John
Ford aportó al cine la conciencia de la contradicción, una noción
sin la cual nunca habría llegado a ser un arte mayor, y la tradujo
en el western porque percibió que Estados Unidos encarna la
contradicción básica, la que enfrenta al individuo con la comunidad
y a la naturaleza con la civilización.
El
gran héroe visible de Ford es Ethan Edwards, el sombrío y obsesivo
ex oficial confederado que vaga por el viejo oeste, mientras
que su gran héroe oculto es un alcohólico, un general famoso
que bebe porque, como dice Hamlet, la conciencia nos convierte
en cobardes.
LA IMPORTANCIA DE JOHN
FORD en el cine difícilmente puede ser sobreestimada. A
través de 134 películas rodadas entre 1917 y 1971, Ford contribuyó
a construir no sólo la cinematografía más importante del mundo,
la norteamericana, sino tambien el arte propio del cine. Orson
Welles no hacía sino reconocer esta dimensión cuando, interrogado
por los mejores cineastas, respondía con tres nombres: John
Ford, John Ford y John Ford.
Ford
partió de la contradicción básica, la que enfrenta al individuo
con la comunidad, a la naturaleza con la civilización, al
estado de libertad con la libertad del Estado. Y supo que
Estados Unidos era esa contradicción |
Es seguro que la enrevesada
mente de Welles no pensaba en el sentido del ritmo visual de
Ford, ni en su agilidad para contrapuntuar drama y comedia,
ni en su modo de encuadrar para recoger del modo más económico
los sentimientos más intensos. Y es probable que tampoco pensara
en sus solemnes adaptaciones de Liam O'Flaherty, Maxwell Anderson,
John Steinbeck, Eugene O'Neill, Erskine Caldwell o Graham Greene,
aunque este solo recorrido abarca a una parte muy sugerente
de la literatura anglosajona del siglo; ni en su capacidad para
adoptar estilos visuales complejos, como el expresionismo alemán,
el realismo mexicano o la pintura de Remington.
LA INTELIGENCIA DE LA
CONTRADICCIÓN: Ford fue un cineasta reconocido desde
temprano. Ganó seis Oscar y se adaptó con relativa naturalidad
al mundo de Hollywood. Hacia fines de los 40 su fama era mundial
y algunas de sus obras gozaban de considerable prestigio: El
delator, La diligencia, Las uvas de la ira,
Qué verde era mi valle, El fugitivo. Sin embargo,
si su carrera hubiese terminado en ese momento, hoy tendríamos
la visión de un cineasta muy talentoso, en ocasiones brillante,
pero previsible y a veces aparatoso.
Ford llevó al cine la inteligencia
de la contradicción, una experiencia sin la cual nunca habría
llegado a ser un arte mayor. No la contradicción de la historia,
sino la historia de la contradicción: la manera en que la conciencia
se escinde por la ambiguedad de los hechos, cuya valoración
es cambiante, inestable y polémica.
En el estricto apego a lo
esencial que lo definía como artista, Ford partió de la contradicción
básica, la que enfrenta al individuo con la comunidad, a la
naturaleza con la civilización, al estado de libertad con la
libertad del Estado. Y supo que Estados Unidos era esa contradicción:
una comunidad de apátridas construyendo patria, una frontera
salvaje empujada por el progreso y un territorio libre poblándose
de vías férreas. Si el western es el encuentro de una
mitología con su medio de expresión, Ford no podía sino
hallar allí su terreno más propicio.
Pero hasta los 40 Ford
vislumbraba el conflicto entre individuo y comunidad a través
de un poderoso sentido de la responsabilidad social, mucho más
que de sus inclinaciones personales. Siguiendo a Thoreau, en
esas obras la comunidad se construye mediante el sacrificio
es usual que un nacimiento sea precedido por una muerte, se
mantiene a través de los ritos bautizos, bodas, danzas y se
expresa con la familia. Qué verde era mi valle narra
la desintegración de una familia, y por tanto, de una comunidad,
e incluso en Las uvas de la ira la denuncia social de
Steinbeck está eclipsada por la destrucción de la familia Joad
en su penosa travesía por California.
LOS PRIMEROS HÉROES:
En las familias de Ford, los personajes más lúcidos muy a menudo,
las mujeres sueñan con una tierra que algún día será mejor,
desde María Estuardo en la usurpada Escocia hasta Gilbert Martin
en la Albany de 1776, en Tambores de guerra. Saben que
será necesario el sacrificio, pero ese valor está por encima
de todo y da sentido al individuo, a su libertad y su conciencia.
Pese a su origen irlandés, que reivindicó constantemente, Ford
no pudo escapar en esto al influjo de Walt Whitman, sobre todo
el arte americano, y cuando uno ve las inspiradas imágenes,
casi sacramentales, de Lincoln el joven, no puede sino
recordar los versos arrolladores de El día que florecieron
las lilas en el huerto, escrito por Whitman para cantar
la muerte de Lincoln cuando el gran presidente había consumado
su sacrificio personal.
La familia de Ford es también
el núcleo extendido: la tribu, la aldea, la tripulación de una
nave y, con frecuencia, el Ejército, al que idealiza como una
comunidad de iguales, pese a las jerarquías y los rangos. Cuando
se dice que Ford fue un militarista, importa notar que su Ejército
ideal es esa caballería fronteriza, integrada por inmigrantes,
marginados y hasta proscritos que en Estados Unidos era mal
vista por la sociedad del este.
Incluso cuando aborda al
Ejército moderno, Ford se interesa ante todo por los héroes
de la segunda línea: unos torpederos (Fuimos los sacrificados),
un buque de abastecimiento (Mister Roberts), un instructor
de West Point (Cuna de héroes), un aviador paralizado
(Alas de águila). La guerra, en cambio, no le gusta nada.
Me pregunto, le dice a Peter Bogdanovich en 1967,
quién será el primer hijo de perra que haga una comedia
sobre Vietnam.
Hasta los años 40 parecía
que el gran héroe fordiano era un hombre como el Wyatt Earp
de Pasión de los fuertes, un estilizado vaquero que,
en defensa de su familia y su ganado, elimina de Tombstone la
anarquía encarnada por el salvaje viejo Clanton y sus hijos.
Pasión de los fuertes es la exaltación de la civilización.
Pero bajo ella se siente la incomodidad de Ford con ese héroe
un tanto narcisista, que está siempre cerca de algún espejo,
que se perfuma y que baila con estudiada elegancia. (18 años
más tarde, confirmará esta impresión cuando muestre, en El
ocaso de los cheyennes, a un Wyatt Earp maduro, reinando
en la frívola Dodge City con la impavidez de un dandy).
UN NUEVO MODELO: ETHAN
EDWARDS: A mediados de los 50, y para sorpresa de los que
admiraban en Ford la sencillez y asertividad de una visión heroica,
apareció Ethan Edwards, el ex oficial confederado que perdió
la guerra, que erró por las fronteras como probable mercenario,
y que regresa al hogar de su hermano justo antes de que los
comanches renegados asesinen a la familia y secuestren a su
sobrina.
La película es Más corazón
que odio (1956) y Ethan es su protagonista feroz, un desencantado
que constata cómo la tierra de los sueños ha devenido territorio
de odio y muerte. Ethan busca durante diez años a su sobrina,
más para vengarse del indio Scar que para recuperarla: es la
historia de una conciencia oscurecida por la marginalidad y
la pasión.
Y si Martin Scorsese opina
que Ethan es el personaje más escalofriante de la película,
es porque la vindicta contra Scar esconde un desarraigo más
visceral con la comunidad que ha contribuido a crear, que lo
ha convertido en un paria y que, al final, lo devolverá al desierto
en soledad.
Ethan Edwards es el héroe
por excelencia de Ford, y sus huellas pueden rastrearse en obras
previas, empezando por Tres hijos del diablo (1948),
parábola de tres bandidos que se sacrifican para salvar a un
bebé. Pero se encuentran con más claridad en el teniente coronel
Kirby Yorke de Río Grande (1950), la más importante torsión
en la obra de un artista que hasta allí parecía previsible.
LA TRILOGÍA DE
LA CABALLERÍA: Entre 1948 y 1950, Ford dirigió tres
obras que hoy son conocidas como la trilogía de la Caballería.
En la primera, Fuerte Apache, el capitán York contempla
cómo el arrogante teniente coronel Thursday conduce a sus hombres
a una muerte inútil a manos de los apaches, pese a lo cual York
cohonesta la versión legendaria de la prensa, porque, para Ford,
al país le conviene tener héroes que admirar. La
segunda, La legión invencible, cuenta el retiro del viudo
capitán Brittles, la dolorosa separación de su última familia,
el Ejército. La leyenda sigue tan viva como en Fuerte Apache,
aunque hay varias razones para intuir que Ford ya tenía dudas
sobre su material.
En Río Grande, la
tercera, esas dudas estallan con toda su fuerza. El teniente
coronel Yorke ha estado separado durante 15 años de su mujer
y su hijo porque en la guerra civil le tocó incendiar la finca
de su esposa sudista. La película narra la áspera reconciliación
de Yorke con ambos y la sensación de que la guerra ha sido un
deber inútil preside cada escena.
En uno de esos momentos
maternos que se prodigan en la obra fordiana, el hijo formula
la pregunta clave: ¿Qué clase de hombre es, madre?.
Ella responde algo previsible (Un solitario), pero
tras ese misterio se siente venir a Ethan Edwards con su conciencia
dividida entre la civilización y la barbarie, con su certeza
del sacrificio individual que no tendrá recompensa, con su soledad
de vagabundo frente al gran telón de la nación que se erige.
El teniente coronel Yorke y Ethan Edwards regresarán en el coronel
John Marlowe, el oficial encargado de traspasar las líneas sudistas
y combatir contra ejércitos de niños en Marcha de valientes,
cuando la guerra civil de Ford no sólo ha dejado de tener gracia,
sino también heroísmo. Y regresarán, sobre todo, en Tom Doniphon,
la mayor creación de Ford desde Ethan Edwards, la figura inolvidable
de Un tiro en la noche y la más perfecta expresión de
un ensombrecimiento limítrofe con el pesimismo.
ULYSSES GRANT, EL ALCOHÓLICO
REDIMIDO: ¿Qué clase de hombre es Tom Doniphon? Un hombre
del viejo oeste rural, un fortachón de la vida silvestre que,
intuyendo la necesidad de la civilización (¿como Ford?), ayuda
al abogado Ranson Stoddard, un hombre del este, de las letras
y de las buenas maneras, a imponer el derecho en Shinbone.
Cuando llega la hora de
enfrentarse a la disolución social, el pistolero Liberty Valance,
Doniphone le dispara de tal modo que todos crean que el atildado
Stoddard es el héroe justiciero, y después le cede a la mujer
que ama para que le enseñe a leer. La película narra
el regreso de Stoddard, ahora senador, para asistir al funeral
de Doniphon, que ha muerto solitario, pobre y olvidado. Pero
los periodistas se niegan a contar la verdad, porque cuando
la leyenda se convierte en realidad, se imprime la leyenda.
Yorke, Ethan Edwards, Doniphon.
Bajo los grandes protagonistas explícitos de Ford subyace un
héroe secreto, inconsumado, al que por inextricables razones
de época, industria y moral personal, no pudo dedicar sino un
brevísimo episodio de La Conquista del Oeste. Se trata
de los 20 minutos más sombríos de esa película-río, que se conocen
como La guerra civil y registran una pesadillesca visión
nocturna de la batalla de Shiloh, la más sangrienta de la guerra
de Secesión, cuando el general Sherman acompaña al general Ulysses
S. Grant, que quiere renunciar a su mando porque ya se sabe
que es un alcohólico.
Grant es el héroe secreto.
Cuando Peter Bogdanovich lo entrevistó, Ford admitió que su
proyecto de filmar la vida de Grant era incompatible con su
pudor de mostrarlo como un alcohólico. Su temor era destruir
uno de los grandes mitos americanos; pero uno sospecha que si
hubiera vivido más años, habría llevado adelante su proyecto,
porque la leyenda y el mito ya habían dejado de interesarle.
El Grant de Ford bebe por
lucidez, porque en la guerra que conduce por necesidad histórica
divisa la barbarie que cobra su tributo humano para alimentar
la caldera de la civilización. Es alcohólico por las mismas
razones de Doc Holliday en Pasiones de los fuertes, que
recita con Hamlet el retrato de su condición: La conciencia
nos convierte en cobardes. Y por las mismas de todos los
médicos de Ford, testigos demasiado próximos de las tenues fronteras
entre sacrificio y necesidad, dolor y progreso, vida y muerte.
Su último héroe fue, notablemente,
una mujer, la doctora de Siete mujeres (1965) que se
entrega a los bárbaros para salvar a un recién nacido. Y cuando
se ve a esta versión femenina de Ethan Edwards preparar su venganza
y su propia muerte, se presiente el papel que con sus complejos
personajes tuvo John Ford en el arte de este siglo: representar
la tragedia del individuo en la construcción del futuro.