EL CANON DEL CINE
20 de abril 1997
Artes y Letras/ El Mercurio

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PESE A LA REITERACION DE ESTE FRACASO, los profetas de la destrucción de la estética, y por lo tanto de la jerarquización y del canon, ocupan hoy gran parte de la escena académica. En Estados Unidos, la norma de lo 'políticamente correcto' no sólo asfixia el debate en las universidades, sino que, en el caso del cine, ha llevado a la glorificación de las películas feministas, etnocentristas o de minorías sólo por encarnar tales valores, y no por ser buenas películas. Pero la necesidad de la jerarquía estética se impone por sí sola. No da lo mismo cualquier película. El cine no es un páramo donde todo equivalga a todo. Empujados por el volumen de esa evidencia, los chamanes han inventado la apología de la sinceridad, como si la sinceridad fuese un valor estético muy interesante. Un autor valioso, dicen, es aquel capaz de desnudarse en sus obras, y ojalá de la manera más literal. Y para mostrarlo están los cineastas que ventilan sus personalísimos problemas en películas de cientos de miles de dólares: el fallecido Federico Fellini, Pedro Almodóvar, el racial Spike Lee (no menos racial de lo que fue Sidney Poitier en los 60 y 70), Oliver Stone con sus opiniones paranoides sobre América, y, sobre todo, Woody Allen, que ha convertido al cine en una vitrina de sus desajustes sentimentales. Oscar Wilde decía que toda mala poesía es sincera. La razón es que la sinceridad siempre está cerca de la complacencia. La poesía está cerca del dolor, o es el dolor. De idéntica manera, el goce estético combina misteriosamente el placer con el dolor.

Por eso es que los grandes artistas sufren la influencia de otros grandes artistas. Es un signo de la corrupción del sentido estético el que hoy haya tantos cineastas que citan a los maestros. Las peores debilidades de Tim Burton y Quentin Tarantino se hallan en el deporte de las citas, en el que el mediocre John Landis siempre les llevará ventaja. Los mejores cineastas contemporáneos -Martin Scorsese, David Cronenberg, Bob Rafelson, David Lynch- no citan: en sus películas vibra el sufrimiento y la lucha con los grandes cineastas que los precedieron. Scorsese lucha contra Orson Welles, tal como Welles luchó premeditadamente contra John Ford y Ford, a pesar de sus gentilezas amistosas con David Wark Griffith, luchó también contra él.

POR SUERTE, Y POR DESGRACIA para la Escuela del Resentimiento, existen las películas, tal como existen los libros. Con las películas no hay caso. Ya puede Tim Burton resucitar a Ed Wood Jr., pero ello no hace más que alejarlo de Orson Welles. Cuando Tarantino deje de citar a Howard Hawks, quizás se acerque a él, o a Stanley Kubrick, que parece ser su verdadero objetivo.

Cuando uno ve las películas como películas, y no como toscas intermediarias de mensajes que no cambiarán a nadie, la superioridad y la inferioridad dejan de ser 'fascismo' o 'instituciones burguesas' para convertirse en la medida que siempre han sido en el arte: la diferencia entre aquello que está ganando la lucha contra la muerte -el desgarro esencial de toda obra artística- y aquello que la está perdiendo. Aquí se derrumba la mistificación y comienza la verdad (no la sinceridad): Wim Wenders no es Nicholas Ray, John Woo es un piriguín al lado de Sam Fuller, Peter Greenaway parece un remedo de Luis Buñuel, y a Mary Lambert se le nota que, como decía Johnny Ramone a propósito de su muy cult Cementerio maldito (donde aparecen Los Ramones), “no sólo no tiene la menor idea sobre cine de terror, sino que no sabe absolutamente nada de ningún tipo de cine”. Ramone agregaba una sabia sentencia: “Realmente no sé cómo es que alguien puede filmar si no ve películas”.

Viendo las películas, la conclusión puede no ser inevitable, pero sí es irrebatible: el canon del cine existe. Lo centran John Ford, Howard Hawks, Orson Welles, Alfred Hitchcock, Roberto Rossellini y una escasa decena de nombres más.

No hay en ellos nada en común, ni ideológico, ni político, ni religioso. Si se tomaran sus principios como modelos de conducta, el caos alcanzaría rangos siquiátricos. Nadie como Ford ha podido traducir en imágenes un conservadurismo tan penetrante, crítico y autoconsciente; nadie pudo, como Hawks, construir una moral centrada en la autosuficiencia y el individualismo extremo; nadie le ha dado el estatuto mitológico que Welles confirió al valor del relato; no hay un paralelo con la demiurgia puritana de Hitchcock; y no existe un radicalismo católico comparable al de Rossellini.

LO QUE EXPLICA LA SENSACIÓN de decadencia que produce gran parte del cine actual no es sólo la decadencia objetiva de la industria -que existe-, sino, sobre todo, el hecho de que muchos cineastas no quieren ser medidos con el canon. Con la excepción de Scorsese y otros cuantos, los directores de hoy renuncian por anticipado a que se los compare con Ford, Hawks o Welles, tal como demasiados escritores se aterran de antemano frente a Dostoievski o Jane Austen. Eso puede explicar el auge del minimalismo y del vitrineo en las peripecias privadas. Por eso uno agradece cuando David Fincher se atreve a intentar una exploración metafísica del mal urbano en Los siete pecados capitales; o cuando Anthony Minghella se anima a proponer un melodrama de dimensiones mayores, pese a los innumerables defectos de su versión de El paciente inglés; o cuando Mike Leigh trata de recuperar, con sus Secretos y mentiras, la exploración del alma desde la tradición del realismo social. No es más que gratitud: lo que se debe, no a la perfección, sino al coraje.


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