Mientras Luis Buñuel y Salvador Dalí fueron amigos, hicieron dos películas: «El perro andaluz» y «La edad de oro». Ambas (junto a «Las hurdes») fueron exhibidas hoy lunes en el puntapié inicial de la estupenda retrospectiva que están mostrando en el Centro de Extensión de la Universidad Católica. La primera la hicieron en conjunto; para la segunda Dali se consiguió la plata, Buñuel la dirigió en solitario y ambos la escribieron.
«Un perro andaluz» (Un chien andalou, 1929, 16′, exhibida a partir de un DVD) es un hito del cine como hay pocos en la historia, y verla hoy sigue siendo desde sus primeros minutos una experiencia audaz y violenta. Los primeros 50 segundos de metraje son una declaración de principios del surrealismo, y por lo menos a mí siempre me pilla de improviso: nunca estoy preparado para esa secuencia de planos en que una mujer con toda tranquilidad deja que el mismísimo Buñuel le rebane el ojo con una navaja que estuvo afilando con mucha parsimonia. Un ojo gordo que suelta un líquido transparente declara que el gore nació de la mano de los pintores, del surrealismo y de las pesadillas. Luego, el hombre vestido de monja andando en bicicleta, la mano con un orificio negro en la palma lleno de hormigas, la mujer que es atropellada en la calle, el agarrón frontal de las pechugas y el culo de la protagonista, el burro podrido, Dali vestido de cura, y esa puerta que da a la playa, a la felicidad falsa del amor romántico cuando todos terminaremos muertos -no importa donde- son un torrente sensual y animal de gestos incomprensibles y puntudos que marcaron el camino para un cine que llegaría casi cuatro décadas después.
Vengo empecinado en revisar la retro de Buñuel completa. Por esos defectos naturales de la cinefilia, traigo conmigo la mochila de sus películas francesas que son las que pude ver hasta ahora, por un tema de acceso y de interés universitario. Su etapa mexicana (que es la más completa de esta muestra) es la que menos he visto, y quizás por eso es que trataré de hacer la digestión de estos visionados a través de este blog.
Es raro, porque el Buñuel de su etapa más final y francesa siempre me pareció estar practicando un chiste sofisticado y doloroso a una sociedad autosatisfecha y absurda. «El fantasma de la libertad» (1974) editada en Chile en VHS por el desaparecido Video Lax a finales de los ochentas, una de sus últimas cintas, fue la primera película Buñuel que vi en mi vida y hasta hoy recuerdo con nitidez ese gag de los comensales que se juntan a defecar en familia en torno a una mesa, pero se encierran en un cuarto pequeño para comer (lamentablemente la película no está en el ciclo, así que pasarán aún más años antes de que la vuelva a ver). Pero, ahora que lo pienso, es como si por primera vez me diera cuenta de que la raíz de este desencuentro buñueliano entre ateismo y religión, entre deseo y tortura, entre burguesía y miseria, me fijo ahora, es atávica al componente salvaje de nuestra condición, como si solo pudiéramos tener pesadillas porque alguna vez fuimos animales extraviados.
Ese extravio está vivo en «La edad de oro» (L’Âge d’or, 1930, 60′, DVD): que es más rara todavía que «Un perro andaluz». La película parte como documental de Nat Geo enfrascada en mostrar la condición guerrera de los escorpiones, casi dada por la perfección de su estructura ósea. De ahí pasa a mostrarnos a un miserable personaje cercano a un acantilado frente al mar, rodeado de obispos católicos, que apenas camina, cae varias veces, para llegar a una pequeña casa donde hay más mallorquinos desadaptados como él. Sus pequeñas armas son una cuerda sin fin, y como dice uno de los que delira al interior, «acordeones, hipopótamos, ganchos para trepar». De ahí pasamos a un grupo de políticos locales que llega al sector a visitar el terreno santo, pues allí yacen los huesos de los obispos que vimos al comienzo, aún con la ropa puesta. Interrumpe los discursos los quejidos sexuales de una mujer que hace el amor en la playa. Ante el exabrupto de la pareja, la turba los ataca y se llevan detenido al hombre, sin que antes este patee a un perro y pise una cucaracha. Nos dicen que -entonces- allí se puso la primera piedra de Roma y el Vaticano. Entre medio, las imágenes de la tasa de un water y lava incadescente de un volcán interrumpen la película.
En la segunda parte, en esa Roma donde las casas se derrumban solas, y un hombre camina con una piedra en la cabeza, dos «oficiales» conducen al detenido por la ciudad. El tipo ve los avisos impresos de prostitutas en carteles publicitarios, se desliga de los oficiales mostrandoles un papel que dice que es funcionario internacional, y se sube a un taxi (justo antes de botar a un ciego de una patada). La mujer insatisfecha ahora parece vivir en la casa de los Marqueses de X, que hacen una fiesta en la casa. El anfitrión tiene moscas que le caminan por la cara, hay un carruaje en mitad del salón y sale fuego de la cocina mientras un cuidador le dispara a un niño en el patio. La mujer tiene que sacar a una vaca que duerme en su cama, y cuando se encuentra con su hombre, parte a hacer el amor a los jardines mientras los invitados a la fiesta asisten a un concierto. Él le acaricia la cara con una mano sin dedos. Su cara se llena de sangre que después desaparece. Como no consuman, la mujer se queda excitada dandole un fellatio a dedo del pie de una escultura del jardín, hasta que el director de la orquesta deja el concierto y se queda con la mujer. Despechado, el tipo llega hasta su pieza y desde ahí lanza por la ventana un árbol en llamas, un obispo católico (como los que aparecen al comienzo), un azadón para bueyes y una jirafa de madera negra. Finalmente, la película termina con la imagen de un castillo del pecado donde reside un tipo con barba y túnica blanca muy parecido a Jesús, y que no es otro que el Marqués de Sade. (de acuerdo a Wikipedia, el momento más polémico de la cinta, que la tuvo prohibida por años).
La tercera película de esta jornada es «Las Hurdes: Tierra sin pan» (Las Hurdes, 1933, 30′, DVD), un clásico documental (o falso documental, o mejor, un documental ‘exagerado’) donde Buñuel se dedica a hacer el relato de un árido sector de España, compuesto por 52 pueblos y unos 10 mil habitantes, donde la miseria está viva como en la prehistoria. Primero pasa por La Alberca, un pueblo cercano donde cuelgan calaveras de las casas y donde se hacen fiestas donde los jinetes le arrancan las cabezas a unos gallos que cuelgan de unas cuerdas. Ya adentrado en Las Hurdes, el panorama es desolador y atractivo por su feroz miseria: «No hemos oído cantar a nadie», relata Buñuel. Los locales viven en torno a riachuelos de aguas repugnantes donde se bañan los chanchos y los niños remojan el pan para comerlo. La única ropa que tienen la traen los que tienen la suerte de viajar a Andalucía y Castilla, donde se dedican a ser mendigos y conseguir ropa regalada para traerla al pueblo, que cambian por comida. Los colegios, llenos de niños abandonados, solo sirven para dar la enseñanza moral-económica: «Respetad los bienes ajenos». Viaja el equipo documental a otro poblado donde «un coro de toses nos recibe». Las mujeres enferman a menudo de bocio y es tal la falta de comida en el verano que comen «cerezas verdes que los enferman». La única carne que logran comer es una vez al año, cuando los más acomodados sacrifican a un chancho, o cuando desde los cerros una cabra se tropieza y cae al vacío (en una secuencia recosntruida, en plano cenital, donde vemos caer a la cabra ya muerta, dando botes por el costado del cerro).
Después de ese largo retrato de la miseria infinita (donde «el único lujo está en las iglesias»), Buñuel describe a los montañeses del sector. «Enanos y cretinos abundan en las altas cumbres», dice, «cretinos nacidos de la deformación genética del incesto». Ese momento de humor negro, y que a uno le hace recordar los documentales falsos como «Zelig», es interrumpido por su momento más salvaje, cuando se llega a fondo: Buñuel filma el ritual funerario de un niño muerto, un niño pequeño del cual vemos su cuerpo y su cara, y que ante la ausencia de cementerios en el sector, debe ser llevado después de largos kilómetros de caminata a un río donde se lo deja flotar.
Una anciana le habla a la cámara: nos dice que «no hay nada que mantenga despierto mejor que pensar en la muerte». «Las hurdes» es la viva encarnación de esa miseria ontológica, esa pobreza inescapable, esa demencia cotidiana teñida de sobrevivencia. Son conocidas las iras que despertó la película en los habitantes de Las Hurdes, pero Buñuel está menos interesados en ellos que en aquello que explicitan con su retrato exagerado: la expresión salvaje de una humanidad que debe volver a verse a los ojos para descubrir el rastro de su sentido. Buñuel, en adelante, seguirá caminando por ese camino.
El programa triple de «Un perro andaluz», «La edad de oro» y «Las hurdes» se vuelve a exhibr hoy martes a las 4 de la tarde.