Federico
Fellini, que en nuestras academias goza de un prestigio casi
olímpico, fue un cineasta atractivo (especialmente en sus primeras
películas) y no se le podría discutir su condición de autor.
Pero en conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior
a la de los cineastas mayores. Cuando se la ve sin la nostalgia
de los 60, incluso La doce vita resulta un vagabundeo
intelectual de menor cuantía, cargado de retórica altisonante
y con un estilo visual inclinado a la afectación.
A
la crítica que por muchos años ha creído que las películas deben
ser tributarias de otras artes y otras disciplinas hay que atribuir
el divorcio temprano entre arte popular y valoración estética.
Muchas grandes películas fueron apreciadas por públicos masivos
mientras recibían el desdén de la crítica artística. No hay
nada de malo en apreciar intensamente a Fellini. El problema
está en creer que él marca algún tipo de cumbre en el cine.
En conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior a la
de los cineastas mayores.
A LA CRÍTICA QUE
POR MUCHOS AÑOS ha creído que las películas deben
ser tributarias de otras artes y otras disciplinas hay que atribuir
el divorcio temprano entre arte popular y valoración estética.
Muchas grandes películas fueron apreciadas por públicos masivos
mientras recibían el desdén de la crítica artística.
La
afirmación de que en gustos no hay nada escrito
es una falacia inhabilitante, de esas que zanjan todo debate
antes de empezar. En los ambientes ilustrados esta consigna
encubre cierta pereza intelectual y en los sectores medios
impone el discreto estatus
del arribismo por sobre la humillación del desconocimiento.
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No hay nada de malo en apreciar
intensamente a Fellini. El problema está en creer que él marca
algún tipo de cumbre en el cine. En conjunto, su obra ocupa
un peldaño bastante inferior a la de los cineastas mayores.
En cien años de historia, el santoral del cine ha conocido grandes
y dramáticas variaciones en la búsqueda de una especificidad
artística. Hasta los años 20, los críticos serios
elogiaban al cine que mejor imitaba al teatro; en Francia, que
durante gran parte del siglo fue la capital de la crítica especializada,
se acuñó la expresión film d'art para distinguir a los productos
con pedigree escénico de aquellos quiltros que fascinaban a
las multitudes.
Durante los 20 y 30, las
palmas se las llevaron las obras de avant-garde, aquellas que
querían llevar a la pantalla las sacudidas que vivía el mundo
de la plástica. En los 30, y hasta los 50, el turno de la gloria
correspondió al cine literario: aplausos para las películas
que se atrevieran con las obras de escritores grandes y pequeños;
la camera-stylo (cámara-lápiz) del por otro lado interesante
Alexandre Astruc fue una sofisticada culminación de esa tendencia.
En los 50 y 60 el prestigio se desplazó hacia uno de los géneros
oblicuos de la literatura, la ciencia social, por cuya virtud
las películas debían ser retratos societarios directos o indirectos,
declaraciones sociohistóricas o testimonios de fe en el progreso.
Tal vez esta peregrinación
fue necesaria, pero tuvo efectos perniciosos que han perdurado.
A estas corrientes críticas hay que atribuir, al menos en parte,
el temprano divorcio entre arte popular y valoración estética,
un fenómeno que se produce en las artes maduras pero que ha
acompañado al cine casi desde su nacimiento. Muchas grandes
películas del pasado fueron apreciadas por públicos masivos,
mientras recibían el desdén de la crítica artística.
Jean Mitry produjo un libro,
famoso por muchos años, donde elogiaba a John Ford por El
delator, Las uvas de la ira y El Fugitivo,
mientras deploraba la mayoría de sus westerns; las primeras
seducían a las academias, pero las segundas llenaban las salas.
Si el tiempo ha corregido
parte de estas distorsiones, es porque proporciona la más importante
de las medidas del arte, que es también la única que lo aproxima
con la historia: sobrevive lo que puede. A la fuerza estética
sólo puede oponerse la fuerza estética. Los westerns de Ford
tienen hoy la vitalidad y el vigor expresivo que sus películas
más refinadas no conservan del mismo modo, por la
sencilla razón de que en ellas vibra la vida muy por encima
de las ideas y porque movilizan una estética de la acción que
no es tributaria de la pintura, el teatro, ni la literatura.
Por otro lado, sin esas
idolatrías serias, con sus correspondientes decadencias,
habría menos certezas de las ya pocas que hoy tenemos.
ANACRONISMOS SOBRE HOLLYWOOD:
En el pasado, Marcel Carné fue tan glorificado por El muelle
de las brumas y Los hijos del paraíso, que hacer
notar su pesada literatosidad y su concepción artificiosa de
la narración parecían verdaderos sacrilegios. Hoy sabemos que
el elogio de Franco Zefirelli (por el cristianismo de postal
de Jesús de Nazareth y Hermano Sol, hermana luna,
o por sus reiteradas sobre-simplificaciones de Shakespeare)
está restringido a los críticos que buscan en las películas
algo distinto del cine, y que el barniz cultural
con que se reviste no alcanza a cubrir la pobreza de sus recursos
fílmicos.
Al mismo tiempo, afirmar
que en el western hubo un poderoso manantial estético o que
Alfred Hitchcock es uno de los más grandes artistas del cine
dejaron de ser las herejías que eran hace poco más de 30 años.
Los juicios al bulto sobre Hollywood o sobre otros sistemas
industriales han pasado a ser anacronismos que sólo se permiten
en las tertulias de amigotes. Ahora es posible hablar sin malditismo
sobre las obras que Terence Fisher filmó para la casa del terror
gótico, Hammer Films, y nadie se sorprende de que públicos estudiantiles
hayan repletado un ciclo sobre Drácula en el Centro Cultural
Montecarmelo.
LA CRÍTICA SEGÚN
SAMUEL JOHNSON: Para llegar a este punto se requirió de
muchos esfuerzos críticos, a menudo solitarios, alejados de
la corriente "correcta", con la firme decisión de considerar
a las películas como obras en sí mismas, con sus propios medios
expresivos, y no como tributos a otras formas del arte o del
conocimiento. Las voces de esos críticos conservan su vigencia
a lo largo del siglo, por encima de la zalagarda de analistas
que dejaron la piel buscando para el cine una gloria ajena a
la que por sí mismo merece.
Desde el doctor Samuel Johnson,
la crítica de arte no es la doctrina sobre lo que se debe ver
o no, ni es orientación ni pedagogía, como muchos la quieren
entender. La crítica es, primero, un monólogo que un espectador
(el crítico) un tanto privilegiado (porque publica lo que piensa)
trata de entablar con una obra, y sólo en segundo lugar, una
propuesta para que un público concreto ponga en combate su propia
percepción contra la del privilegiado. Es la majadería lo que
primero da a un crítico su título de tal; y únicamente por añadidura,
y por virtudes anexas la perspicacia, la erudición, el humor,
un crítico puede traspasar las barreras de sus propios prejuicios.
En el camino contrario se
halla esa ideología sacerdotal que se ha traspasado al sentido
común bajo la afirmación de que en gustos no hay nada
escrito. Se trata de una falacia inhabilitante, de esas
que zanjan todo debate antes de empezar. En los ambientes ilustrados
esta consigna encubre cierta pereza intelectual y en los sectores
medios impone el discreto estatus del arribismo por sobre la
humillación del desconocimiento. Sobre gustos se ha escrito
todo, de Aristóteles en adelante; el esfuerzo por codificar
los mecanismos del gusto y por traducirlo en un sistema con
sentido es la historia de la estética. Y de pocas cosas se ha
escrito tanto como de la estética.
Pero es cierto que se ha
escrito poco en el sentido de las Escrituras, lo
que confirma que entre la normatividad mística y la medida estética
hay escasa relación.
¿FELLINI SOCIÓLOGO?:
Es del todo legítimo que cada quien identifique su propio
gusto en el cine como mejor le venga en gana. Ya no lo es tanto
si ese gusto es propuesto como la medida del cine. Y cuando
además de ser propuesto es enseñado como tal, entonces la ilegitimidad
deviene en aberración. Parte de la pobreza de la actual formación
de cine radica en que, en nombre del gusto, se desdeñan el análisis
y la historia, y en especial el ejercicio de ver las películas
según lo que ellas proponen y no según lo que proponen otras
formas del conocimiento. De ahí que cada cierto tiempo se proclaman
nuevas fundaciones del arte, o se establecen nuevas medidas
de perfección con arreglo a la seriedad en uso.
Por ejemplo, Federico Fellini,
que en nuestras academias goza de un prestigio casi olímpico.
Fellini fue un cineasta atractivo (especialmente en sus primeras
películas) y no se le podría discutir su condición de autor.
Pero en conjunto, su obra ocupa un peldaño bastante inferior
a la de los cineastas mayores. Cuando se la ve sin la nostalgia
de los 60, incluso La dolce vita resulta un vagabundeo
intelectual de menor cuantía, cargado de retórica altisonante
y con un estilo visual inclinado a la afectación. Por cierto,
nada de eso desmerece el poder de fascinación que ejerció sobre
varias generaciones: pero esto es carne de sociología, muy dudosamente
de estética.
La hipertrofia crítica sobre
otras de sus obras parece aún más clara: las resonancias de
Ocho y medio o Satyricon son ya inferiores que
las de los poderosos mundos fílmicos de Erich von Stroheim o
Roberto Rossellini, por nombrar a dos cineastas con los cuales
Fellini fue indebida y contradictoriamente parangonado.
Por supuesto, no hay nada
de malo en apreciar intensamente a Fellini. El problema está
en creer que él marca un tipo de cumbre del cine. En ese caso,
probablemente no se esté apreciando el cine, sino otros valores,
como el vigor plástico, alguna variante del existencialismo
o incluso el carácter italiano. Es a través de este camino que
se llega a exaltar a Wayne Wang sólo porque Paul Auster colaboró
con él en Smoke y Blue in the face, a Robert Rodríguez
por ser un hijo putativo de Quentin Tarantino, o a Luc Besson
por su buen olfato para las modas de turno. Puestos en eso,
hasta sería más novedoso seguir a Jan de Bont, un fotógrafo
que al pasar a la dirección ha logrado el mérito nada desdeñable
de fijar, con Máxima velocidad y Twister, dos
hitos en la imaginería infantil de las pesadillas colectivas.
Pero esto último lo intenta menos gente, entre otras cosas porque
no parece tan serio ni proporciona diploma cultural.
EL AUTOR MAYOR: Tampoco
hay nada malo en apreciar intensamente una película sin enterarse
de quién es su autor, aunque sería raro leer un libro sin una
plena y sostenida conciencia del autor. Lo malo comienza cuando
esta carencia es elevada al rango de modelo analítico, como
lo ha intentado el estructuralismo más pedestre, cuya obsesión
por aislar a la creación del creador sugiere cierto temor a
los significados más inquietantes.
Cuando se sigue la obra
de un director y se observa, aun sin rigor metódico, el misterioso
flujo de interconexiones y resonancias que la recorre, el gozo
estético no disminuye: sólo puede aumentar, aunque no más sea
por el diálogo silencioso que el espectador establece con el
autor. Y cuando lo que se sigue es la obra de un gran director,
ese diálogo se convierte en una progresiva exploración de nuestros
ámbitos más remotos. Un autor menor puede generar cierta familiaridad
por su desenvoltura para hacernos reconocer situaciones cotidianas,
como Woody Allen, por su ingeniosa manera de tejer relaciones
delirantes, como Pedro Almodóvar, o por las fantasías en que
identificamos rasgos sociales y aun autobiográficos, como el
mismo Fellini. Pero un autor mayor nos conduce hacia zonas más
profundas, hacia la perturbación y el desasosiego que forman
parte de nuestra levadura esencial, el magma donde se diluyen
las fronteras que cotidianamente erigimos entre razón, emoción,
inteligencia y sensibilidad. Un autor mayor pone en funcionamiento
un mundo en el que los rasgos sociales, ideológicos o históricos,
que siempre están presentes, pierden eminencia ante el desafío
que plantea a nuestra identidad y a nuestras formas de conocer
y entender el mundo.
Es contra la frecuente derogación
de las posibilidades del cine, contra su reducción a un arte
de simpatías y sinceridades, contra el gravamen que se le impone
desde otras disciplinas, contra la tediosa refundación de lo
que ya ha sido hecho, que se impone la necesidad de canon. A
fin de cuentas, éste no será más que el conjunto de lo que un
interesado debería ver si de veras quiere aproximarse a lo que
el cine ha podido ser, incluso, aunque todavía no haya pasado
el tiempo suficiente para asegurar que lo que reconocemos hoy
como superior perdurará al modo en que han hecho los grandes
clásicos literarios.
Pero las inteligencias fílmicas
de John Ford, Howard Hawks, Orson Welles y Roberto Rossellini
se imponen con tanta nitidez en estos cien años, que constituyen
la vara para medir el auténtico arte del cine.