La
crítica sociologista ha producido tanta confusión
en el cine como el afán de pasar patrañas como
obras personales. La única manera de reconocer
a los verdaderos artistas es, a fin de cuentas, ver las películas.
EN LOS AÑOS 50,
Cahiers du Cinéma tuvo que abrirse paso en un vendaval de objeciones
para establecer la primacía del director en la autoría del cine.
En los 90, casi no hay película que no sea encabezada por el
nombre del director: Un filme de....
Entre estos dos puntos se
halla una tumultuosa polémica acerca del carácter del cine:
individual o colectivo, comercial o artístico,
industrial o artesanal, institucional o marginal. De ese magma
data, entre otras cosas, la categoría del cine arte,
que, de criterio estético de selección de lo que se exhibe,
ha llegado a una desafortunada identificación con marginalidad
y rareza, cuando no a una francamente desgraciada pretensión
de producción.
Los
buenos directores son, en simple, los que han hecho buenas
películas, y los mejores son los que han hecho más
buenas que malas. |
La imposición del director
como superestrella tiene poco que ver con el debate de los 50.
Con característica sofisticación francesa, los críticos de Cahiers
proponían que la categoría de autor quedara reservada
a los creadores cuya identidad se superponía a las limitaciones
de producción y se podía rastrear de obra en obra. La política
de autor era, más que la reivindicación del director, un
criterio de calidad.
Los anglosajones, siempre
respetuosos ante el sofisma, retuvieron el término y comenzaron
a distinguir entre autor (impreso) y auteur (de
cine). Los caheristas nunca discutieron a John Ford como auteur,
pero le negaban ese rango a John Huston, exceso que sólo puede
ampararse en el hecho de que Houston produjo varias de sus obras
mayores años después.
No les faltaba razón. En
los 90, diluido el juicio estético, la frase Un filme
de... preside hasta la producción más pinganilla. Ello
se debe, por un lado, a las pretensiones casi infinitas de los
cineastas, especialmente donde se deben tener pocas pretensiones,
como los países subdesarrollados. Por otro, a que la industria
descubrió, ya en los 60, que el director puede ser una factor
de marketing semejante a los best sellers o al star
system. Así se ha consolidado el reconocimiento de que en
el cine el director es el responsable y el autor, aunque no
sea un auteur.
EL PRINCIPIO DE AUTOR
HA RESISTIDO todas las refutaciones, partiendo por la más
tópica, la que ha pretendido que la industria, cuyo paradigma
es Hollywood, no ha sido más que un sistema donde la individualidad
es imposible. En Hollywood se respetaban las poderosas personalidades
de John Ford, Howard Hawks, Frank Capra y Cecil B. de Mille
mucho antes de que las academias los reconocieran. Muchos cineastas
de talento que no tuvieron la misma suerte se pasaron a las
producciones de bajo presupuesto, donde encontraban mayor libertad;
entre ellos hubo auténticos creadores que no dispusieron nunca
de la confirmatoria frase Un filme de....
Los iconoclastas que se
enfrentaron a cabezazos con el sistema tuvieron diversa fortuna.
Orson Welles fracasó, pero Otto Preminger ganó y Stanley Kubrick,
que prefirió el camino heterodoxo de emigrar, se impuso a toda
restricción.
La complejidad de la producción
artística de Hollywood es semejante a la del mecenazgo en el
Renacimiento o a la de las cortes europeas del siglo XVII. Pero
la crítica sociologista, materialista o idealista, que siempre
quiere entender al individuo a partir del rebaño, prefiere el
mito del infierno de los grandes estudios, más cómodo y más
corto. Es útil saber que el mogul David O. Selznick le
hizo la vida imposible a King Vidor en el rodaje de Duelo
al Sol, hasta el punto de que el director renunció y las
últimas tomas fueron filmadas por otros cineastas. Pero eso
no impide que Duelo al Sol siga siendo uno de los mayores
westerns de la historia, y que Vidor haya confirmado su plena
autoría sobre él filmando, sólo cinco años después, La furia
del deseo, con los mismos temas y la misma intensidad.
Los críticos del bosque,
como los llamó Andrew Sarris, nos recuerdan siempre que a Orson
Welles se le quitó el montaje final de Sombras del mal
y que nunca sabremos qué gallo habría cantado en caso contrario,
lo que es cierto, pero omiten decir que la personalidad de Welles
inunda cada instante de esa película y que ella es una de las
grandes obras (si no la más grande) jamás filmadas.
ES UNA IRONÍA
QUE, a la vuelta del tiempo, la iconografía del director
como víctima del sistema se haya convertido en otro instrumento
del marketing. La tendencia la inició el avispado Steven Spielberg,
cuya special edition le permitió revender Encuentros
cercanos del tercer tipo varios años después de su salida
de los circuitos. Su amigo George Lucas, más lento pero no menos
listo, ha cerrado el círculo con el reciente trajín de la trilogía
de La guerra de las galaxias. En línea similar, aunque
arropados por la indignación moral, se inscriben los directors'
cuts, montajes ideales que a los pobres directores les fueron
negados por sus pérfidos productores. De seguro habrá casos
donde la película mejore. Pero entre los más conocidos, hay
que ser francos: Ridley Scott no agregó a Blade Runner
nada esencial, y Kevin Costner sumó a Danza con lobos
sólo dosis de tedio.
La noción del director como
autor también ha resistido el embate de los guionistas y los
escritores, que se han amparado en otra imaginería de la explotación
inclemente. Raymond Chadler sufrió como chino en Hollywood (y
también con las editoriales), pero William Faulkner ganó más
dinero de lo que le daban las editoriales. A Ernest Hemingway
le dolieron las trivializaciones de algunas de sus novelas,
pero la peor de ellas, Tener y no tener, dio pie a otra
de las grandes obras del cine. Joseph Wambaugh ha despotricado
contra la destrucción, por Robert Aldrich, de The
choirboys, pero es claro que antes recibió un cheque por
entregar su novela. Tal vez un cheque no compense nunca una
novela destruida, pero en este caso, si Wambaugh tuviese razón,
lo destruido sería la película, no su novela. John Grisham,
que no parece tan sensible como Wambaugh, ha sentado el principio
de que ya no le compran novelas, sino las ideas que vaya a tener
el próximo año, aunque todavía no se hace ni una película interesante
con sus importantes ideas. Los escritores explotan la confusión
de obras, profitan de la tendencia esnob de medir las películas
por su fidelidad a las novelas y a veces pueden
utilizar el status de que gozan entre la intelligentsia.
SARRIS, EL PRIMER CRITICO
de autores en EE.UU., llegó a decir que su adhesión al principio
no llegaba tan lejos como para negar que el autor
de Sueños de seductor era Woody Allen, que escribió la
obra de teatro, aunque la película la dirigió Herbert Ross,
y que Erich Segal era el único autor de Love story, dirigida
en el cine por Arthur Hiller. Esta renuncia del más prominente
auteurista norteamericano se salta el hecho de que, mientras
Ross filmaba Sueños de seductor con Woody Allen como
protagonista, el mismo Allen estrenaba como director La revolución
está de moda y Todo lo que siempre quiso saber acerca
del sexo y nunca se atrevió a preguntar, comedias gruesas
y ostensiblemente inferiores a la filmada por Ross. Del ejemplo
de Hiller y Segal hay poco que decir: ni la novela ni la película
merecen esa discusión.
Y en Il Postino,
¿cuál es la posición de auditoría? ¿Cómo nos la arreglamos para
explicar que su versión literaria original, Ardiente paciencia,
fuese filmada por el escritor Antonio Skármeta, y trece años
más tarde haya sido sensiblemente modificada por el director
Michael Radford con colaboración del mismo Skármeta? ¿Cómo se
defiende en ese caso la auditoría literaria? Radford no será
un auteur, puesto que su coherencia artística ni se divisa,
pero es el autor de Il Postino, al margen de que Skármeta
lo sea de Ardiente paciencia. Y su participación en esa
película, por abusivo que se lo crea, le dará el prestigio (que
en su momento no le dio a Skármeta) para hacer más películas.
PAULINE KAEL, LA MÁS
INFLUYENTE crítica del bosque hollywoodense y la principal
polemista del sociologismo en contra del auteurismo, se quejaba
de que el enfoque del autor obligaría a apreciar películas rutinarias
por el solo hecho de tener directores respetados.
La cuestión es precisamente ésa: los buenos directores son,
en simple, los que han hecho buenas películas, y los mejores
son los que han hecho más buenas que malas. La perfección de
John Ford no impide que en su filmografía haya una pieza más
baja, como Un Crimen por hora, del mismo modo que no
todo lo que escribieron Cervantes o Neruda estuvo a la altura
de sus obras cumbres. La superioridad de Martin Scorsese sobre
Clint Eastwood se basa en la misma sencilla constatación. Y
es igualmente cierto que cualquier nueva película de Scorsese
o Eastwood tendrá siempre más interés que una de Joel Schumacher,
por la no menos sencilla razón de que con los dos primeros asistimos
a la continuidad de una visión del mundo, mientras que del último
sólo podemos aspirar a batatazo tipo Generación perdida.
¿No es así como esperamos cada nueva novela de Mario Vargas
Llosa y Kazuo Ishiguro, por mucho que alguna vez nos hayan decepcionado?
En su última línea de defensa,
los críticos del bosque nos suelen recordar que el cine es obra
de grandes equipos técnicos. Es una de esas explicaciones que
no explica nada; como si las casas de Frank Lloyd Wright se
erigiesen solas, o las obras de Mozart se ejecutasen a sí mismas.
Para una película se requiere mucha gente, cómo no. La única
manera de que esta obviedad se torne interesante es invirtiéndola:
cuando el vigor de un director se sobrepone a esta espesura
y deja la huella de sus temas y sus mundos a través de una y
otra película, es que estamos en presencia de un auténtico artista.
LOS ARTISTAS HACEN QUE
EL CINE siga siendo fascinante, y los más grandes centran
el canon, es decir, fijan el aspecto más perdurable de las películas.
En intento de pasar hasta las más toscas patrañas como obras
personales se emparenta en forma distante con la crítica
del sociologismo: su esfuerzo común es anular la noción de jerarquía
estética, empatar lo bueno y lo malo bajo el rótulo de producción
cultural e ignorar el canon. Para establecer quién es
quién no basta la fama ni los premios de los festivales, veleidosos
como se ha probado. Lo que se requiere es un trabajo al que
la crítica del rebaño nunca parece muy dispuesta: ver las películas
como tales, y no como signos de algo ajeno a ellas.