Desde hace un tiempo que me ha tocado escuchar este comentario: «¿Qué vas a hacer ahora que estás involucrado con una película que está en cartelera? ¿Vas a seguir criticando películas chilenas?». La pregunta parte del supuesto de que, por participar en una película (esta vez, en calidad de coguionista de «Navidad» de Sebastián Lelio, que se estrena en agosto) ya tengo intereses involucrados en el mundo del cine comercial, y por lo tanto, eso me hace «perder objetividad» respecto a las demás películas que están en cartelera. Digamos, podría decir que las otras películas son malas para ayudar a aquella en la que fui parte. O bien, podría apoyar otra película que podría favorecerme en el futuro, si tengo ganas de trabajar como guionista para ese director o productor.
Es decir, habría una incompatibilidad entre hacer crítica de cine y hacer cine, y que debería optar por una de las dos labores.
No niego que el tema me ha hecho pensar mucho en los últimos meses, y quizás «lo ético» sería dejar de hacer crítica para no provocar malos entendidos a futuro, e incluso, para defender mi fuente laboral de guionista. Es, digamos, una duda legítima.
Pero mientras más me acerco al mundo del cine (ahora como guionista, y quizás en el futuro como director) más claro me queda que esa incompatibilidad es más aparente que real, y que esa supuesta incompatibilidad está fundada en un supuesto errado sobre lo que significa hacer crítica de cine (ya sea en este blog, en un podcast o en un diario).
Empecé a escribir sobre cine hace más de 10 años. Primero en El Mercurio, luego en revistas (como Mabuse) y ahora en La Tercera, todos los jueves. Y siempre he sentido que la crítica de cine se sustenta no en la «objetividad» sino que en la lógica argumentativa. Una crítica es válida no porque intente ser objetiva (digamos, dice lo bueno o lo malo que pueda tener una película, independiente del gusto personal), sino que todo lo contrario: una crítica es válida precisamente en cuanto permite iluminar, desde la argumentación, aquellas filias y fobias propias del que escribe con la mayor claridad posible. Un crítico no es un ser majestuoso que es capaz de sumergirse en un bálsamo de rigor estético antes de comentar una película; más bien, un crítico es alguien tan prejuicioso, mañoso, descreído o apasionado como cualquier espectador. Lo único que valida sus comentarios es su capacidad de construir un texto de cierta prolijidad argumentativa: expone su hipótesis sobre la película que le ha tocado ver, y se apoya en pruebas que otro espectador puede encontrar ciertas o equivocadas sobre la misma película. Una buena crítica, por lo tanto, funciona como una reflexión abierta al escrutinio del lector, y su validez se la concede el que lee a partir del seguimiento que haga de esos argumentos.
Eso explica que uno pueda valorar el análisis crítico de alguien que ha odiado una película que amamos, o viceversa. Que estemos de acuerdo con un crítico da exactamente lo mismo al momento de analizar sus capacidades. Sus textos, de hecho, son independientes de su persona, por lo menos a ese nivel. Solo los años, y el seguimiento detenido de la obra de un crítico, nos permite avizorar que tiene una posición sobre el cine que va más allá de lo puramente estético. Por cierto, muchas veces, su mirada de las películas son solo una extensión de su mirada del mundo, que no es solo estética; también es política, y si los textos lo permiten, filosófica.
Entonces, lo que importa es el texto. Es el texto el que debe sustentarse por sí mismo, más allá del nombre, trabajo, amigos, familiares o currículo del que escribe. Un mal texto, que solo enuncia pero no justifica sus enunciados, que no da pruebas de lo que dice, no tiene más peso porque haya sido escrito por el mejor experto de cine, así como tampoco una película pobre tiene defensa por la carrera del cineasta que la hace, o peor, por las «intenciones» que tenía antes de emprender la obra. Las buenas películas (y las buenas críticas) se defienden solas: no necesitan abogados ni apologistas. Conocer la obra de un director o escuchar sus entrevistas solo son elementos que permiten atar cabos, construir nuevas hipótesis sobre lo que creemos que es la visión de mundo que tiene un autor, pero no validan aquello que es lo concreto: la película (o la crítica) misma.
Esto se entiende con mucha claridad en otras disciplinas: está lleno de editores y críticos literarios que también son escritores; buena parte del análisis político al que nos vemos expuesto vienen de personas que tienen militancia en partidos políticos, o pertenecen a un gobierno, o a una organización con legítimos intereses respecto a la opinión pública. Y sin embargo, la calidad de sus argumentos debe sustentarse por sí misma. Podemos sospechar de sus textos (la sospecha, en el arte y la política siempre es sana) pero no podemos invalidar lo que dicen solo porque tienen intereses. O por lo menos, no a priori, no sin antes haberlos leídos o escuchados.
Así que hacer películas o escribir películas no es, ni tiene que ser, un impedimento para seguir en la crítica de cine. Así por lo menos lo sigo viendo yo. Es más: incluso me parece un valor adicional. Es solo una experiencia de vida más dentro de las cientos de experiencias que tiene el que escribe, y quizás, es una que le permite ver los procedimientos fílmicos (la puesta en escena, la estructura narrativa, la calidad interpretativa) desde una perspectiva más cercana, sin que eso tenga que traducirse en que sea más «permisiva», «leve» o finalmente, «acrítica».
Aún así, creo que este tipo de visión sigue siendo incomprendida. Hay quienes seguirán diciendo que como crítico ahora tendré agendas ocultas, que hablaré mejor de las películas de mis amigos y peor de los que no son mis amigos. Peor esos comentarios se quedan solos en los enunciados, y se fundamentan en animosidades personales que si uno se pone a escucharlos, solo congelan, inmovilizan, desacreditan torpemente esa pasión inicial que me hace escribir de cine, y que me lleva ahora también a querer hacer cine.
He tomado, por lo pronto, algunas decisiones para evitar la ligereza de esos comentarios. No dejaré de comentar películas chilenas, pero me parece prudente no hacer un comentario analítico de las películas en que me vea involucrado. Ahí entra otro aspecto: el puramente personal que lo involucra a uno que la obra hecha y, me consta, está lleno de puntos ciegos que a uno lo bloquean ante la propia obra (aunque esto es también relativo: sigo pensando que «XS, la peor talla», una película en la participé en la historia original, es una cinta fallida). Pero esa visión solo la da el tiempo y es difícil abstraerse de ella cuando está recién terminada. También he decidido que tampoco comentaré películas que se estrenen en la misma semana que «Navidad», por ejemplo: ahí hay variables comerciales que quiero saltarme, y si bien, puedo intentar argumentaciones válidas con esas películas, me parece que también pueden ser incomprendidas.
Pero no mucho más: sigo pensando que hay algo demasiado fascinante en hablar de películas y criticarlas, y no me parece justo que tener ánimo de seguir escribiendo o dirigir una en el futuro, tenga que traducirse en una castración voluntaria. Es verdad que esto no me traiga demasiados amigos y hasta me afecte en lo laboral (dudo que un director o productor de una película chilena que me parezca horrible tenga demasiado interés de llamarme a trabajar con él), pero esa es ya otra historia. Peor sería que las encontrara todas buenas para ganarme amigos o fuentes de trabajo. Eso quizás me haría la vida más fácil, pero creo que ahí sí que debería despedirme de este negocio, si bien no por ser un mal crítico, sino que por algo peor: por ser un crítico cobarde.
Por supuesto, están en todo su derecho de estar en desacuerdo conmigo. Para eso están los comentarios.