La cinematografía
de Alfred Hitchcock es una lección de coherencia en un
triple sentido instintivo, estético y espectacular y
si se quiere hallar algún rincón donde esos contradictorios
principios se reúnan en un todo armónico, hay
sólo una cosa por hacer: ver sus películas. Cincuenta
y cuatro largometrajes, 2 cortometrajes y 20 episodios de televisión.
Ningún otro
cineasta ha llegado tan lejos como Hitchcock en la exploración
en los límites de la individuación, una angustia
que le confiere su tamaño como artista contemporáneo.
EL MOMENTO CLAVE DE LAS
PELICULAS maduras de Alfred Hitchcock ocurre cuando el protagonista,
asediado por signos equívocos y ambiguos, transfiere
la duda sobre la liquidez de la realidad hacia la duda sobre
sí mismo. Ya se trate de un sacerdote abrumado por una
confesión (Mi secreto me condena, 1952), de un
periodista que presencia un crimen (La ventana indiscreta,
1954), de un tenista comprometido en homicidios cruzados (Pacto
siniestro, 1951), de un músico injustamente acusado
(El hombre equivocado, 1957) o de un ejecutivo envuelto
en una conspiración (Intriga internacional, 1959),
sus encrucijadas sólo alcanzan honduras vertiginosas
cuando la identidad es amenazada de disolución, cuando
el último refugio del yo está quebrantado y bajo
asedio.
Numerosos
analistas del cine de Hitchcock han coincidido en subrayar
que en su centro está el tema de la culpa. Esto
parece tan evidentemente cierto, que a la vez resulta
insatisfactorio: como si, estando en las cercanías
del centro, apenas se lo rozase con esa descripción.
Hitchcock exploró la culpa de un modo exhaustivo,
pero a partir de cierto momento intuyó que la última
dimensión del mal es el colapso de la identidad,
de eso que
a falta de mejores palabras llamamos ser
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El mayor personaje de Hitchcock
es Scottie Ferguson, y forma parte de la sutileza de esa obra
maestra que su mal dio el título a Vértigo
(1958). Scottie se ve metido en una intriga sin bordes, donde
la realidad parece en fuga permanente, y cuando intenta convertir
a la morena Judy en la rubia Madeleine es claro que está
traspasando la frontera de la locura, una espiral semejante
- un ojo asociado a un desagüe- es la metáfora central
de Sicosis (1960), un caso de naufragio terminal de la
identidad.
La eminencia canónica
de Hitchcock nace de la exploración sistemática
en los límites de la individuación. Ningún
otro cineasta ha llegado tan lejos en la profundidad de esa
investigación, pese a los esfuerzos de Alain Resnais
en El año pasado en Marienbad (1961) e Ingmar
Bergman en Persona (1966) y Vergüenza (1968).
A Donald Spoto, autor de
una biografía presuntamente desmitificadora, le parecía
que la morbosidad con que Hitchcock condujo su trabajo tenía
ciertos rasgos sicóticos. Pero eso no parece más
que el consuelo del racionalismo ante un autor que se dedicó
a contrastar la insoportable veleidad del ser con la insuficiencia
de la filosofía (Tuyo es mi corazón [1946],
La soga [1948]), la política (Juno y el pavo
real [1930], Topaz [1969]) y la psiquiatría
(Cuéntame tu vida [1945], Sicosis).
EL CINE DE HITCHCOCK
ES FASCINANTE de comienzo a fin debido a que no se halla
en sus 54 largometrajes, 2 cortometrajes y 20 episodios de TV
ninguno que resulte completamente irrelevante. Junto con Howard
Hawks, fue el caballo de batalla del auteurismo, precisamente
porque la peor de sus películas es siempre más
interesante que las más afortunadas obras de artesanos
impersonales.
Sus películas se
iluminan unas con otras por encima del tiempo; las primeras
resonancias de Bajo el signo de Capricornio (1949) están
en La mujer del granjero (1928), Los 39 escalones
(1935) rebota en El Saboteador (1942) y no resulta desmedido
hallar un remoto antecedente de Marnie (1964) en Fácil
virtud (1927). En pocos autores es tan nítida la
huella de las influencias asimiladas con inteligencia, como
Murnau en El asesino de las rubias (1926), Luhitsch en
Champaña (1928) o, más obviamente, Von
Sternberg y Welles en Desesperación (1950). A
la inversa, su rastro marca todo el cine de los 30 en adelante
y no hay uno solo de sus imitadores o remakers que haya podido
superar los originales.
Pero lo más atractivo
de esta filmografía es que su coherencia y su brillo
no impiden ver su carácter progresivo. Hitchcock dirigió
diez películas mudas antes de cumplir los 30 años;
por encima de sus calidades, hay en ellas un talento alerta
que muestra su determinación de apegarse a la disciplina
espartana de una narración puramente visual. La cámara
no es nunca indiferente a la acción; su presencia se
siente siempre y todos sus excesos son por ingenio, nunca por
flojera.
Sólo un cineasta
con esa maniática decisión de crear un lenguaje
de la mirada podía producir algunos de los mayores efectos
de sonido cuando llegó la hora del cine parlante: desde
la sorprendente banda experimental de Asesinato (1930)
hasta las grandes partituras de Bernard Herrmann para sus películas
de los 50 y 60, paradigmas permanentes del uso de la música
en el cine.
BUSCANCO AL ESPECTADOR:
Toda la obra de Hitchcock se define por la constante búsqueda
del espectador, no ya de su simpatía las comedias
no fueron su fuerte, lo que debió ser una frustración
para un temperamento tan próximo a Chesterton ,
sino de una empatía integral: reacciones, emociones,
pulsiones. El punto de vista de su cine oscila entre una mirada
superior, demiúrgica, más próxima a Dios
que a cualquier otra idea, y una inferior, atormentada, más
próxima al alma, y estoy convencido de que en esa rara
dialéctica, más que en el surrealismo explícito
con que a menudo usa el espacio y el color, hay que rastrear
el sentimiento de ligera embriaguez que producen sus obras mayores.
Sin embargo, Hitchcock comenzó
a depurar su estilo de toda interferencia en estos puntos de
vista después de 1940. Si su carrera hubiese terminado
antes, tendríamos el recuerdo de un estilista brillante,
pero no el de uno de los grandes artistas del siglo. Aunque
para entonces ya se había ganado la fama de maestro
del suspenso gracias a las alucinógenas intrigas
de Sabotaje (1936), Joven e inocente (1937) y
La dama desaparece (1938), su salto cualitativo está
vinculado con su traslado a Hollywood. Ya fuese por edad o porque
halló el sistema de producción que mejor podía
acomodarse a sus propósitos, Rebeca (1940) anuncia
la maduración del artista no sólo en el dominio
dramático, sino porque la fierecilla de la cámara
comienza a ser domada por otra disciplina estricta, la del relato,
y porque la señora de Winter es el primero de sus casos
de invasión de la identidad, esta vez por... una muerta.
Numerosos analistas del
cine de Hitchcock han coincidido en subrayar que en su centro
está el tema de la culpa. Esto parece tan evidentemente
cierto, que a la vez resulta insatisfactorio: como si, estando
en las cercanías del centro, apenas se lo rozase con
esa descripción. Hitchcock exploró la culpa de
un modo exhaustivo, pero a partir de cierto momento intuyó
que la última dimensión del mal es el colapso
de la identidad, de eso que a falta de mejores palabras llamamos
ser.
Muchas de sus películas
desarrollan intrigas que serían ridículas si no
dieran pie a esos momentos de zozobra integral. La espuria historia
de espías de El saboteador (1942) está
llena de secuencias alucinantes, aunque la mayor es la del héroe
atrapado en una fiesta de alta sociedad donde lo creen loco.
La trama de Agonía de amor (1947) no se sostiene
por sí, sino por la confusión sentimental del
abogado y el amor tóxico de la señora Paradine.
Lo que todavía asombra de Cuéntame tu vida
(1945) no son los decorados de Dalí, sino el modo en
que la doctora Petersen se contagia con la paranoia de su paciente.
La debilidad de las intrigas es lo que confirma que se está
en esos momentos frente a una inusual forma de pureza del cine,
la potenciación de las imágenes para transmitir,
sin sustentación literaria, un universo de emociones.
Sin embargo, cuando pudo
reunir su estilo con un relato de solidez dramática,
Hitchcock produjo invariablemente una obra maestra. De entre
ellas, él mismo decía preferir La sombra de
una duda (1943), la perturbadora historia de una niña
que descubre que su gentil tío es un sicópata.
Probablemente le gustaban las ideas de una pasión prohibida
conducida a un despeñadero por la ambivalencia de la
realidad y la de la invasión del mal en el territorio
de la inocencia adolescente, hogareña y provinciana.
Pero esa película
parece un tanto fría cuando se la compara con la pasión
devastadora que recorre a Cuéntame tu vida (1946),
donde el sufrimiento de Alicia Huberman, separada de su amor
para cumplir una misión antinazi, sólo puede ser
descrito como disolución. El hombre que entrega a otro
a la mujer que ama es un motivo que repite episódicamente
desde El ring (1927) hasta Topaz, y cuando John
Ford lo reprocesó para su propio universo en Un tiro
en la noche la identidad de Hitchcock como uno de los cineastas
más románticos de la historia no vino sino a confirmarse.
Personalmente prefiero Vértigo,
cuya internación en la más prohibida de las pasiones
-la necrofilia- lleva hasta el límite el colapso de la
conciencia ante la inmensidad del deseo y la fugacidad de los
hechos. No conozco otra película que haya hecho con tanta
convicción el trayecto inverso de la normalidad, de la
fantasmagoría inasible a la carnalidad furiosa, y no
me parece casual que después de consumar ese salto Hitchcock
haya producido una sucesión de obras maestras hasta su
muerte en 1980.
Las vulgarizaciones más
corrientes suelen asociar el nombre de Hitchcock con el miedo.
Además de haber confundido a decenas de cineastas que,
creyendo seguirlo, hacen todo lo contrario que Hitchcock -desde
Argento hasta Amenábar- , esa descripción resulta
muy insuficiente para incorporar la angustia radical que su
cine exploró y que le ha dado su estatura como artista
contemporáneo.
La pregunta final es: la
investigación sistemática en los mecanismos de
identificación del espectador, ¿tenía que conducir
a un arte que tocara el centro del problema humano en el siglo
XX, el de la identidad? No fatalmente: parte del adocenamiento
del cine se ha debido a que sus autores no han sacado las consecuencias
de su manera de filmar, de las estrategias narrativas que escogen
y de los temas que abordan. Hitchcock es una lección
de coherencia en un triple sentido instintivo, estético
y espectacular y si se quiere hallar algún rincón
donde esos contradictorios principios se reúnan en un
todo armónico, hay sólo una cosa por hacer: ver
sus películas.