PESE A LA REITERACION DE ESTE FRACASO,
los profetas de la destrucción de la estética, y por lo tanto
de la jerarquización y del canon, ocupan hoy gran parte de la
escena académica. En Estados Unidos, la norma de lo 'políticamente
correcto' no sólo asfixia el debate en las universidades, sino
que, en el caso del cine, ha llevado a la glorificación de las
películas feministas, etnocentristas o de minorías sólo por
encarnar tales valores, y no por ser buenas películas. Pero
la necesidad de la jerarquía estética se impone por sí sola.
No da lo mismo cualquier película. El cine no es un páramo donde
todo equivalga a todo. Empujados por el volumen de esa evidencia,
los chamanes han inventado la apología de la sinceridad, como
si la sinceridad fuese un valor estético muy interesante. Un
autor valioso, dicen, es aquel capaz de desnudarse en sus obras,
y ojalá de la manera más literal. Y para mostrarlo están los
cineastas que ventilan sus personalísimos problemas en películas
de cientos de miles de dólares: el fallecido Federico Fellini,
Pedro Almodóvar, el racial Spike Lee (no menos racial de lo
que fue Sidney Poitier en los 60 y 70), Oliver Stone con sus
opiniones paranoides sobre América, y, sobre todo, Woody Allen,
que ha convertido al cine en una vitrina de sus desajustes sentimentales.
Oscar Wilde decía que toda mala poesía es sincera. La razón
es que la sinceridad siempre está cerca de la complacencia.
La poesía está cerca del dolor, o es el dolor. De idéntica manera,
el goce estético combina misteriosamente el placer con el dolor.
Por eso es que los grandes artistas sufren la
influencia de otros grandes artistas. Es un signo de la corrupción
del sentido estético el que hoy haya tantos cineastas que citan
a los maestros. Las peores debilidades de Tim Burton y Quentin
Tarantino se hallan en el deporte de las citas, en el que el
mediocre John Landis siempre les llevará ventaja. Los mejores
cineastas contemporáneos -Martin Scorsese, David Cronenberg,
Bob Rafelson, David Lynch- no citan: en sus películas vibra
el sufrimiento y la lucha con los grandes cineastas que los
precedieron. Scorsese lucha contra Orson Welles, tal como Welles
luchó premeditadamente contra John Ford y Ford, a pesar de sus
gentilezas amistosas con David Wark Griffith, luchó también
contra él.
POR SUERTE, Y POR DESGRACIA para la Escuela
del Resentimiento, existen las películas, tal como existen
los libros. Con las películas no hay caso. Ya puede Tim Burton
resucitar a Ed Wood Jr., pero ello no hace más que alejarlo
de Orson Welles. Cuando Tarantino deje de citar a Howard Hawks,
quizás se acerque a él, o a Stanley Kubrick, que parece ser
su verdadero objetivo.
Cuando uno ve las películas como películas, y
no como toscas intermediarias de mensajes que no cambiarán a
nadie, la superioridad y la inferioridad dejan de ser 'fascismo'
o 'instituciones burguesas' para convertirse en la medida que
siempre han sido en el arte: la diferencia entre aquello que
está ganando la lucha contra la muerte -el desgarro esencial
de toda obra artística- y aquello que la está perdiendo. Aquí
se derrumba la mistificación y comienza la verdad (no la sinceridad):
Wim Wenders no es Nicholas Ray, John Woo es un piriguín al lado
de Sam Fuller, Peter Greenaway parece un remedo de Luis Buñuel,
y a Mary Lambert se le nota que, como decía Johnny Ramone a
propósito de su muy cult Cementerio maldito (donde aparecen
Los Ramones), no sólo no tiene la menor idea sobre cine
de terror, sino que no sabe absolutamente nada de ningún tipo
de cine. Ramone agregaba una sabia sentencia: Realmente
no sé cómo es que alguien puede filmar si no ve películas.
Viendo las películas, la conclusión puede no ser
inevitable, pero sí es irrebatible: el canon del cine existe.
Lo centran John Ford, Howard Hawks, Orson Welles, Alfred Hitchcock,
Roberto Rossellini y una escasa decena de nombres más.
No hay en ellos nada en común, ni ideológico,
ni político, ni religioso. Si se tomaran sus principios como
modelos de conducta, el caos alcanzaría rangos siquiátricos.
Nadie como Ford ha podido traducir en imágenes un conservadurismo
tan penetrante, crítico y autoconsciente; nadie pudo, como Hawks,
construir una moral centrada en la autosuficiencia y el individualismo
extremo; nadie le ha dado el estatuto mitológico que Welles
confirió al valor del relato; no hay un paralelo con la demiurgia
puritana de Hitchcock; y no existe un radicalismo católico comparable
al de Rossellini.
LO QUE EXPLICA LA SENSACIÓN de decadencia
que produce gran parte del cine actual no es sólo la decadencia
objetiva de la industria -que existe-, sino, sobre todo, el
hecho de que muchos cineastas no quieren ser medidos con el
canon. Con la excepción de Scorsese y otros cuantos, los directores
de hoy renuncian por anticipado a que se los compare con Ford,
Hawks o Welles, tal como demasiados escritores se aterran de
antemano frente a Dostoievski o Jane Austen. Eso puede explicar
el auge del minimalismo y del vitrineo en las peripecias privadas.
Por eso uno agradece cuando David Fincher se atreve a intentar
una exploración metafísica del mal urbano en Los siete pecados
capitales; o cuando Anthony Minghella se anima a proponer
un melodrama de dimensiones mayores, pese a los innumerables
defectos de su versión de El paciente inglés; o cuando
Mike Leigh trata de recuperar, con sus Secretos y mentiras,
la exploración del alma desde la tradición del realismo social.
No es más que gratitud: lo que se debe, no a la perfección,
sino al coraje.