablemente sea la más exitosa de las cintas de la saga, y se explica eso por una sola razón, la misma que tiene atrapada a «Te creís la más linda» en un dilema: los Díaz-Zaror se toman en serio los valores de producción, y la película se interna en un espíritu setentero al estar rodada en buena parte en un lujoso hotel de Perú (me cuentan ahora, propiedad de una tía de Zaror), por tener la inteligencia de aprovecharse de los malos diálogos para utilizarlos como una marca de siutiquería del personaje principal, y en particular, por la excelente fotografía de Nicolás Ibieta, que hacen parecer la cinta una gran producción aunque es bien seguro que se haya hecho con un presupuesto bien magro.
Son maldiciones opuestas las que cubren a ambas películas: los valores de producción que carece una, son directamente proporcionales a la construcción de los personajes de la otra. La visión más amplia es siempre un bien escaso, no importa los ímpetus y los esfuerzos de cada cual. Y sin embargo, ambas son películas que disfrutarán muchos en los próximos meses.