Ningún abuso es inocuo. Nunca. En nadie. Debe ser el abuso, en cualquiera de sus formas, la herida más profunda que puede infligirse en una persona. Las consecuencias, tan variadas como los tipos de abusos, pueden quedar para toda la vida. Es particularmente grotesco que solo en los últimos años hayamos empezado a prestar atención a los abusos, en particular los abusos que sufren las mujeres, en particular los producidos por hombres. Son abusos que por mucho tiempo nos negamos a ver, o suprimimos como si por ser habituales fueran solo pecadillos, excesos propios de la animalidad que constituye la sexualidad humana. Somos criados y educados y reforzados para no querer ver. Ni siquiera sabemos hablar bien de esta violencia.
Es que se trata de varios tipos de violencia, una sobre la otra: el acto mismo de violencia, la negación de esa violencia, la propia supresión de esa violencia que hace quien la recibe para no ser rechazada, la hipocresía del agresor, y si acaso la víctima quisiera hacer una denuncia, el desolado territorio de la impunidad, la duda y la revictimización. El resultado es un estado constante de asfixia donde solo se deja pasar el mínimo de oxígeno para que la abusada pueda respirar, pero no hablar ni menos gritar.
Ningún abuso es inocuo. Nunca. El tema está en el aire, en las películas y documentales que vemos. Quiero mencionar dos que vi el fin de semana. Uno es el documental «Haydee y el pez volador» de Pachi Bustos. El otro es la serie británica «I may destroy you» de Michaela Coel. Dos espectros muy distintos pero unidos en el centro por dos mujeres que las protagonizan, resilientes, carismáticas, fantásticamente irrompibles, pero al mismo tiempo, reconstruidas en su vulnerabilidad.
Es mucho lo que se habla de la deconstrucción del hombre en la era del #MeToo, pero si acaso eso existe (hasta el momento, la supuesta “deco” me parece más un concepto vacío, un escudo protector armado apuradamente para -de nuevo- hablar de hombres en vez de mujeres) no tiene comparación con la deconstrucción que atraviesa una mujer desde el momento que es quebrada en dos por un abuso. Por supuesto, en el caso de Haydee Oberreuter la palabra se queda corta: mucho más que un abuso, ella es un sobreviviente milagrosa de la tortura, en el que debe ser uno de los casos más alevosos de violación a los derechos humanos conocidos en Chile donde la víctima sobrevivió. Haydee estaba embarazada cuando fue detenida y torturada en un centro de la Armada en Valparaíso. Además de los habituales vejámenes inhumanos (y me disculpo por decir “habituales”, pero cuesta encontrar una palabra más precisa para dar cuenta de la rutina de violencia inaudita que se perpetró en esa época, sin intención de que la neutralidad del concepto intente normalizar los hechos) propios de esos centros de detención, casi por una perversa y desquiciada diversión sus sicópatas interrogadores decidieron que Haydee debía recibir una autopsia en vida (así, con esas palabras, porque ella se los escuchó decirlo así) para lo cual con un corvo le abrieron el vientre de lado a lado. El hijo que estaba en su interior murió. La dimensión de esas heridas dejaron en ella unas cicatrices inimaginables, tanto que Pachi Bustos entendiblemente nunca las muestra en el documental, aunque existen registros fotográficos de ellas que son parte del proceso judicial.
Pasan los años, Haydee se recupera de las heridas, se casa y, por un segundo milagro, queda nuevamente embarazada y tiene ese hijo. Quizás por este evento uno imagina que Haydee tuvo algo para aferrarse para vivir (ya tenía otra hija anterior, ambos aparecen ya adultos acompañando a la madre en la película). Años más tarde, el caso llega a oídos de la periodista Alejandra Matus, quien hace un reportaje que publica en la portada del hoy desaparecido semanario Plan B. El artículo llega a manos del abogado Vicente Bárzana, quien sin conocer a Haydee ni contactarla, solo impactado por la dimensión de la brutalidad del caso que lee en el artículo periodístico, redacta y presenta el caso a la justicia. La película se concentra en las últimas semanas del proceso, cuando una y otra vez Haydee acude a los tribunales y el caso es postergado, mientras en paralelo ella debe someterse a un tratamiento para detener un incipiente cáncer mamario recién detectado.
Tómenle el peso a la carga de todos estos hechos e imaginen a Haydee. Imaginarla está lejos de describirla. A pesar del calvario en vida, ella es una mujer alegre, esperanzada, pero también con una profunda convicción política. Sabe de la importancia de que se dicte condena en su caso contra quienes la torturaron. Su cuerpo es literalmente el cuerpo del delito, y está vivo, sobrevivió. Respira, tiene sangre. Pero el daño infligido no es en vano. Es profundo.
Y en esto quiero detenerme. La tortura política sigue siendo un tabú en Chile. De eso no se habla públicamente. “No es tema”, como fue el lema de la transición democrática. Ni siquiera tenemos claridad de las personas que la sufrieron porque muchísimas personas prefieron no dar su testimonio cuando se instauró la Comisión Valech (Comisión Nacional de Tortura y Prisión Política en el gobierno de Ricardo Lagos), porque la derecha, siempre esa derecha tóxica y dañina de la que parece que nunca nos libraremos, insistió en vincular la verdad del informe con las reparaciones económicas para las víctimas de la acción criminal del Estado. Ese ataque moral tuvo efecto: muchos no quisieron ser apuntados con el dedo. Revictimizar funciona para la impunidad.
Aún así, el documental chileno ha sabido enfrentarse a ese tabú. A falta de una televisión pública responsable en estas últimas décadas, ha sido en el documental independiente donde se ha recogido con respeto y paciencia no solo el testimonio sino que las consecuencias de la tortura en las personas que la sufren. «Estadio Nacional» (2001) de Carmen Luz Parot se trata de eso. Gracias a los testimonios de Gato Gamboa, Nuria Núñez, Fernando Villagrán, Luis Sepúlveda, Carlos Vargas y Adolfo Cozzi, entre otros, la película fue una de las primeras recolecciones de los sobrevivientes, los que vivieron para contarlo. El desgarro de su relato solo encuentra eco en la esperanza de que si no hay justicia, al menos haya verdad.
En ese sentido, un cuerpo abusado es en sí mismo un dispositivo de memoria, una especie de grabadora que no borra los golpes recibidos. En «Estadio Nacional», al llevar a los detenidos a su prisión política, sus cuerpos vuelven a acomodarse en el suelo para mostrar cómo dormían, o pasean por los pasillos donde estaban encerrados, o recuerdan el sabor de las cáscaras de naranja que comían cuando no había nada más para alimentarse. Los cuerpos recuerdan, incluso más que la propia memoria.
Pero el cuerpo abusado no quiere recordar. Lo evita. Si faltaba entenderlo, basta ver uno de los momentos más desgarradores de «Haydee y el pez volador»: cuando Haydee debe someterse a exámenes clínicos para luchar contra su cáncer. Su cuerpo tiembla. Debe ser el único momento que uno siente que Haydee está incómoda ante la cámara, pero al mismo tiempo, más resoluta que nadie de que debe registrarse esto: su terror a las agujas es casi demencial. Se lo anuncia a la enfermera que va a pincharla y aún así no puede evitar gemir, gritar y llorar cuando la enfermera debe pincharla para sacarle sangre. El temple de su carácter domina muchas cosas, pero llega a un punto en que no puede dominar a su propio cuerpo; el cuerpo tiene memoria y tampoco quiere recordar esto.
Estas imágenes, esos gritos, son las pesadillas que estamos evitando como sociedad. Es el horror subterráneo pero aún vivo. Es la deuda pendiente, es el desamparo político, es el clamor de justicia y es la pena infinita hecha sonido. Solo por esa secuencia y por entender la dimensión más profunda de este problema, «Haydee y el pez volador» logra filmar lo infilmable y se inscribe de inmediato en la tradición más valiosa del documental chileno.
«I may destroy you» circula por la misma idea: el cuerpo como receptáculo valioso de una memoria secreta. Michaela Coel protagoniza, escribe y co-dirige esta serie de 12 capítulos hecha por BBC que tuvo una recepción crítica apabullante: es lejos la mejor serie de televisión de este año. El centro de la trama es una noche de copas que tiene un blackout en el medio. Arabella (interpretado por la misma guionista) no recuerda qué pasó. Solo recuerda vagamente un hombre que la viola. Hace la denuncia en la policía. Trata de seguir adelante con su vida. Y con un par de saltos temporales reconstruye quién era Arabella antes de esa noche: una escritora que debe terminar de hacer su segunda novela luego del éxito de la primera, es decir, es una mujer bajo presión de su agente y su editorial. La acompaña Terry, una amiga de toda la vida; Kwame, un amigo gay adicto a encontrar parejas sexuales en Grinder y Ben, un compañero de departamento blanco y gentil con el que apenas habla. Ah, porque eso es clave: Arabella (y Michaela, claro, y todo su entorno) es de raza negra. Su familia es de Ghana, aunque ella es una londinense de toda la vida, una millennial con problemas de plata y falta de dirección vocacional que se da esos lujos-no-lujos de irse un fin de semana a Roma en una línea aérea low-cost. Allá Arabella tiene un novio-no-novio (Biagio) porque todo es así en su vida: etéreo, hedonista, complicado.
Entonces «I may destroy you» funciona a varios niveles: es un falso policial (¿descubriremos los detalles del crimen y el criminal?), y es un drama que da cuenta de las distintas etapas que implica tomar conciencia de una violación, pero también es una serie muy… divertida. Con mucho sentido del humor. Arabella es una fuerza de la naturaleza, atractiva por su carisma y esa manera tan británica de odiarse a sí misma, de mostrarse de inmediato en todos sus defectos, que en el caso de Arabella no son pocos: procrastinadora e irresponsable, pareciera que nunca va a terminar el libro que le han pedido. Las drogas recreativas y el alcohol son parte de la fiesta constante que es tener 20 años y moverse por Soho y su cultura de bares. Las redes sociales son parte de la ecuación donde tambien convive la desconfianza racial hacia los blancos, siempre raros, siempre distantes, siempre hipócritas, desconfiados ellos también y pasivo-agresivos.
«I may destroy you» («Podría destruirte» es la traducción literal del título) está hecha sin cálculo y por lo tanto tiene la frescura de meterse en temas complicados sin hacerlos irremontables. Mejor aún, no decae. Tiene la inteligencia de adentrarse y salir de ellos sin dejar moraleja ni mensaje edificador. Y quizás por eso termina siendo una serie muy educativa, que explica de manera muy clara, sin agenda, los problemas y las opciones a las que se enfrenta una mujer (y un hombre, también) que sufre abuso sexual.
Se ha discutido mucho si es una serie recomendable para personas que han experimentado abuso sexual, puesto que el caso está presentado con tanta naturalidad y crudeza que perfectamente puede significar que quienes han sido abusados revivan su dolor y reabran una herida. Es difícil decirlo, y supongo que queda al arbitrio y la valentía de quienes se atrevan a enfrentarse a ella. Lo que sí es cierto es que no todo abuso es sexual, y quienes se hayan sentido alguna vez abusados de cualquier manera (en su familia, por sus hermanos mayores, por sus jefes) quienes hayan sentido que alguien alguna vez cruzó una línea, al ver la serie esa reflexión aparece naturalmente en el espectador. Y Arabella, en su fragilidad pero también en su irreflexividad, es la mejor compañera de ese momento en que nuestros propios cuerpos comienzan a recordar, y empiezan a dibujarse nuevamente nuestras propias cicatrices.
«Tu nacimiento es mi nacimiento, tu muerte es mi muerte». Con esa frase, que casi es un mantra, se sella la amistad entre Arabella y Terry. Se abrazan y se la dicen para sobrevivir en los momentos más duros pero también se la dicen para celebrar los más felices. Es muy bella su amistad y la frase. Quizás está en esas palabras el secreto de toda resiliencia: la consciencia íntima de que toda travesía, sin importar lo larga que sea, primero, no se puede hacer sola y, segundo, siempre termina. Inequívocamente, no hay que bajarse antes de ver ese final. Eso se aplica a Haydee y Arabella, a todas las millones de víctimas de abuso sexual que circulan todos los días por las calles del mundo. Ellas lo saben y ahora lo sabemos nosotros.
[ADDENDUM 24 JUL 2020] Hay dos ideas que se me quedaron en el tintero y que quedaron rebotando en la cabeza días después de haber escrito esto. Una es otro paralelo entre Michaela Coel y Haydee Oberreuter: en un afán de expurgar por lo que han pasado, ambas protagonizan la puesta en escena de sus películas y ponen sus cuerpos a disposición de la obra. Esto es tan fascinante como perturbador, y electrifica lo que estamos viendo. Los temblores del cuerpo Haydee cuando la pinchan para sacarle sangre y la escena en que Michaela reconstruye el segundo abuso que sufre hablan de una especie de sacrificio (simultáneamente real y performático) en pos de «la verdad» del cine: aquello que está frente a la cámara está pasando, y aunque sea una ficcionalización (como pasa en el caso de Michaela), uno como espectador no puede evitar preguntarse si el reenactment tiene una razón terapeútica, masoquista o simplemente es un deseo de explicar una experiencia que -de otra manera- quienes no la han vivido jamás podrían entenderla… Lo segundo que quería decir es destacar las imágenes fotográficas de Michelle Bossy que son parte de la narrativa que se hace en «Haydee y el pez volador». Es interesante la conversación entre dos tipos de imagen documental (fija y en movimiento), y cómo la primera, en su fijación y en la debida pausa que le da el montaje de Titi Viera-Gallo, permite darle a todo el relato un sentido trascendente que de otra manera podría quedar en segundo plano. El uso de estas fotografías corren en paralelo al documental (uno podría imaginar hasta un libro que incluyera esas fotografías y la transcripción de los testimonios del documental), y al mismo tiempo son parte indisoluble del mismo. Es un gran acierto.
«Haydee y el pez volador» puede verse en diversas plataformas de pago, como Mowies.com. «I may destroy you» va liberando sus capítulos semana a semana en HBO (en EE.UU. y América Latina) y en BBC iPlayer puede verse la serie completa (solo en Reino Unido).