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RUIZ: Lo que me quedé pensando después de ver «Días de campo»


Esta idea no es mía, es de Udo Jacobsen, profesor en el Instituto Arcos, cinéfilo y motor del sitio Fuera de Campo. Tuve la suerte de compartir una cerveza con Udo, y Renato Villegas (de Chileindependiente) y José Luis Torres Leiva (el director de «Obreras saliendo de la fábrica») el sábado en la noche, después de la función de «Días de campo». La idea de Udo, que quiero ocupar acá con su permiso, es el punto de partida de lo que quiero decir: las películas de Raúl Ruiz están estructuradas de manera muy parecida a las páginas web.

Son hipertexto.

Si se quiere, un hipertexto cinematográfico. Son películas contruidas en base a links. Su gramática no es lineal: es multidimensional. De cada diálogo entre personajes, o sonido de fondo, o frase disparada al aire, o decorado en las paredes (no exagero, de cada uno de los elementos que componen sus planos), nuestra atención puede saltar hacia otro lado: una referencia literaria, o la conexión con alguna pintura (la foto de acá al lado es un plano de «Días de campo»: impresionismo a partir de un vidrio esmerilado). El enlace puede ser cinéfilo (muy especialmente con el cine B, y el cine negro) o cultural (en particular, Ruiz conecta los imaginarios de los árabes, chinos, franceses, suizos o turcos, como si todos fuéramos chilenos, como si el guiño risueño, o el juego de palabras, o las contradicciones lingüisticas y los eufemismo fueran patrimonio universal… No quiero alargar más este paréntesis, pero los espectadores chilenos estamos en ventaja con respecto a cualquier otro espectador de Ruiz: nos damos cuenta mejor que nadie de que ese absurdo cotidiano, esa contradicción entre discurso y realidad, esa impasibilidad ante lo extraordinario son parte de nuestro territorio vivencial, nos pertenecen).

Ver una película de Ruiz es una fiesta para la sinapsis cerebral: incluso para aquellos espectadores que se aburren.

Si uno se hace aficionado a esos estímulos (y no le importa no tener conocimiento ni de un cuarto de esos links), una película de Ruiz puede verse unas seis veces (por decir un número al voleo, pero que también es el número de funciones que tiene un plano, según Ruiz), y en cada pasada las capas que recubren capas se pueden ir resquebrajando, como si estuviera revelando el color con el que había sido pintada por primera vez una pared que se descascara.

Por supuesto, esto no explica la fascinación que produce una película de Raúl Ruiz. Más bien, puede explicar lo contrario. Un espectador habituado a la estructura dramática de los tres actos (es decir, todos nosotros), bien puede aburrirse con películas así de saltarinas, sin conflicto central, si no que, más bien, con variados conflictos elípticos, que van y vuelven en una misma película, casi como planetas orbitando alrededor de un sol. O varios soles.

Qué decir de la constante referencia cultural: tanta cita no solo puede parecer tediosa, sino que bastante angustiosa. Qué estoy haciendo acá que no estoy leyendo. Pero no hay que asustarse: Raúl Ruiz es lo que se llama un name-dropper, un lanza-nombres. Una raza de artista bastante inofensivo. No pretende abrumarnos con su conocimiento, ni reirse de una nuestra «ignorancia». Más bien, nos pide que le sigamos el juego de su propia sinapsis cerebral: como un niño que dice barbaridades en medio de la fiestas familiares para vergüenza de sus padres, Ruiz espera lo mismo de sus interlocutores-espectadores: una mezcla de fascinación y espanto ante la clase de desvaríos en los que puede adentrarse. Borgiano, nuevamente.

Ruiz lo ha dicho en varias entrevistas: «Para qué hacerlo fácil si se puede hacer difícil».

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Hipertexto hecho cine. No dejemos de lado todavía esta idea. Esta noción de hipertexto es la que hace que muchos espectadores simplemente se harten de sus películas, y se salgan de la sala a los 20 minutos, con mucha razón: una película, a diferencia de una página web, es visitada en un tiempo limitado, esto es, lo que dura la película. Podemos estar horas visitando y descubriendo los múltiples enlaces que nos encontramos en una página web; pero de comienzo a fin, no pasamos más de 90 minutos mirando «Días de campo». Hay otro punto: no todos los links son en sí interesantes. Muchas veces, encontrar una página llena de links nos abruma. Muchas veces, preferimos partir leyendo la página en general. Y luego, a veces, nos adentramos en los subrayados.

Por supuesto, el hipertexto es más antiguo que la internet. Nació con los ensayos y los textos académicos, que utilizan notas a pie de página o referencias bibliográficas. No hay nada novedoso en esta construcción en sí misma (autores como David Foster Wallace incluso ocupan las notas al pie de página profusamente como recurso en sus novelas y reportajes periodísticos, pero también, como una manera de imitar el proceso cerebral de la escritura). Es el lector el que descrimina qué pie de páginas leer, si acaso los lee. A veces, están efectivamente el pie de la página. Otras veces están al final del capítulo.

Las películas de Ruiz tienen marcadas las notas a pie de página, pero al pie de página no hay nada. Está en blanco, como para que nosotros podamos escribirlo.

Por eso, como digo, no hay que exagerar: el hipertexto no es un valor en sí mismo en el cine de Raúl Ruiz (ni en el de nadie); es más bien un síntoma, o si se quiere, un arma empuñada con otros fines. Cuando vemos una película de Ruiz, muchos de sus links quedan en el aire, no conducen a nada; otros, son retomados posteriormente más tarde en la misma película. Hasta el momento no he descubierto links entre sus películas, y si los hay son cirscunstanciales. De otra forma, esta sería la más triste constatación: que es un cine circular, autorreferente, ombliguista.

No me parece, hasta el momento, que ésa sea la idea. Pero que el hipertexto visual existe, existe. Esta constante vinculación, estas asociaciones libres casi deportivas, son «barnizadas» con dos elementos que dan la sensación de un todo, pero que abren nuevas ventanas: la música de Jorge Arriagada (que se pasea por el jazz, la sinfónica y el be-bop como Pedro por su casa) y la presencia de narradores en off que marcan el camino elíptico y laberintico del relato. Es así como encontramos en películas como «Hipótesis de un cuadro robado», o en «Un lugar entre los vivos», no uno sino que DOS narradores literarios: dos voces que conversan o se ignoran, pero que están en pos de la narración de los acontecimientos, o que completan los acontecimientos relatados con sus comentarios.

Quienes han estudiado las películas de Ruiz, como el australiano Adrian Martin, a menudo citan a Jorge Luis Borges (en especial, su cuento «El jardín de senderos que se bifurcan») y a Sigmund Freud (por las asociaciones libres definidas en «La interpretación de los sueños»). Incluso Walter Benjamin entra al ruedo. Pero el extravío y la errancia narrativas no son solo literarias ni solo oníricas. De hecho, podríamos discutir realmente que esto sea un extravío. Esta construcción sucia no es tampoco puro patchwork; por su propuesta, su obsesión y su método de trabajo, las películas de Ruiz me remiten con fuerza a la pintura pop del norteamericano Robert Rauschenberg. Pero, claro, nuevamente este es otro de los links posibles. Por sus entrevistas y guiños mediáticos se parece a Hitchcock; por la composición de sus planos es pariente de Orson Welles; por su gusto por los fantasmas y la construcción surrealista es puro Buñuel.

Ruiz, de nuevo, se parece demasiado a tantos y no se parece a nadie.

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Todo este enredo, este ir y venir y devenir, este hipertexto visual, lo dije más arriba, puede que sea un arma empuñada con otros fines. De momento, lo único que tengo claro es que un arma. Pero no tengo idea todavía para qué fines. (Cortázar escribió «Rayuela», y nadie se preguntó con qué finalidad). Lo que no invalida la pregunta: señor Ruiz, ¿por que hace usted las películas que hace?

Ruiz ha dado algunas pistas. En un largo ensayo publicado en 2004, Adrian Martin cita un par de entrevistas en las que el director habla de la retórica como velo.

Estoy fascinado por el hecho de que la retórica tenga tantas funciones: a veces toma la forma de modestia o de la vergüenza. Si se habla de algo muy personal, uno usa una forma retórica; es una suerte de velo.

Ese «velo», para Martín, y descubrí esta semana, también para mí, esconde una emoción intensa, profunda que es más grande que la retórica que pretende esconderla.

Es ahí cuando se vienen a la mente los mejores planos de Ruiz, sus mejores momentos que son grandes momentos del cine: por nombrar solo dos de esos momentos más cercanos, que más de nosotros hemos visto, podemos recordar el monólogo del profesor loco de «Palomita Blanca» y la conversación con el señor Rubio en «Días de campo», personificado por Ignacio Agüero (si no la han visto tienen que ir a verla ahora ¡ya! Es probable que mañana la saquen de cartelera). Estos monólogos son vitales en ambas películas. En apariencia parecen inconexos. Parecen verborrea pura. Pero… ¿que clase de personas son las que hablan demasiado sin decir lo que realmente quieren decir? Los que son muy modestos o los que tienen mucha vergüenza. Aquellas personas que preferirían desparecer.

En «Días de campo», es más patente aún. El monólogo de Agüero desencadena el final: se dio todas esas vueltas para decir que no tiene ganas de volver a ver a su madre (Bélgica Castro). La misma madre que estuvo a punto de morir para volver a verlo; la que es una abnegada empleada de una casa patronal que espera con ansias las cartas de su hijo. Acá las palabras, la retórica, están usadas como velo, para ocultar una intensa emoción. Corrido el velo, nos hacemos parte de esa emoción, y todas sus implicancias. Nos conmueve.

Y he aquí el descubrimiento: Ruiz es Agüero. Todos esos estudios y propuestas acerca del lenguaje cinematografico, todos los infinitos rodeos narrativos, todas las referencialidades multiculturales, las capas sobre las capas; todas esas películas imposibles de ver que hace Ruiz, son parte del velo de la retórica. Hay cosas de las que no podemos hablar directamente. Una pista clave de esta idea está en una de las citas que abren su libro «Poética del cine». Una cita es a Edgar Wind, un experto alemán en el uso de alegorías en el Renacimiento. Y dice:

«¿Qué es un símbolo? Decir una cosa y significar otra. ¿Por qué no decirlo directamente? Por la simple razón de que ciertos fenómenos tienden a disolverse si nos acercamos a ellos sin ceremonia».

A Ruiz le interesan «esos fenómenos que tienden a disolverse», y le interesa «la ceremonia». Su búsqueda es verdadera. Lo que hay detrás de todos esos «velos retóricos» es verdadero: es una emoción profunda, y muy humana. Toda la secuencia final de «Días de campo», los últimos 15 minutos, están cargados de pena, de «penita» chilena. La pena profunda del costumbrismo: la pena del lacayo fiel, esa pena que el patrón, en su soberbia, cree poder resolver como quien resuelve el menú diario de la comida. Pero que nada tiene que hacer ahí. Es, también, la pena profunda de Chile. La que tratamos de ahogar en bares de mala muerte con la tele prendida, y la que nos deja deambulando como fantasmas. Es esa la pena de la que no podemos hablar, o por modestia o por vergüenza. Lo único que nos queda, apenas, es poder evocarla, errantes, como fantasmas.

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Una última cosa: recién ahora, después de esta sobrecarga de películas de Raúl Ruiz que tuvimos esta semana (y que no pretendo terminar: acabo de arrendar «Diálogo de exiliados» en Bazuca), se me hace más claro el panorama. He quedado muy entusiasmado. El entusiasmo en una emoción bastante mirada en menos por la intelectualidad: se le considera ingenua y efímera. No creo que sea el caso. El entusiasmo (que he podido encontrar, además, en otros críticos que leo muy seguido, como Adrian Martín, Jonathan Rosenbaum y Quintín) viene quizás por el hecho de que estás películas lo dejan a uno como si le hubieran masajeado la cabeza tres veces por semana.

Esta suceción de posteos comenzó con un «¿Debemos tomar en serio a Raúl Ruiz?» (un chiste interno con Hitchcock y el libro de Robin Wood) y creo que a estas alturas, apenas diez días después de haberlo escrito, me doy cuenta que Raúl Ruiz dice las cosas que dice como una consecuencia más de su cine: al igual que lo hacía Hitchcock, Ruiz dice las sandeces más grandes como un juego, pero también, como una manera de ocultarse. Su hablar, su retórica presocrática, lo convierte en un engranaje más de su propio imaginario.

No asistí a ninguna de las conferencias de Ruiz, y me enteré que estaban más llenas que las funciones de sus películas. No culpo a los asistentes: Ruiz es un tipo encantador y lleno de carisma. Su arrastre es cada vez más fiel. Y probablemente esas personas hayan tenido razón: seguiremos viendo las películas de Raúl Ruiz por los próximos cien o doscientos años, pero la posibilidad de ir a verlo personalmente (como si fuera un concierto de una banda de rock) es limitada.

Y una cosa más: estoy orgulloso de todos los comentarios dejados en estos posteos ruizianos. Fui errático en mis argumentos, pero la gente que pasea poor internet es generosa. Dejaron buenos comentarios. El que más me impresiono fue el de Daniel Villalobos sobre su función de «Días de campo» en un cine del centro. Es de miedo, y creo que es la mejor manera de cerrar este posteo y esta semana. A todos, un abrazo:

Momento cine-dentro-del-cine: ayer veo «Días de Campo» en el Hoyts Huérfanos. Sólo habemos dos personas en la sala. Luego entran unas pendejas haciendo la cimarra que hablan por celular, se ríen con Pancho Reyes, no entienden un carajo y se van a los diez minutos.

El tipo de adelante empieza a hablar. Solo. Primero comenta a los actores. Después se discute a sí mismo y compara una escena con alguna clase de match deportivo (estoy algo sordo, lo siento). Después tararea la música. Le hago el ssshhh, aunque en verdad por puro joder.

Ah, mira, había alguien más en la sala, imagínate, dice. Como que habla con otro (por un segundo pensé que tenía un enano en la butaca de al lado). Sigue comentando la acción y -esto fue de gran ayuda para un provinciano como yo- nombrando las calles y el nombre de los bares y los actores y lo que comían. Se convirtió como en un comentario de audio.

Al final, luces. Me paro rajado porque no le quiero ver la cara, pero el tipo es más rápido, se para, gira…y era (no recuerdo su nombre) el profesor de Palomita Blanca, el que monologaba sobre un colega fresco. Más gordo, más viejo, con unos lentes oscuros estilo DINA, pero era él. Un personaje de la película se había arrancado a verla.

Taba güena, murmuró, pasando por el lado mío, pero como al aire. Yo, de puro cortés (de puro huevón) hice como un mmmmm de asentimiento.

Pero la verdad es que estaba güena.