Esta es la columna que publiqué hoy en La Tercera (en contraposición a la de Héctor Soto) sobre los 50 años de «Sin aliento» y los 80 años que cumplirá Godard a fines de año.
Poética, no política
No es tan inusual tenerle cuentas pendientes a Jean-Luc Godard. Más de algún espectador debe guardar resentimientos contra esa máquina de escribir metralleta que disparaba golpeteos en la impactante “Historie(s) du cinema”, una película de 4 horas y media, dividida en ocho segmentos, que por una fortuita edición en DVD pudo verse en Chile hace un par de años. Ahí está Godard reflexionando sobre el cine desde su apacible escritorio, y ahí está su máquina de escribir eléctrica machacando la banda de sonido, poniéndole los clavos al ataud, porque Godard ha decretado que el cine -“ese arte del siglo XIX”, como él lo llama- ya está muerto. Con este gesto, Godard se ha proclamado el asesino, el médico forense, el sacerdote del responso y el sepulturero. La frase, por cierto, es molesta. Todo buen cinéfilo está en derecho de ponerse de pie y mandar al demonio a este suizo aireado. Y en el momento mismo de ese acto ante la provocación godardiana, todo cinéfilo puede sentirse un poco más conservador que antes.
Hoy, cuando está a punto de cumplir 80 años, Jean-Luc Godard ha sabido mantener fresco el alcohol ardiente que quema los gluteos de los más liberados. Hace mucho rato que Godard ha dejado de hablar como Godard, se ha negado a asumir el rol de acusador profesional que le confieren las sociedades a los intelectuales, esa tarea ingrata de apuntar con el dedo las tonteras y los olvidos de las naciones. Parece haber dicho, no, para qué. Si va a ser incomprendido, que sea por sus obras. Como artista incombustible, como observador meticuloso, como creador de formas, Godard resume en sí mismo más épocas y periodos que la obra cultural de una veintena de países. Desde Brecht a Mao, desde Dziga Vertov a Vietnam, desde sus obras en video (cuando el formato era despreciado) hasta el patchwork tejido en la sala montaje (que es a lo que está dedicado en la actualidad), Godard hace que cada plano de sus películas quede resonando en sus espectadores, por una imagen, por una frase al viento, por una referencia extraviada. Personaje borgiano sin entender a Borges, amigo y enemigo de sus amigos de toda la vida, Godard nunca está extraviado, nunca se rinde ante su propio ego (aunque pueda parecer lo contrario) ni está esperando homenajes tardíos y siempre equivocados.
Pero más allá de hacer especulaciones de lo que pasa por la cabeza del director, quizás la mejor apología no esté presente en sus películas completas, sino que en sus partes, en planos que las componen, fragmentos de fragmentos que adelantaron la fragmentación visual en la que vivimos sumergidos. Godard siempre supo estar por encima de “la política de los autores” y, tal como recuerda Adrian Martin en “¿Qué es el cine moderno?” se ha entregado a consolidar con cada uno de sus planos algo mucho más atractivo y duradero: una “poética” de los autores.
Tal como especulaba Luc Mollet en su película “El prestigio de la muerte”, lo peor que podría pasarle a cualquier cineasta sería morir el mismo día que Godard. No porque sea imposible enfrentarse a la pesadez de su leyenda, sino porque -como han demostrado sus filmes- a diferencia de la materia, Godard nunca se destruye ni se transforma: solo crea.
Gonzalo Maza