La
gran anticipación de Welles consiste en haber percibido que
si la tragedia humana por excelencia es la pérdida de la inocencia,
lo sería con una fuerza inusitada en el siglo XX, hasta el punto
de constituir el núcleo de sus angustias. Nunca sabremos lo
que Welles pudo hacer del cine, y esa sensación de incompletitud
preside todo juicio. Pero lo que conocemos no es sólo un indicio,
sino una obra perfectamente individual, única e inequívoca.
EL CIUDADANO KANE
NO SÓLO es la película que ha despertado más vocaciones
cinematográficas en el mundo, como observó Martin Scorsese,
sino también probablemente la que ha suscitado más estudios,
ensayos, libros e investigaciones. Recién el año pasado, un
largometraje documental, La batalla por El Ciudadano Kane,
postuló al Oscar con un minucioso aunque muy intencionado recuento
de la lucha que enfrentó a Orson Welles con el magnate de la
prensa William Randolph Hearst, modelo de Kane.
Sombras
del mal no fue terminada por Welles, y sin
embargo, es innegable que es una obra integralmente
wellesiana: su peculiar estilo visual, su barroquismo
sintético, es
más difícil de alterar que de imitar
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El mismo Welles es objeto
de una apasionada revisión. En el último quinquenio se han publicado
a lo menos once libros importantes sobre su obra y, en la mayoría
de los casos, su eje se concentra en un misterio: cuál es la
razón de que Welles sólo pudiera filmar El ciudadano Kane
en completo control de sus medios, y de que en adelante lo persiguieran,
como maldiciones, las malas relaciones con los estudios, las
dificultades de financiamiento y las intervenciones abusivas
en sus películas.
Después del Annus mirabilis
de 1940, el propio Welles reconoce que sólo tuvo control sobre
El proceso (1962), Campanadas de medianoche (1965)
y F for fake (1973), a los que hay que añadir los trabajos
independientes, pero pobremente financiados, de Macbeth
(1948) y Otelo (1951).
Otros misterios rodean al
insólito genio que transformó la radio con su emisión de La
guerra de los mundos, que sacudió al teatro con sus adaptaciones
de Shakespeare y que clavó en el lenguaje del cine el enorme
espolón de El ciudadano Kane. Por ejemplo, los guiones
nunca filmados, las supuestas novelas (como Mister Arkadin,
escrita por Maurice Bessy, a la que se ha atribuido un estilo
literario wellesiano) y esos tambores de celuloide que
siguen apareciendo en diversos rincones del mundo, como It's
all true, The deep, The other side of the wind
y la fantasmagórica saga de Don Quijote. Por razones
tan intrincadas como las que presidieron su carrera, la obra
de Welles parece todavía, doce años después de su muerte, inconclusa,
sorpresiva, casi alevosa.
¿HÉROE O MEGALÓMANO?:
Welles está en el centro de las grandes artes populares
del siglo XX, y en el centro del centro de ellas, que es el
cine. Paradójicamente, sus obras fueron y son escasamente populares,
pero afectaron como una pandemia a todo lo que vino después.
La frase de Peter Bogdanovich según la cual El ciudadano
Kane se adelantó en 40 años a su época se aplica con tal
exactitud a toda la obra de Welles, que varias de sus películas
resultan aún más avanzadas que las experiencias que hoy se consideran
de vanguardia. El proceso (1962) conserva una lozanía
tan vivaz que resulta razonable preguntarse si nuestras capacidades
actuales están en posición de comprenderla cabalmente.
El genio es esencialmente
eso: capacidad de anticipación. Pero anticipación no es profecía,
sino superación del horizonte común. La de Welles consiste en
haber percibido que si la gran tragedia humana ha sido siempre
la pérdida de la inocencia (la Caída), lo sería con una fuerza
inusitada en el siglo que le fue deparado, hasta el punto de
constituir, quizás, el núcleo de sus angustias.
Para que el mito de la Caída
tuviese esa intensidad, Welles debía construir sujetos descomunales,
bigger than life, enormes en estatura moral, psicológica
y dramática. Como Shakespeare, urdió vidas insignes y, careciendo
de monarcas, los reemplazó por sus equivalentes del siglo XX:
magnates, políticos, genios del poder. Como Dante y al revés
de Shakespeare, se propuso ser él mismo encarnación de esos
mitos, sacralización del ego elevado a condición inmortal.
Y como Cervantes y Kafka,
conservó una auténtica incertidumbre acerca de la relación entre
mito y representación: ¿era él mismo ese héroe desproporcionado,
superior al tiempo, o no era más que un megalómano alucinado
por cierta noción de la grandeza?
INFLUENCIAS SUPERADAS:
Las fuentes de Welles son tan nítidas que sólo resulta inquietante
su enorme ambición, la manera en que las mayores eminencias
cognitivas de la historia le resultaron tan familiares. Ello
hace sospechar dos cosas simultáneas: que tales condiciones
no eran apropiadas para su época ni para el ambiente que eligió
(Hollywood) y, por lo tanto, suponían una cierta fatalidad,
y que, de haberse ejecutado en plenitud, su obra cinematográfica
dominaría el canon sin parangón alguno.
Welles es uno de esos casos
en que el genio parece perfectamente formado desde la primera
obra. Cuando filmó El ciudadano Kane tenía 25 años y
no había trabajado jamás en Hollywood. Para entonces, John Ford
tenía 45 años y, tras 25 de carrera, estaba en pleno camino
de sus obras mayores (que se anticipaban con Qué verde era
mi valle). Alfred Hitchcock, con 41 de edad y 20 de películas,
iniciaba la gran maduración anunciada por Rebeca. Luis
Buñuel sólo se había asomado al cine y otras grandes claves
del canon, como Buster Keaton y Friedrich Wilhelm Murnau a las
cuales tributaría ya habían dejado de filmar. Antes del rodaje,
Welles vio, durante semanas, La diligencia, de Ford,
filmada un año antes, y agregó decenas de clásicos americanos
a ese aprendizaje fulminante. La influencia de Ford, asumida
y sobrepasada, es visible en muchos momentos de El ciudadano
Kane.
Con todo, El ciudadano
Kane no marca ni remotamente el límite de sus posibilidades.
Aun siendo un modelo de supremacía artística, carece todavía
de la radicalidad de la madurez. Mister Arkadin (1955),
filmada 14 años después, puede ser un remake de El ciudadano
Kane, perfeccionado y combinado con lo mejor de La dama
de Shanghai, (1947), aunque Welles no tuvo esta vez el control
del montaje final; a diferencia de su precursor, cuya vida es
reconstruida por los periodistas, el poderoso Arkadin encarga,
él mismo, revisar su pasado mediante testimonios mucho más torvos
que todos los que configuran a Kane. Y no lo hace, como en Kane,
para descubrir en la historia la inocencia perdida, sino para
destruir esa historia infectada e iniciar una nueva inocencia,
lo que es más trágicamente imposible.
El estúpido Van Straaten
que lleva adelante la tarea de puro creerse listo, igual que
el tonto de O'Hara en La dama de Shanghai, es, somos
nosotros: los simples testigos, los que ignoran la infinitud
del bien y del mal y que no dan la talla frente a estos personajes
monumentales. Arkadin es un Kane multiplicado por mil, infinitamente
más complejo y doloroso.
SOMBRAS DEL MAL:
Toda la obra de Welles es una bofetada a la pasividad, una provocación
a la complacencia. El origen de sus dificultades para filmar
en Hollywood apenas comenzaba su carrera es conocido accedió
al deseo de Roosevelt de acercarse a América Latina rodando
una película en Brasil (It's all true) que no llegó a
terminarse, pero dio una base mítica a la idea del niño terrible
y dilapidador y, sobre todo, puso freno a la intolerable posibilidad
de una eminencia genial en el corazón de la entretención.
Debido a esto, nunca sabremos
lo que Welles pudo hacer del cine, y esa sensación de incompletitud
tiende a refutar el juicio global. Sin embargo, lo que conocemos
no es sólo un indicio, sino una obra perfectamente individual,
única e inequívoca, con el poder suficiente para ser la más
influyente en la historia del cine y, más aún, para invadir
películas en las que Welles sólo debía actuar, como Jornada
de terror (Norman Foster), Jane Eyre (Robert Stevenson)
y El tercer hombre (Carol Reed).
Personalmente, considero
que la más grande obra de Welles no es ni de lejos El ciudadano
Kane, sino Sombras del mal (1958), que al mismo tiempo
me parece la mayor película de la historia, pero no fue terminada
por Welles, y esa circunstancia vuelve polémica la idea de autoría
tanto como magnífica la posibilidad irrealizada. Sin embargo,
es innegable que Sombras del mal es una obra integralmente
wellesiana, como ocurre con todo lo que lleva su firma.
La explicación de este fenómeno
radica en que su peculiar estilo visual, su barroquismo sintético,
es más difícil de alterar que de imitar. Tal estilo consiste
en la conversión de dos rasgos técnicos el lente gran angular
y la profundidad de campo en un modo de ver el mundo y en un
procedimiento para dotarlo, no del realismo ontológico que conmovía
a André Bazin, sino de una intensidad verdaderamente demiúrgica.
¿Cómo alterar, por ejemplo,
la espesa noche de Macbeth, filmada en un solo y abrumador
plano de 10'24", que se inicia cuando Lady incita al crimen
y concluye cuando Macduff lo descubre al amanecer? ¿Cómo interferir
en el envolvente plano inicial de Sombras del mal, que
empieza con una bomba en las manos de un sujeto y acaba con
una explosión, tras haber recorrido un pueblo y hasta una frontera,
definiendo todo el espacio moral de la historia? ¿Y la extensa
secuencia del acuario en La dama de Shanghai, cuando
O'Hara cede ante la arrebatadora señora Bannister mientras los
peces que se mueven tras su sombra reproducen el torvo movimiento
de ese embrujo?
EL TIEMPO Y EL ESPACIO:
Debido a este estilo, el manejo del tiempo está en el corazón
de la eminencia narrativa de Welles. Las cosas ocurren con la
velocidad y la contiguidad de los sueños. Los relatos están
tan sobrecargados, que a través de unos minutos parecen transcurrir
horas, días e incluso años de sucesos mentales. Además, transcurren
anchas biografías, épocas completas y confrontaciones fulminantes,
como si todas fuesen una misma cosa.
En El ciudadano Kane
se requiere una historia de 70 años para ingresar en la más
compleja personalidad autoritaria, pero en El extraño
basta un par de semanas para revelar al más perverso de los
nazis. Soberbia condensa un cambio de siglo y Mister
Arkadin, varios años de búsqueda mundial, mientras que Macbeth
y Sombras del mal reducen intrigas cósmicas a dos bárbaras noches.
El espacio, siempre repleto
(luz y sombra son activas), se contrae y se expande en función
del ritmo del relato, y éste sufre las mismas torsiones en función
del movimiento interior de esos personajes monstruosos que son
sus protagonistas. Son los que dictan el ritmo de la vida. Y
esto es decisivo: aunque filma el drama de sus inocencias perdidas,
la posición de Welles como creador está siempre más cerca de
ellos que de sus víctimas.
El arrogante Charles Foster
Kane, Bannister, el insomne Macbeth, el bárbaro Otelo, Arkadin
y, sobre todo, el Hank Quinlan de Sombras del mal, son los únicos
que pueden dar la estatura de la tragedia, y si Welles quiere
condenarlos racionalmente, puede también brindar con Arkadin
por aquellos que son fieles a su índole, o seguir
a Otelo en su trágica afirmación de que uno debe ser lo
que parece, en contraste con los traicioneros Elsa Bannister
y Yago, que se ocultan tras la frase inversa: No soy lo
que parezco".
No hay momento más lírico
en Sombras del mal que aquel en que Hank Quinlan regresa
a la maga y a la pianola que evocan sus buenos tiempos. No se
halla instante más intenso en la vida de Kane que el del abandono
de Susan Alexander. Nada iguala la lúcida impotencia de Bannister
cuando su mujer es deseada por O'Hara sobre un fondo de fogatas.
No existe tristeza más atroz que la de Arkadin cuando intuye
que su hija terminará por conocer su pasado. Esos momentos únicos
son el patrimonio de la grandeza.
Con excepción de Kane (que
no obstante muere en la cima de un palacio), todos estos protagonistas
caen: Franz Kindler y Macbeth, desde sendas torres; Bannister,
en una sala de espejos que es a la vez laberinto y abismo; Otelo,
a un calabozo patibulario; Arkadin, desde un avión en vuelo;
Quinlan, desde un puente hacia la infecta ribera de un río.
En esas caídas se proyecta la postrera tragedia humana: el encuentro
con la muerte como la última de las inocencias posibles.
Welles también cayó. Temprano
en la mañana, mientras escribía, fulminado de un ataque cardíaco,
en octubre de 1985. Yace en una villa española.
Contrariando el destino
del ficticio Kane (y del real Hearst), cuya vida duró
más que su poder, el de Welles dura más que su vida. Y
el Kane del cine, como Quinlan, Arkadin, Amberson, Bannister,
durarán más que ambos.