10 de agosto 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO

John Wayne y John Ford
esperan una toma para un especial
de la CBS, The american west of John Ford (1971)
© Hulton Archive


John Ford aportó al cine la conciencia de la contradicción, una noción sin la cual nunca habría llegado a ser un arte mayor, y la tradujo en el western porque percibió que Estados Unidos encarna la contradicción básica, la que enfrenta al individuo con la comunidad y a la naturaleza con la civilización.

El gran héroe visible de Ford es Ethan Edwards, el sombrío y obsesivo ex oficial confederado que vaga por el viejo oeste, mientras que su gran héroe oculto es un alcohólico, un general famoso que bebe porque, como dice Hamlet, “la conciencia nos convierte en cobardes”.


LA IMPORTANCIA DE JOHN FORD en el cine difícilmente puede ser sobreestimada. A través de 134 películas rodadas entre 1917 y 1971, Ford contribuyó a construir no sólo la cinematografía más importante del mundo, la norteamericana, sino tambien el arte propio del cine. Orson Welles no hacía sino reconocer esta dimensión cuando, interrogado por los mejores cineastas, respondía con tres nombres: “John Ford, John Ford y John Ford”.

Ford partió de la contradicción básica, la que enfrenta al individuo con la comunidad, a la naturaleza con la civilización, al estado de libertad con la libertad del Estado. Y supo que Estados Unidos era esa contradicción

Es seguro que la enrevesada mente de Welles no pensaba en el sentido del ritmo visual de Ford, ni en su agilidad para contrapuntuar drama y comedia, ni en su modo de encuadrar para recoger del modo más económico los sentimientos más intensos. Y es probable que tampoco pensara en sus solemnes adaptaciones de Liam O'Flaherty, Maxwell Anderson, John Steinbeck, Eugene O'Neill, Erskine Caldwell o Graham Greene, aunque este solo recorrido abarca a una parte muy sugerente de la literatura anglosajona del siglo; ni en su capacidad para adoptar estilos visuales complejos, como el expresionismo alemán, el realismo mexicano o la pintura de Remington.

LA INTELIGENCIA DE LA CONTRADICCIÓN: Ford fue un cineasta reconocido desde temprano. Ganó seis Oscar y se adaptó con relativa naturalidad al mundo de Hollywood. Hacia fines de los 40 su fama era mundial y algunas de sus obras gozaban de considerable prestigio: El delator, La diligencia, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El fugitivo. Sin embargo, si su carrera hubiese terminado en ese momento, hoy tendríamos la visión de un cineasta muy talentoso, en ocasiones brillante, pero previsible y a veces aparatoso.

Ford llevó al cine la inteligencia de la contradicción, una experiencia sin la cual nunca habría llegado a ser un arte mayor. No la contradicción de la historia, sino la historia de la contradicción: la manera en que la conciencia se escinde por la ambiguedad de los hechos, cuya valoración es cambiante, inestable y polémica.

En el estricto apego a lo esencial que lo definía como artista, Ford partió de la contradicción básica, la que enfrenta al individuo con la comunidad, a la naturaleza con la civilización, al estado de libertad con la libertad del Estado. Y supo que Estados Unidos era esa contradicción: una comunidad de apátridas construyendo patria, una frontera salvaje empujada por el progreso y un territorio libre poblándose de vías férreas. Si “el western es el encuentro de una mitología con su medio de expresión”, Ford no podía sino hallar allí su terreno más propicio.

Pero hasta los 40 Ford vislumbraba el conflicto entre individuo y comunidad a través de un poderoso sentido de la responsabilidad social, mucho más que de sus inclinaciones personales. Siguiendo a Thoreau, en esas obras la comunidad se construye mediante el sacrificio es usual que un nacimiento sea precedido por una muerte, se mantiene a través de los ritos bautizos, bodas, danzas y se expresa con la familia. Qué verde era mi valle narra la desintegración de una familia, y por tanto, de una comunidad, e incluso en Las uvas de la ira la denuncia social de Steinbeck está eclipsada por la destrucción de la familia Joad en su penosa travesía por California.

LOS PRIMEROS HÉROES: En las familias de Ford, los personajes más lúcidos muy a menudo, las mujeres sueñan con una tierra que algún día será mejor, desde María Estuardo en la usurpada Escocia hasta Gilbert Martin en la Albany de 1776, en Tambores de guerra. Saben que será necesario el sacrificio, pero ese valor está por encima de todo y da sentido al individuo, a su libertad y su conciencia. Pese a su origen irlandés, que reivindicó constantemente, Ford no pudo escapar en esto al influjo de Walt Whitman, sobre todo el arte americano, y cuando uno ve las inspiradas imágenes, casi sacramentales, de Lincoln el joven, no puede sino recordar los versos arrolladores de El día que florecieron las lilas en el huerto, escrito por Whitman para cantar la muerte de Lincoln cuando el gran presidente había consumado su sacrificio personal.

La familia de Ford es también el núcleo extendido: la tribu, la aldea, la tripulación de una nave y, con frecuencia, el Ejército, al que idealiza como una comunidad de iguales, pese a las jerarquías y los rangos. Cuando se dice que Ford fue un militarista, importa notar que su Ejército ideal es esa caballería fronteriza, integrada por inmigrantes, marginados y hasta proscritos que en Estados Unidos era mal vista por la sociedad del este.

Incluso cuando aborda al Ejército moderno, Ford se interesa ante todo por los héroes de la segunda línea: unos torpederos (Fuimos los sacrificados), un buque de abastecimiento (Mister Roberts), un instructor de West Point (Cuna de héroes), un aviador paralizado (Alas de águila). La guerra, en cambio, no le gusta nada. “Me pregunto”, le dice a Peter Bogdanovich en 1967, “quién será el primer hijo de perra que haga una comedia sobre Vietnam”.

Hasta los años 40 parecía que el gran héroe fordiano era un hombre como el Wyatt Earp de Pasión de los fuertes, un estilizado vaquero que, en defensa de su familia y su ganado, elimina de Tombstone la anarquía encarnada por el salvaje viejo Clanton y sus hijos. Pasión de los fuertes es la exaltación de la civilización. Pero bajo ella se siente la incomodidad de Ford con ese héroe un tanto narcisista, que está siempre cerca de algún espejo, que se perfuma y que baila con estudiada elegancia. (18 años más tarde, confirmará esta impresión cuando muestre, en El ocaso de los cheyennes, a un Wyatt Earp maduro, reinando en la frívola Dodge City con la impavidez de un dandy).

UN NUEVO MODELO: ETHAN EDWARDS: A mediados de los 50, y para sorpresa de los que admiraban en Ford la sencillez y asertividad de una visión heroica, apareció Ethan Edwards, el ex oficial confederado que perdió la guerra, que erró por las fronteras como probable mercenario, y que regresa al hogar de su hermano justo antes de que los comanches renegados asesinen a la familia y secuestren a su sobrina.

La película es Más corazón que odio (1956) y Ethan es su protagonista feroz, un desencantado que constata cómo la tierra de los sueños ha devenido territorio de odio y muerte. Ethan busca durante diez años a su sobrina, más para vengarse del indio Scar que para recuperarla: es la historia de una conciencia oscurecida por la marginalidad y la pasión.

Y si Martin Scorsese opina que Ethan “es el personaje más escalofriante de la película”, es porque la vindicta contra Scar esconde un desarraigo más visceral con la comunidad que ha contribuido a crear, que lo ha convertido en un paria y que, al final, lo devolverá al desierto en soledad.

Ethan Edwards es el héroe por excelencia de Ford, y sus huellas pueden rastrearse en obras previas, empezando por Tres hijos del diablo (1948), parábola de tres bandidos que se sacrifican para salvar a un bebé. Pero se encuentran con más claridad en el teniente coronel Kirby Yorke de Río Grande (1950), la más importante torsión en la obra de un artista que hasta allí parecía previsible.

LA TRILOGÍA DE LA CABALLERÍA: Entre 1948 y 1950, Ford dirigió tres obras que hoy son conocidas como “la trilogía de la Caballería”. En la primera, Fuerte Apache, el capitán York contempla cómo el arrogante teniente coronel Thursday conduce a sus hombres a una muerte inútil a manos de los apaches, pese a lo cual York cohonesta la versión legendaria de la prensa, porque, para Ford, “al país le conviene tener héroes que admirar”. La segunda, La legión invencible, cuenta el retiro del viudo capitán Brittles, la dolorosa separación de su última familia, el Ejército. La leyenda sigue tan viva como en Fuerte Apache, aunque hay varias razones para intuir que Ford ya tenía dudas sobre su material.

En Río Grande, la tercera, esas dudas estallan con toda su fuerza. El teniente coronel Yorke ha estado separado durante 15 años de su mujer y su hijo porque en la guerra civil le tocó incendiar la finca de su esposa sudista. La película narra la áspera reconciliación de Yorke con ambos y la sensación de que la guerra ha sido un deber inútil preside cada escena.

En uno de esos momentos maternos que se prodigan en la obra fordiana, el hijo formula la pregunta clave: “¿Qué clase de hombre es, madre?”. Ella responde algo previsible (“Un solitario”), pero tras ese misterio se siente venir a Ethan Edwards con su conciencia dividida entre la civilización y la barbarie, con su certeza del sacrificio individual que no tendrá recompensa, con su soledad de vagabundo frente al gran telón de la nación que se erige. El teniente coronel Yorke y Ethan Edwards regresarán en el coronel John Marlowe, el oficial encargado de traspasar las líneas sudistas y combatir contra ejércitos de niños en Marcha de valientes, cuando la guerra civil de Ford no sólo ha dejado de tener gracia, sino también heroísmo. Y regresarán, sobre todo, en Tom Doniphon, la mayor creación de Ford desde Ethan Edwards, la figura inolvidable de Un tiro en la noche y la más perfecta expresión de un ensombrecimiento limítrofe con el pesimismo.

ULYSSES GRANT, EL ALCOHÓLICO REDIMIDO: ¿Qué clase de hombre es Tom Doniphon? Un hombre del viejo oeste rural, un fortachón de la vida silvestre que, intuyendo la necesidad de la civilización (¿como Ford?), ayuda al abogado Ranson Stoddard, un hombre del este, de las letras y de las buenas maneras, a imponer el derecho en Shinbone.

Cuando llega la hora de enfrentarse a la disolución social, el pistolero Liberty Valance, Doniphone le dispara de tal modo que todos crean que el atildado Stoddard es el héroe justiciero, y después le cede a la mujer que ama para que “le enseñe a leer”. La película narra el regreso de Stoddard, ahora senador, para asistir al funeral de Doniphon, que ha muerto solitario, pobre y olvidado. Pero los periodistas se niegan a contar la verdad, porque “cuando la leyenda se convierte en realidad, se imprime la leyenda”.

Yorke, Ethan Edwards, Doniphon. Bajo los grandes protagonistas explícitos de Ford subyace un héroe secreto, inconsumado, al que por inextricables razones de época, industria y moral personal, no pudo dedicar sino un brevísimo episodio de La Conquista del Oeste. Se trata de los 20 minutos más sombríos de esa película-río, que se conocen como La guerra civil y registran una pesadillesca visión nocturna de la batalla de Shiloh, la más sangrienta de la guerra de Secesión, cuando el general Sherman acompaña al general Ulysses S. Grant, que quiere renunciar a su mando porque ya se sabe que es un alcohólico.

Grant es el héroe secreto. Cuando Peter Bogdanovich lo entrevistó, Ford admitió que su proyecto de filmar la vida de Grant era incompatible con su pudor de mostrarlo como un alcohólico. Su temor era destruir uno de los grandes mitos americanos; pero uno sospecha que si hubiera vivido más años, habría llevado adelante su proyecto, porque la leyenda y el mito ya habían dejado de interesarle.

El Grant de Ford bebe por lucidez, porque en la guerra que conduce por necesidad histórica divisa la barbarie que cobra su tributo humano para alimentar la caldera de la civilización. Es alcohólico por las mismas razones de Doc Holliday en Pasiones de los fuertes, que recita con Hamlet el retrato de su condición: “La conciencia nos convierte en cobardes”. Y por las mismas de todos los médicos de Ford, testigos demasiado próximos de las tenues fronteras entre sacrificio y necesidad, dolor y progreso, vida y muerte.

Su último héroe fue, notablemente, una mujer, la doctora de Siete mujeres (1965) que se entrega a los bárbaros para salvar a un recién nacido. Y cuando se ve a esta versión femenina de Ethan Edwards preparar su venganza y su propia muerte, se presiente el papel que con sus complejos personajes tuvo John Ford en el arte de este siglo: representar la tragedia del individuo en la construcción del futuro.


http://www.maza.cl/cine/canon/ford1.html