Akira Kurosawa
es un cineasta posnuclear en todo lo fundamental, y la pesadilla
atómica constituye el trasfondo sobre el cual encuentra
una salida al vacío existencialista: el heroísmo
secreto, personal y final.
LA FRASE DEL TITULO PERTENECE
al gángster Matsunaga, amo del suburbio, hombre apuesto
y ahora tuberculoso, que intenta describir, con cierto aire
de desafío, al doctor Sanada, de quien no se sabe si
bebe para mitigar la visión atroz de sus pacientes marginales,
o si vive entre esos pacientes precisamente porque es alcohólico.
La película se llama El ángel ebrio (48)
y marca el momento a partir del cual Akira Kurosawa, hasta entonces
concentrado en unas historias desgarradoras acerca de las ilusiones
perdidas, poblará al cine de ángeles sucios, esos
santos laicos que le conferirán su eminencia como uno
de los grandes artistas del siglo: El doctor Sanada y su eco
posterior, Niide (Barbarroja, 1965), el comisario Sato
(El perro rabioso, 1949), el burócrata Watanabe
(Vivir, 1952), los samurai de Yojimbo (1961) y
Sanjuro (1962), el cazador Dersu Uzala (1975)
y por supuesto el maestro Uchida de su testamento fílmico,
Madadayo (1993).
Kurosawa
tiene su lugar en el canon precisamente porque, como todos
los cineastas mayores,
filmó también lo infilmable |
La evolución de Kurosawa
es un fenómeno de fases muy marcadas. Aunque hizo su
aprendizaje con la generación fundacional del cine japonés
y las tres primeras películas que dirigió no son
totalmente ajenas al esfuerzo de guerra del Imperio
del Sol Naciente, fue un director cosmopolita en un país
reticente al interculturalismo. Este hecho confundió
por años a una parte de la crítica occidental
en especial, la francesa, que tendió a desdeñar
el trabajo de Kurosawa por contraste con la pureza
oriental de Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu. Hoy parece ridícula
la defensa de semejante aislacionismo cultural, pero los 50
y 60, en fin, abundaron en esa clase de cosas risibles.
Donde Mizoguchi y Ozu traducían
los principios contemplativos del budismo y del zen, Kurosawa
introdujo parte de la retórica narrativa occidental fragmentación
del espacio, montaje dramático, alternanacia de planos,
aunque entonces no se sabía que su propósito era
llevarla hasta límites inesperados. Las influencias de
la vanguardia soviética Eisenstein y Dovzhenko
y del clasicismo americano John Ford son notorias
en toda la primera etapa de la carrera de Kurosawa; pero a partir
de los 50 la relación se invirtió y fue él
quien creó las referencias para las generaciones nuevas,
como es ostensible desde Sam Peckinpah (y su hijo bastardo Sergio
Leone) hasta Steven Spielberg.
Pese a la fecha de su debut,
Kurosawa es un cineasta posnuclear en todo lo fundamental, y
desde Nuestra juventud (1946), la historia de unos jóvenes
universitarios arrasados por la lucha contra el fascismo, su
visión fue derivando hacia la búsqueda de un heroísmo
posible en un mundo de ruina material y moral. La pareja que
ensaya un modo de soñar en el Tokio bombardeado de Un
maravilloso domingo (1947) o el policía que se interna
en el submundo buscando su pistola robada en El perro rabioso
(1949) son muestras casi perfectas de esa interrogación.
Se ha debatido con cierta
profusión acerca del instante en que el cine de Kurosawa
despegó de la voluntad de estilo y la originalidad de
las historias hacia la radicalidad insólita que proponen
sus metáforas maduras. Dado que fue un cineasta altamente
autoconsciente, tal vez sea justo atender a sus propias palabras,
según las cuales una adaptación de Dostoievski,
El idiota (1951), cambió el curso de su obra,
no sólo por la resistencia que ofrecía la base
literaria, sino por el vértigo de contar una historia
que trata a la vez sobre la imposibilidad de la bondad y sobre
su desesperada necesidad.
Esa constante tensión
de El idiota hace posible Vivir (1952), donde
el burócrata desahuciado se entrega a la causa de transformar
una ciénaga en un pequeño parque; y su monumentalidad
anticipa la de Los siete samurai (1954), donde un grupo
de guerreros se sacrifica para defender a un poblado campesino
que al final le dará la espalda. Ambas se cuentan entre
las obras magnas del cine, no ya por el dominio del estilo,
sino porque ese estilo ha sido definitivamente puesto al servicio
de una noción trágica de la nobleza.
Al margen de que Kurosawa
alternase el género histórico con las intrigas
contemporáneas, su héroe permanente no es el samurai,
sino el ronin: el luchador que, habiendo perdido a su
señor, yerra en busca de un nuevo sentido para su vida.
Ronin es Kambei, el jefe de los caballeros andantes que hallan
una verdadera misión en la causa ajena, anónima
y secreta de Los siete samurai, como los dos Sanjuro
que intervienen en las surpaciones de Sanjuro y Yojimbo. Pero
lo son también, a su manera, el doctor Sanada, el funcionario
Watanabe y el ejecutivo Nishi, que quiere desenmascarar a sus
jefes corruptos en Los malvados duermen bien (1960).
Es difícil no oír
en estos héroes de contracorriente ecos recíprocos
con el cine de los grandes maestros norteamericanos. Sanjuro
y el médico de Barbarroja son tan profesionales como
los personajes de Howard Hawks y unos y otros comparten la decisión
de atravesar con estoicismo el valle de las sombras.
żY sería insolente relacionar al Ethan Edwards de Más
corazón que odio con el amargo perfil de un ronin?
UN EXPRESIONISTA:
La primera vez que se encontraron, John Ford le dijo a Kurosawa:
A usted realmente le gusta la lluvia. La aguda observación
del maestro americano (Kurosawa respondió: Y usted
realmente ha visto mis películas) refleja también
su sutil distancia con la inclinación expresionista del
maestro japonés, que usó siempre los climas extremos
para entrar en las borrascosas conciencias de sus personajes:
la nieve de Hokkaido en El idiota, el calor fulminante
en El cielo y el infierno (63) y sobre todo la lluvia,
la brumadora lluvia de Rashomon, Los siete samurai
o Rapsodia en agosto.
En realidad, Kurosawa extrema
el expresionismo cada vez que sus personajes se ven enfrentados
a los espectros de sus propios crímenes, otro tema central
en su mundo fílmico: la muerte de Washizu/Macbeth (Trono
de sangre, 57) y la derrota de Hidetora/Lear (Ran, 85) están
revestidas de una atrocidad que las despoja de todo realismo.
En cambio, la muerte de
un hombre bueno es un hecho demasiado lejano de toda comprensión
humana. Cuando el doctor de Barbarroja declara que nada
hay tan solemne como los últimos momentos de un hombre,
sólo vemos a un anciano patético que apenas respira,
y entonces entendemos que lo que está ocurriendo allí
escapa a nuestros pobres sentidos. 30 años más
tarde, en Madadayo, el sueño final de otro anciano,
el profesor Uchida, nos dará un indicio de la auténtica
solemnidad de ese instante. Kurosawa tiene su lugar en el canon
precisamente porque, como todos los cineastas mayores, filmó
también lo infilmable.
LA EFICACIA DE LA NARRACIÓN:
Tales momentos no son el producto de la pura inspiración,
aunque sin ella tampoco serían posibles. El cine de Kurosawa
nace de una constante reflexión sobre los medios fílmicos.
Rashomon explora
los problemas del punto de vista, Los siete samurais
es un ensayo sobre la construcción del espacio, El
cielo y el infierno está enteramente diseñada
a partir de las miradas entre un barrio pobre y una villa lujosa,
y La fortaleza escondida moviliza a fondo las posibilidades
de la pantalla ancha, el formato que incomodó a todos
los clásicos y que Kurosawa convirtió en un modo
de expresar la inquietante extensión de los destinos
humanos.
Pero el eje de su grandeza
no está en esa conciencia permanente del medio que también
ha extraviado a muchos artistas en un laberinto de metalenguajes,
sino en una base más primaria, la de su propia tarea
como narrador. O, para decirlo de otro modo, en la pertinaz
decisión de evitar siempre la inutilidad del relato,
su reducción a simple espectáculo o discurso.
En su caso, el hecho mismo
de narrar supone un acto moral, lo que significa que en la manera
de contar una historia se halla implicado su sentido último.
En Rashomon la falacia de las versiones sobre un crimen
reflejan un mundo sin sentido, donde ya no hay verdad posible,
ni, por tanto, la posibilidad de Dios. En Vivir el relato
se quiebra con la muerte del protagonista, para
que en la segunda parte descubramos el heroísmo secreto
con que dio sentido a su agonía de seis meses. La
fortaleza escondida es una peripecia de redención
y restauración, Barbarroja construye un telón
moral para un conjunto de amores más grandes que
la vida y El infierno del odio cancela la intriga
policial antes de la mitad para entrar en un análisis
material de las huellas del mal. Kagemusha cuenta una
historia de ascenso y caída, mientras que Ran
describe una sola e interminable derrota.
La audacia de las estrategias
narrativas de Kurosawa es una función de su mirada sombría
sobre la dificultad del bien en un mundo que produjo la bomba
atómica. La pesadilla nuclear es explícita en
muchas de sus películas Un duelo silencioso,
Sueños, Rapsodia en agosto, pero
ante todo constituye el trasfondo sobre el cual Kurosawa encuentra
una salida al vacío existencialista: el heroísmo
secreto, personal y final, por el cual hasta el más envilecido
de los sujetos, hasta el más sucio de los ángeles,
puede redimirse con el resplandor de un sentido.
A ese atrevimiento, a ese
desafío fílmico y moral se debe la extraña
sensación que producen sus películas: que se ha
partido de un punto para llegar a otro muy distante, y que en
el intertanto han ocurrido muchas cosas. Mientras muere bajo
la nieve en el parque silencioso, el veterano Watanabe, protagonista
de un episodio ínfimo que sin embargo se nos ha presentado
como una epopeya, se burla suavemente de nuestra falta de precio
por las cosas que importan, cantando, ya sin voz, La vida
es corta....
En 1975, con 65 años
y un intento de suicidio que estuvo a punto de engrosar la lista
de artistas japoneses autoeliminados, Kurosawa comenzó
a filmar historias sobre la vejez. Se trata de una sucesión
de obras maestras que se inicia con el crepuscular lirismo de
Dersu Uzala, pasa por el heroísmo patético
de Kagemusha, se hunde en el pesimismo de Ran,
afronta los contraluces violentos de Sueños, recupera
la fuerza del dolor y el perdón con Rapsodia en agosto
y culmina, como si se tratase de una redonda metáfora
de toda su carrera, con la gloriosa exaltación del maestro
que se resiste a morir en su última película.
Madadayo me produjo
la desazón de asistir a un momento profético y
quizás único en el cine: que una obra comenzada
50 años antes con una historia de iniciación (La
leyenda del judo) culminase con una historia de despedida.
Me pareció demasiado mágico, demasiado exacto
y lúcido para ser humano.
Pero así fue, y presumo
que mi resistencia se debía a mi incapacidad para comprender
que, al final de todo, Kurosawa nos quería decir que
el conjunto de su obra, no cada película, no las secuencias
privilegiadas, constituía su propio y definitivo acto
moral. Después, este año, murió apaciblemente,
como un sensei, como un ronin. Como un héroe.