31 de agosto 1997
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO

Charlton Heston y Orson Welles
en una escena de Touch of evil, Sed de mal (1958)
© Hulton Archive

La gran anticipación de Welles consiste en haber percibido que si la tragedia humana por excelencia es la pérdida de la inocencia, lo sería con una fuerza inusitada en el siglo XX, hasta el punto de constituir el núcleo de sus angustias. Nunca sabremos lo que Welles pudo hacer del cine, y esa sensación de incompletitud preside todo juicio. Pero lo que conocemos no es sólo un indicio, sino una obra perfectamente individual, única e inequívoca.


“EL CIUDADANO KANE” NO SÓLO es la película que ha despertado más vocaciones cinematográficas en el mundo, como observó Martin Scorsese, sino también probablemente la que ha suscitado más estudios, ensayos, libros e investigaciones. Recién el año pasado, un largometraje documental, La batalla por El Ciudadano Kane, postuló al Oscar con un minucioso aunque muy intencionado recuento de la lucha que enfrentó a Orson Welles con el magnate de la prensa William Randolph Hearst, modelo de Kane.

Sombras del mal no fue terminada por Welles, y sin embargo, es innegable que es una obra integralmente wellesiana: su peculiar estilo visual, su barroquismo sintético, es más difícil de alterar que de imitar

El mismo Welles es objeto de una apasionada revisión. En el último quinquenio se han publicado a lo menos once libros importantes sobre su obra y, en la mayoría de los casos, su eje se concentra en un misterio: cuál es la razón de que Welles sólo pudiera filmar El ciudadano Kane en completo control de sus medios, y de que en adelante lo persiguieran, como maldiciones, las malas relaciones con los estudios, las dificultades de financiamiento y las intervenciones abusivas en sus películas.

Después del Annus mirabilis de 1940, el propio Welles reconoce que sólo tuvo control sobre El proceso (1962), Campanadas de medianoche (1965) y F for fake (1973), a los que hay que añadir los trabajos independientes, pero pobremente financiados, de Macbeth (1948) y Otelo (1951).

Otros misterios rodean al insólito genio que transformó la radio con su emisión de La guerra de los mundos, que sacudió al teatro con sus adaptaciones de Shakespeare y que clavó en el lenguaje del cine el enorme espolón de El ciudadano Kane. Por ejemplo, los guiones nunca filmados, las supuestas novelas (como Mister Arkadin, escrita por Maurice Bessy, a la que se ha atribuido un “estilo literario” wellesiano) y esos tambores de celuloide que siguen apareciendo en diversos rincones del mundo, como It's all true, The deep, The other side of the wind y la fantasmagórica saga de Don Quijote. Por razones tan intrincadas como las que presidieron su carrera, la obra de Welles parece todavía, doce años después de su muerte, inconclusa, sorpresiva, casi alevosa.

¿HÉROE O MEGALÓMANO?: Welles está en el centro de las grandes artes populares del siglo XX, y en el centro del centro de ellas, que es el cine. Paradójicamente, sus obras fueron y son escasamente populares, pero afectaron como una pandemia a todo lo que vino después. La frase de Peter Bogdanovich según la cual El ciudadano Kane se adelantó en 40 años a su época se aplica con tal exactitud a toda la obra de Welles, que varias de sus películas resultan aún más avanzadas que las experiencias que hoy se consideran de vanguardia. El proceso (1962) conserva una lozanía tan vivaz que resulta razonable preguntarse si nuestras capacidades actuales están en posición de comprenderla cabalmente.

El genio es esencialmente eso: capacidad de anticipación. Pero anticipación no es profecía, sino superación del horizonte común. La de Welles consiste en haber percibido que si la gran tragedia humana ha sido siempre la pérdida de la inocencia (la Caída), lo sería con una fuerza inusitada en el siglo que le fue deparado, hasta el punto de constituir, quizás, el núcleo de sus angustias.

Para que el mito de la Caída tuviese esa intensidad, Welles debía construir sujetos descomunales, bigger than life, enormes en estatura moral, psicológica y dramática. Como Shakespeare, urdió vidas insignes y, careciendo de monarcas, los reemplazó por sus equivalentes del siglo XX: magnates, políticos, genios del poder. Como Dante y al revés de Shakespeare, se propuso ser él mismo encarnación de esos mitos, sacralización del ego elevado a condición inmortal.

Y como Cervantes y Kafka, conservó una auténtica incertidumbre acerca de la relación entre mito y representación: ¿era él mismo ese héroe desproporcionado, superior al tiempo, o no era más que un megalómano alucinado por cierta noción de la grandeza?

INFLUENCIAS SUPERADAS: Las fuentes de Welles son tan nítidas que sólo resulta inquietante su enorme ambición, la manera en que las mayores eminencias cognitivas de la historia le resultaron tan familiares. Ello hace sospechar dos cosas simultáneas: que tales condiciones no eran apropiadas para su época ni para el ambiente que eligió (Hollywood) y, por lo tanto, suponían una cierta fatalidad, y que, de haberse ejecutado en plenitud, su obra cinematográfica dominaría el canon sin parangón alguno.

Welles es uno de esos casos en que el genio parece perfectamente formado desde la primera obra. Cuando filmó El ciudadano Kane tenía 25 años y no había trabajado jamás en Hollywood. Para entonces, John Ford tenía 45 años y, tras 25 de carrera, estaba en pleno camino de sus obras mayores (que se anticipaban con Qué verde era mi valle). Alfred Hitchcock, con 41 de edad y 20 de películas, iniciaba la gran maduración anunciada por Rebeca. Luis Buñuel sólo se había asomado al cine y otras grandes claves del canon, como Buster Keaton y Friedrich Wilhelm Murnau a las cuales tributaría ya habían dejado de filmar. Antes del rodaje, Welles vio, durante semanas, La diligencia, de Ford, filmada un año antes, y agregó decenas de clásicos americanos a ese aprendizaje fulminante. La influencia de Ford, asumida y sobrepasada, es visible en muchos momentos de El ciudadano Kane.

Con todo, El ciudadano Kane no marca ni remotamente el límite de sus posibilidades. Aun siendo un modelo de supremacía artística, carece todavía de la radicalidad de la madurez. Mister Arkadin (1955), filmada 14 años después, puede ser un remake de El ciudadano Kane, perfeccionado y combinado con lo mejor de La dama de Shanghai, (1947), aunque Welles no tuvo esta vez el control del montaje final; a diferencia de su precursor, cuya vida es reconstruida por los periodistas, el poderoso Arkadin encarga, él mismo, revisar su pasado mediante testimonios mucho más torvos que todos los que configuran a Kane. Y no lo hace, como en Kane, para descubrir en la historia la inocencia perdida, sino para destruir esa historia infectada e iniciar una nueva inocencia, lo que es más trágicamente imposible.

El estúpido Van Straaten que lleva adelante la tarea de puro creerse listo, igual que el tonto de O'Hara en La dama de Shanghai, es, somos nosotros: los simples testigos, los que ignoran la infinitud del bien y del mal y que no dan la talla frente a estos personajes monumentales. Arkadin es un Kane multiplicado por mil, infinitamente más complejo y doloroso.

“SOMBRAS DEL MAL”: Toda la obra de Welles es una bofetada a la pasividad, una provocación a la complacencia. El origen de sus dificultades para filmar en Hollywood apenas comenzaba su carrera es conocido accedió al deseo de Roosevelt de acercarse a América Latina rodando una película en Brasil (It's all true) que no llegó a terminarse, pero dio una base mítica a la idea del niño terrible y dilapidador y, sobre todo, puso freno a la intolerable posibilidad de una eminencia genial en el corazón de la entretención.

Debido a esto, nunca sabremos lo que Welles pudo hacer del cine, y esa sensación de incompletitud tiende a refutar el juicio global. Sin embargo, lo que conocemos no es sólo un indicio, sino una obra perfectamente individual, única e inequívoca, con el poder suficiente para ser la más influyente en la historia del cine y, más aún, para invadir películas en las que Welles sólo debía actuar, como Jornada de terror (Norman Foster), Jane Eyre (Robert Stevenson) y El tercer hombre (Carol Reed).

Personalmente, considero que la más grande obra de Welles no es ni de lejos El ciudadano Kane, sino Sombras del mal (1958), que al mismo tiempo me parece la mayor película de la historia, pero no fue terminada por Welles, y esa circunstancia vuelve polémica la idea de autoría tanto como magnífica la posibilidad irrealizada. Sin embargo, es innegable que Sombras del mal es una obra integralmente wellesiana, como ocurre con todo lo que lleva su firma.

La explicación de este fenómeno radica en que su peculiar estilo visual, su barroquismo sintético, es más difícil de alterar que de imitar. Tal estilo consiste en la conversión de dos rasgos técnicos el lente gran angular y la profundidad de campo en un modo de ver el mundo y en un procedimiento para dotarlo, no del realismo ontológico que conmovía a André Bazin, sino de una intensidad verdaderamente demiúrgica.

¿Cómo alterar, por ejemplo, la espesa noche de Macbeth, filmada en un solo y abrumador plano de 10'24", que se inicia cuando Lady incita al crimen y concluye cuando Macduff lo descubre al amanecer? ¿Cómo interferir en el envolvente plano inicial de Sombras del mal, que empieza con una bomba en las manos de un sujeto y acaba con una explosión, tras haber recorrido un pueblo y hasta una frontera, definiendo todo el espacio moral de la historia? ¿Y la extensa secuencia del acuario en La dama de Shanghai, cuando O'Hara cede ante la arrebatadora señora Bannister mientras los peces que se mueven tras su sombra reproducen el torvo movimiento de ese embrujo?

EL TIEMPO Y EL ESPACIO: Debido a este estilo, el manejo del tiempo está en el corazón de la eminencia narrativa de Welles. Las cosas ocurren con la velocidad y la contiguidad de los sueños. Los relatos están tan sobrecargados, que a través de unos minutos parecen transcurrir horas, días e incluso años de sucesos mentales. Además, transcurren anchas biografías, épocas completas y confrontaciones fulminantes, como si todas fuesen una misma cosa.

En El ciudadano Kane se requiere una historia de 70 años para ingresar en la más compleja personalidad autoritaria, pero en El extraño basta un par de semanas para revelar al más perverso de los nazis. Soberbia condensa un cambio de siglo y Mister Arkadin, varios años de búsqueda mundial, mientras que Macbeth y Sombras del mal reducen intrigas cósmicas a dos bárbaras noches.

El espacio, siempre repleto (luz y sombra son activas), se contrae y se expande en función del ritmo del relato, y éste sufre las mismas torsiones en función del movimiento interior de esos personajes monstruosos que son sus protagonistas. Son los que dictan el ritmo de la vida. Y esto es decisivo: aunque filma el drama de sus inocencias perdidas, la posición de Welles como creador está siempre más cerca de ellos que de sus víctimas.

El arrogante Charles Foster Kane, Bannister, el insomne Macbeth, el bárbaro Otelo, Arkadin y, sobre todo, el Hank Quinlan de Sombras del mal, son los únicos que pueden dar la estatura de la tragedia, y si Welles quiere condenarlos racionalmente, puede también brindar con Arkadin “por aquellos que son fieles a su índole”, o seguir a Otelo en su trágica afirmación de que “uno debe ser lo que parece”, en contraste con los traicioneros Elsa Bannister y Yago, que se ocultan tras la frase inversa: “No soy lo que parezco".

No hay momento más lírico en Sombras del mal que aquel en que Hank Quinlan regresa a la maga y a la pianola que evocan sus buenos tiempos. No se halla instante más intenso en la vida de Kane que el del abandono de Susan Alexander. Nada iguala la lúcida impotencia de Bannister cuando su mujer es deseada por O'Hara sobre un fondo de fogatas. No existe tristeza más atroz que la de Arkadin cuando intuye que su hija terminará por conocer su pasado. Esos momentos únicos son el patrimonio de la grandeza.

Con excepción de Kane (que no obstante muere en la cima de un palacio), todos estos protagonistas caen: Franz Kindler y Macbeth, desde sendas torres; Bannister, en una sala de espejos que es a la vez laberinto y abismo; Otelo, a un calabozo patibulario; Arkadin, desde un avión en vuelo; Quinlan, desde un puente hacia la infecta ribera de un río. En esas caídas se proyecta la postrera tragedia humana: el encuentro con la muerte como la última de las inocencias posibles.

Welles también cayó. Temprano en la mañana, mientras escribía, fulminado de un ataque cardíaco, en octubre de 1985. Yace en una villa española.

Contrariando el destino del ficticio Kane (y del real Hearst), cuya vida “duró más que su poder”, el de Welles dura más que su vida. Y el Kane del cine, como Quinlan, Arkadin, Amberson, Bannister, durarán más que ambos.


http://www.maza.cl/cine/canon/welles1.html