La noticia del fallecimiento del sueco Ingmar Bergman (hoy lunes, a los 89 años, mientras dormía en una de sus islas cercanas a las costas de Suecia, aún convaleciente de una operación a las caderas que le hicieron en octubre pasado) es lo más invernal que puede uno escuchar en un día frío como hoy. Bergman era el director venido del frío: supongo que pasar seis meses de invierno durante tu infancia no te permite filmar cualquier cosa. Los cielos grises, las playas gélidas con un mar denso y calmo, los interiores hambrientos de luz, los rostros pálidos de ojos grandes, el rojo intenso de las cortinas, las paredes y las frazadas. Para Bergman la tímida luz que podía entrar por las ventanas era oro líquido. Sólo cuando vives es la oscuridad puedes ser tan sensible a la luz. Y es en la oscuridad donde las alegorías cobran vida sin aproblemarse demasiado: la muerte puede jugar al ajedrez en cuanto su figura parece dibujada en el paisaje; parejas pueden intentar reconciliarse entre sábanas ruidosas y cocinas resquebrajadas, pero no van a llegar muy lejos. En Bergman el paisaje físico es el espejo de la crisis interna; y sin embargo, ese viento gélido, esas personalidades intensas y esos páramos existenciales producen cierta sensación de compañía.
[De las frases de condolencia expresadas por el mundo cinéfilo mundial la que más me llama la atención es la del director del festival de Cannes, Gilles Jacob: «Fue el último de los grandes porque probó que el cine puede ser tan profundo como la literatura». ¿Cómo alguien que dirige un festival de cine puede decir una sandez tan grande?].
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