Al
ver las películas, la conclusión puede no ser inevitable,
pero sí es irrebatible: el canon del cine existe y lo
centran John Ford, Howard Hawks, Orson Welles, Alfred Hitchcock,
Roberto Rossellini y una escasa decena de nombres más.
EL LENGUAJE DEL CINE
HA sufrido una extensa metamorfosis. La retórica de las
cult movies, de la cultura camp, del cine Z o del cine
X, domina la literatura especializada y se ha infiltrado con
fuerza en la enseñanza académica del cine. Junto a los ciegos
méritos histriónicos de John Agar, se redescubre
a Edward Wood Jr. y se exaltan las virtudes mercantiles de Jesús
Franco o Darío Argento. Las parodias sobre tomates asesinos,
marcianos al ataque y mujeres de 50 pies se han convertido en
una especie de medida del ingenio creativo y, lo que es peor,
de la inteligencia informada. Se trata, por supuesto, de aficiones
livianas, casi deportivas, que satisfacen necesidades maniáticas
que nos son comunes a todos, casi del mismo modo en
que los hacen los vagabundeos erráticos por Internet o los ensamblajes
del Tetris.
En cualquier caso, hay en
estas travesuras mayor cariño por el cine que el de todos los
pesarosos trabajos del estructuralismo, el neohistoricismo y
el deconstructivismo, por no hablar de esos ataques de tedio
que se deben al feminismo y al multiculturalismo. La levedad
de las cult movies se parece inefablemente a la que sustentaba
al star system de Hollywood, aunque esta última nunca
buscó coartadas intelectuales. Pero su origen es menos leve.
De manera no tan gravosa y aburrida, lo que estas aficiones
insinúan es lo mismo que se viene intentando promover en las
cátedras, desde el estructuralismo hasta Derrida: que no hay
jerarquías en el arte, que nada es mejor ni peor y que, en ultimo
término, la superioridad es un invento de la subjetividad.
La
necesidad de la jerarquía estética se impone por sí sola.
No
da lo mismo cualquier película. El cine no es un páramo
donde todo equivalga a todo. |
Debemos a los próceres
del aburrimiento el esfuerzo sistemático de destrucción de la
estética que se extiende ya por 30 años. En la literatura, Harold
Bloom los ha denominado apropiadamente como la Escuela del
Resentimiento. No es un esfuerzo nuevo. El pensamiento occidental
nunca se las ha arreglado bien con el goce estético. Desde Platón,
con su moralismo recurrente, pasando por Marx y Freud, neomoralistas
del poder consciente e inconsciente, hasta Gramsci, el más inteligente
de los marxistas después de Marx, la estética ha sido un escándalo
difícil de encajar, un bullicio inaguantable en las ordenadas
casas de la racionalidad.
Y no es extraño: después
de todo, el arte no sirve para nada de lo que tantas buenas
personas habrían querido. No sirve para la ideología, ni para
la moral, ni para la religión, ni siquiera para el crecimiento
personal, tal como éste es entendido por la legión de
chamanes que inunda nuestros ambientes profesionales. Cuando
más, nos ayuda a oírnos a nosotros mismos, nos interna en el
yo profundo del que solemos ausentarnos o huir, por conveniencia
o por tranquilidad. Lo que nos conmueve del arte, y de las películas
muy en especial, no es algo que pueda ser explicado a partir
de las condiciones sociales objetivas o de la escuela sicológica
de moda, porque se relaciona con el hallazgo perpetuo de nuestras
honduras más remotas.
No es que el estudio de
las condiciones sociales ni la aplicación de la sicología o
la antropología sean inútiles. Es, más bien, que esos estudios
no pueden suplantar la apreciación del arte desde sus propias
reglas.
Se puede lograr sobremesas
sumamente entretenidas especulando acerca de la movilización
social del Renacimiento británico para releer a Shakespeare.
Y en el cine, ¿qué tal del John Ford que va del New Deal a la
guerra de Corea? Godzilla se arropa si se lo confronta con el
pavor atómico post-Nagasaki. ¿Y Godard entre la V República
y la caída de De Gaulle? Fascinante. Pero nada de eso explica
por qué Shakespeare, Ford y, más eventualmente, Godard, siguen
teniendo una esencial primacía sobre nuestros sentimientos y
formas de conocimiento. Nada de eso alcanza, como no alcanzan
el sicoanálisis, ni Heidegger, ni Freud, ni los cardenales ni
los imanes.
Gramsci, tan lúcido a la
hora de describir las bases materiales de la cultura del medio
siglo, fracasa penosamente cuando quiere que ellas sean la traducción
de la estética de esos mismos años.
PESE A LA REITERACION
DE ESTE FRACASO, los profetas de la destrucción de la estética,
y por lo tanto de la jerarquización y del canon, ocupan hoy
gran parte de la escena académica. En Estados Unidos, la norma
de lo 'políticamente correcto' no sólo asfixia el debate en
las universidades, sino que, en el caso del cine, ha llevado
a la glorificación de las películas feministas, etnocentristas
o de minorías sólo por encarnar tales valores, y no por ser
buenas películas. Pero la necesidad de la jerarquía estética
se impone por sí sola. No da lo mismo cualquier película. El
cine no es un páramo donde todo equivalga a todo. Empujados
por el volumen de esa evidencia, los chamanes han inventado
la apología de la sinceridad, como si la sinceridad fuese un
valor estético muy interesante. Un autor valioso, dicen, es
aquel capaz de desnudarse en sus obras, y ojalá de la manera
más literal. Y para mostrarlo están los cineastas que ventilan
sus personalísimos problemas en películas de cientos de miles
de dólares: el fallecido Federico Fellini, Pedro Almodóvar,
el racial Spike Lee (no menos racial de lo que fue Sidney Poitier
en los 60 y 70), Oliver Stone con sus opiniones paranoides sobre
América, y, sobre todo, Woody Allen, que ha convertido al cine
en una vitrina de sus desajustes sentimentales. Oscar Wilde
decía que toda mala poesía es sincera. La razón es que la sinceridad
siempre está cerca de la complacencia. La poesía está cerca
del dolor, o es el dolor. De idéntica manera, el goce estético
combina misteriosamente el placer con el dolor.
Por eso es que los grandes
artistas sufren la influencia de otros grandes artistas. Es
un signo de la corrupción del sentido estético el que hoy haya
tantos cineastas que citan a los maestros. Las peores debilidades
de Tim Burton y Quentin Tarantino se hallan en el deporte de
las citas, en el que el mediocre John Landis siempre les llevará
ventaja. Los mejores cineastas contemporáneos -Martin Scorsese,
David Cronenberg, Bob Rafelson, David Lynch- no citan: en sus
películas vibra el sufrimiento y la lucha con los grandes cineastas
que los precedieron. Scorsese lucha contra Orson Welles, tal
como Welles luchó premeditadamente contra John Ford y Ford,
a pesar de sus gentilezas amistosas con David Wark Griffith,
luchó también contra él.
POR SUERTE, Y POR DESGRACIA
para la Escuela del Resentimiento, existen las películas,
tal como existen los libros. Con las películas no hay caso.
Ya puede Tim Burton resucitar a Ed Wood Jr., pero ello no hace
más que alejarlo de Orson Welles. Cuando Tarantino deje de citar
a Howard Hawks, quizás se acerque a él, o a Stanley Kubrick,
que parece ser su verdadero objetivo.
Cuando uno ve las películas
como películas, y no como toscas intermediarias de mensajes
que no cambiarán a nadie, la superioridad y la inferioridad
dejan de ser 'fascismo' o 'instituciones burguesas' para convertirse
en la medida que siempre han sido en el arte: la diferencia
entre aquello que está ganando la lucha contra la muerte -el
desgarro esencial de toda obra artística- y aquello que la está
perdiendo. Aquí se derrumba la mistificación y comienza la verdad
(no la sinceridad): Wim Wenders no es Nicholas Ray, John Woo
es un piriguín al lado de Sam Fuller, Peter Greenaway parece
un remedo de Luis Buñuel, y a Mary Lambert se le nota que, como
decía Johnny Ramone a propósito de su muy cult Cementerio
maldito (donde aparecen Los Ramones), no sólo no tiene
la menor idea sobre cine de terror, sino que no sabe absolutamente
nada de ningún tipo de cine. Ramone agregaba una sabia
sentencia: Realmente no sé cómo es que alguien puede filmar
si no ve películas.
Viendo las películas, la
conclusión puede no ser inevitable, pero sí es irrebatible:
el canon del cine existe. Lo centran John Ford, Howard Hawks,
Orson Welles, Alfred Hitchcock, Roberto Rossellini y una escasa
decena de nombres más.
No hay en ellos nada en
común, ni ideológico, ni político, ni religioso. Si se tomaran
sus principios como modelos de conducta, el caos alcanzaría
rangos siquiátricos. Nadie como Ford ha podido traducir en imágenes
un conservadurismo tan penetrante, crítico y autoconsciente;
nadie pudo, como Hawks, construir una moral centrada en la autosuficiencia
y el individualismo extremo; nadie le ha dado el estatuto mitológico
que Welles confirió al valor del relato; no hay un paralelo
con la demiurgia puritana de Hitchcock; y no existe un radicalismo
católico comparable al de Rossellini.
LO QUE EXPLICA LA SENSACIÓN
de decadencia que produce gran parte del cine actual no es sólo
la decadencia objetiva de la industria -que existe-, sino, sobre
todo, el hecho de que muchos cineastas no quieren ser medidos
con el canon. Con la excepción de Scorsese y otros cuantos,
los directores de hoy renuncian por anticipado a que se los
compare con Ford, Hawks o Welles, tal como demasiados escritores
se aterran de antemano frente a Dostoievski o Jane Austen. Eso
puede explicar el auge del minimalismo y del vitrineo en las
peripecias privadas. Por eso uno agradece cuando David Fincher
se atreve a intentar una exploración metafísica del mal urbano
en Los siete pecados capitales; o cuando Anthony Minghella
se anima a proponer un melodrama de dimensiones mayores, pese
a los innumerables defectos de su versión de El paciente
inglés; o cuando Mike Leigh trata de recuperar, con sus
Secretos y mentiras, la exploración del alma desde la
tradición del realismo social. No es más que gratitud: lo que
se debe, no a la perfección, sino al coraje.