La obra de Kubrick
es única y canónica no por su frugalidad (12 largometrajes
en 45 años), sino por dos razones: la megalomanía
y la poderosa capacidad de anticipación, de la que 2001
es un compendio y una metáfora.
LA LENTA EXTINCIÓN
DE HAL 9000, el supercomputador de 2001, odisea del espacio,
es una de las grandes muertes de la historia del cine; y sus
desvariantes súplicas a Dave Bowman, el astronauta sobreviviente
en el Discovery, merecen un lugar eminente en cualquier antología
de agonías.
La
frialdad aparente de Kubrick no procede de su estilo fílmico,
que más bien dispone de una imaginación visual
capaz de recoger las emociones más intensas, sino
de que su tema, a fin de cuentas, es la inteligencia, un
motivo en
el que lo anteceden muy pocos cineastas |
Y sin embargo, se trata
literalmente de una muerte cerebral, un viaje hacia el grado
cero del conocimiento y de la inteligencia, donde no hay paraíso
ni redención posible. El alma de HAL viaja hacia el infinito
convertida en un montón de chatarra por obra de un destornillador
implacable. En realidad, 2001, la película más
ambiciosa que jamás se haya filmado, es un compendio
de pequeñas y sutiles ironías de este tipo, lo
que puede ser una de las claves de su inaudita vigencia, que
ha resistido durante 30 años el paso de la Guerra
de las galaxias, Viaje a las estrellas, Alien
y otros mogoles de la ciencia-ficción.
UNA CINTA PIONERA:
En la imaginería fílmica del espacio exterior,
hay un antes y después de 2001. Cuando Stanley
Kubrick la filmó, en 1968, el género estaba consolidado
y no parecía capaz de ofrecer sorpresas. 2001 introdujo
esas naves enormes que entran por los bordes de la pantalla,
un recurso visual que después ha sido llevado hasta el
delirio con cosas como El día de la independencia.
Ese recurso cambió el modo de filmar el espacio exterior,
pero para Kubrick fue mucho más que eso. Fue, en verdad,
la manera de introducir la noción vertiginosa de un fuera
de campo de magnitudes colosales, una idea desoladora
acerca de la infinitud del conocimiento.
En la trayectoria de Kubrick
hay una cierta constante en cuanto a asumir géneros medio
gastados y reabrirlos desde dentro: Casta de malditos (56)
apareció cuando los thrillers de perdedores
llevaban un largo camino; para la época de Espartaco
(60) las películas de romanos iniciaban su
declive; la violencia extrema no fue un invento de La naranja
mecánica (71), pero ha sido su expresión más
inolvidable, El resplandor (80) mostró que el
ya sobado Stephen King podía ser filmado de una manera
inédita y creo que el tiempo confirma a quienes opinaron
que Nacido para matar (87) cerraba el ciclo sobre Vietnam
a alturas jamás alcanzadas por El francotirador,
Línea de fuego o Pelotón.
La obra de Kubrick es única
y canónica no por su frugalidad (12 largometrajes en
45 años), sino por dos razones que sólo en cierto
modo se relacionan con esa escasez de producción: la
megalomanía los espectáculos de Kubrick no son
desmedidos sólo en sus alcances, sino en su mismo planteamiento
y la poderosa capacidad de anticipación, de la que 2001
es un compendio y una metáfora.
Frugalidad, megalomanía
y anticipación son en este caso funciones de un mismo
fenómeno: la documentada, estudiosa inteligencia con
que sus películas están hechas. En la comedia
nuclear Dr. Insólito (64), el embajador soviético
admite que la carrera armamentista tiene en bancarrota a su
país, una constatación que recién 20 años
más tarde le serviría a Ronald Reagan para liquidar
a la URSS. En La naranja mecánica, Alex sufre
un tratamiento de shock que anticipa el debate sobre la violencia
audiovisual que se puso de moda más de un decenio después.
Tal como Espartaco, La patrulla infernal (57)
y Barry Lyndon (75) son muy cuidadosas en su análisis
de las estrategias militares, Nacido para matar plantea
cuestiones de la formación militar cuya discusión
todavía está abierta.
La palabra para estos hallazgos
no es clarividencia, sino información. Lo que distinguió
siempre a Kubrick de los adocenados cineastas de género
de Hollywood de los años 50 y 60 fue su obsesión
por el detalle, una manía de la minucia imbricada con
la de la grandeza.
Es un rasgo extraño
para un cineasta que siempre rodó adaptaciones literarias,
descontadas sus dos primeras piezas de ensayo. Entre el temor
y el deseo (54) y El beso del asesino (55): la magnífica
novela noir de Lionel White en Casta de malditos, Howard
Fast en Espartaco, Vladimir Nabokov en Lolita,
Arthur Clarke en 2001, Anthony Burgess en La naranja
mecánica, William Thackeray en Barry Lyndon.
2001 rompió
con la ciencia-ficción al uso entre otras cosas porque
se preocupó de averiguar cómo funcionan de verdad
los aparatos domésticos bajo gravedad cero, o porque
iinvestigó cómo sería el módulo
lunar que al año siguiente llevaría la Apolo 11.
La superioridad de Barry Lyndon sobre otras obras acerca
del siglo XVIII, y especialmente de la mítica Tom
Jones, tiene mucho que ver con la prolijidad de la indagación
en los usos y las mentalidades de la época, más
allá de la coherencia de la temprana novela de Thackeray.
Un estudio detallado de La naranja mecánica conduce
a la conclusión de que el aire de sarcasmo que envuelve
a la historia de Burguess por lo demás, nada agradable
procede sobre todo de los decorados, organizados como acidos
contrapuntos al drama de los personajes.
LA PERTURBADORA LOLITA:
El correlato de la inteligencia inquisitiva de Kubrick es
una mirada distanciada, ligeramente demasiado lúcida.
Quienes creen que distancia es igual a frialdad se encontrarían
toda la razón en Lolita (62), ese caso de dominación
sexual que reduce al profesor Humbert Humbert a un estado de
monigote del deseo.
Pero es un hecho que desde
entonces y entre las ninfetas de cuatro décadas, sólo
Pretty Baby se ha aproximado al poder de perturbación
que comunica, desde su severo blanco y negro, la Lolita Haze
de Kubrick, siempre menos morboso que Nabokov. 2001 es
también una película fría.
Barry Lyndon, casi un témpano. Casta de malditos
es un mecanismo de relojería cuya perfección resulta
más notoria cuando se lo compara con el esfuerzo de Quentín
Tarantino en Tiempos violentos. Y los estrictos (aunque
no aparentes) pulsos narrativos de El resplandor y Nacido
para matar podrían convertirlas en clases de racionalidad
si alguien se lo propusiera.
Sin embargo, Lolita
perturba, Barry Lyndon entristece, Casta de malditos
angustia, El resplandor aterra y Nacido para matar
desgarra. La capacidad de emoción del cine de Kubrick
parece misteriosa a primera vista, pero no lo es cuando se analizan
sus estrategias narrativas, siempre orientadas a crear un equilibrio
inestable entre la distancia crítica y el envolvimiento
individual.
Cuando el profesor Humbert
Humbert le pinta las uñas de los pies a Lolita, el lento
travelling por las piernas comunica al mismo tiempo el
patetismo y la embriagadora carnalidad de la situación.
Dave Bowman avanza hacia el cerebro de HAL 9000 por unos esterilizados
pasillos blancos, pero Kubrick pone en el primer plano sonoro
la respiración dentro del casco, que pasa a ser la pulsión
del espectador.
En Espartaco, el
patricio Graco pretende dar lecciones políticas al esclavo
Antonino, pero los tonos azulados de la nevada noche romana
sugieren, con su líquida fluidez, que bajo el formal
contacto táctil se desarrolla toda la fuerza del temblor
homosexual.
UN ASUNTO DE INTELIGENCIA:
La frialdad aparente de Kubrick no procede de su estilo
fílmico, que más bien dispone de una imaginación
visual capaz de recoger las emociones más intensas, sino
de que su tema, a fin de cuentas, es la inteligencia, un motivo
en el que lo anteceden muy pocos cineastas, con la notoria preeminencia
de Orson Welles y Joseph L. Mankiewicz. Pero, a diferencia de
Welles, que filmó la oscuridad de la inteligencia, y
de Mankiewicz, que reveló su esplendor, Kubrick trabaja
sobre su derrota, su ocupación y su muerte.
La inteligencia de HAL
9000 no es muy distinta de la de Johnny Clay, el ex presidiario
que quiere dar su golpe final en Casta de malditos, ni
la del Dr. Insólito, que prevé la supervivencia
de unos pocos tras el holocausto atómico: todas ellas
son inteligencias invadidas por la obsesión de la perfección,
como lo son las de profesor Humbert Humbert, el escritor Jack
Torrance (El resplandor) y el trepador Barry Lyndon.
La película más
débil de Kubrick, Espartaco, debe sus flaquezas
a la beatería del izquierdismo de los 60 con que aparece
revestido el líder de los esclavos, algo que se debe
tanto al bien conocido sentimentalismo del guionista Dalton
Trumbo como a los deseos heroicos del protagonista y productor
Kirk Douglas; pero se convierte en una obra potente cuando registra
la lucha entre Craso y Graco, los senadores enfrentados por
el dilema entre la dictadura personalista y la democracia corrompida.
Se ha dicho, con razón, que las actuaciones de Laurence
Olivier y Charles Laughton en estos personajes constituyen los
paradigmas de los dos modos posibles de interpretación
en el cine. Pero si Kubrick pudo integrarlos tan armoniosamente
en una sola película es porque su verdadero interés
era confrontar también a las dos inteligencias posibles
en el mundo del poder.
La fragilidad de las inteligencias
de Alex o del soldado Gomer Pyle (Nacido para matar)
las convierten en campos de ocupación para el crimen.
En cambio, los poderosos cerebros de Craso, el Dr. Insólito
o HAL 9000 se inclinan al crimen como parte de su voluntad de
dominio, lo que constituye el principio de su perdición.
Una de las ideas más subyugantes de Espartaco
consiste en que la soberbia de Craso lo impulse a enamorarse
de la esclava Varinia sólo para controlar, por interposición,
la cabeza de su odiado líder rebelde. La arrogancia de
no permitir que la debilidad humana arruine la misión
a Júpiter es lo que pierde a HAL y el Dr. Insólito,
pierde a la humanidad entera con sus orgullosos dispositivos
nucleares. Lolita parece una glosa a la derrota de la inteligencia
por el deseo sexual, pero en realidad su centro está
en el dominio del estirado profesor Humbert por el cerebro perverso
de Clare Quilty, que manipula toda la relación con la
adolescente para su propio fin.
Si 2001 es, como
parece, el centro de la compacta filmografía de Kubrick,
su visión acerca de la infinidad de la inteligencia,
despojada de ribetes místicos (como se quiso hacer creer
en su tiempo, con el debate acerca del significado del monolito
que vaga por el universo), constituye un esfuerzo desgarrador
por reubicar el conocimiento humano en la modesta escala que,
pese a su larga evolución, ha alcanzado. Y es significativo
que 2001 sea la película menos sarcástica y pesimista
de la obra de Kubrick: quizás se debe a que el Discovery
perdiéndose en los confines del universo ya no ofrece
el desconsolador espectáculo de la inteligencia ocupada
para el crimen.
Pero ese desconsuelo es
el componente fundamental del valor canónico de estas
películas y a él, o a su intensidad procesada
por la razón, se debe que el cine contemporáneo
haya sido reconfigurado cuando ya parecía que, como los
géneros, caminaba hacia un ocaso de minimalismo y sentimentalismo.
Si se tuviera que distinguir
un aporte principal en la obra de Kubrick, ese sería
el de la apertura del medio, un proceso que a la postre haría
posibles a Martin Scorsese, a David Cronenberg, al propio Tarantino
o al puñado de autores que hacen que el cine no renuncie
todavía a la idea de la grandeza expresiva.