“UN FILME DE...”
25 de mayo 1997
Artes y Letras/ El Mercurio

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ES UNA IRONÍA QUE, a la vuelta del tiempo, la iconografía del director como víctima del sistema se haya convertido en otro instrumento del marketing. La tendencia la inició el avispado Steven Spielberg, cuya special edition le permitió revender Encuentros cercanos del tercer tipo varios años después de su salida de los circuitos. Su amigo George Lucas, más lento pero no menos listo, ha cerrado el círculo con el reciente trajín de la trilogía de La guerra de las galaxias. En línea similar, aunque arropados por la indignación moral, se inscriben los directors' cuts, montajes ideales que a los pobres directores les fueron negados por sus pérfidos productores. De seguro habrá casos donde la película mejore. Pero entre los más conocidos, hay que ser francos: Ridley Scott no agregó a Blade Runner nada esencial, y Kevin Costner sumó a Danza con lobos sólo dosis de tedio.

La noción del director como autor también ha resistido el embate de los guionistas y los escritores, que se han amparado en otra imaginería de la explotación inclemente. Raymond Chadler sufrió como chino en Hollywood (y también con las editoriales), pero William Faulkner ganó más dinero de lo que le daban las editoriales. A Ernest Hemingway le dolieron las trivializaciones de algunas de sus novelas, pero la peor de ellas, Tener y no tener, dio pie a otra de las grandes obras del cine. Joseph Wambaugh ha despotricado contra la “destrucción”, por Robert Aldrich, de The choirboys, pero es claro que antes recibió un cheque por entregar su novela. Tal vez un cheque no compense nunca una novela destruida, pero en este caso, si Wambaugh tuviese razón, lo destruido sería la película, no su novela. John Grisham, que no parece tan sensible como Wambaugh, ha sentado el principio de que ya no le compran novelas, sino las ideas que vaya a tener el próximo año, aunque todavía no se hace ni una película interesante con sus importantes ideas. Los escritores explotan la confusión de obras, profitan de la tendencia esnob de medir las películas por su “fidelidad” a las novelas y a veces pueden utilizar el status de que gozan entre la intelligentsia.

SARRIS, EL PRIMER CRITICO de autores en EE.UU., llegó a decir que su adhesión al principio no llegaba tan lejos como para negar que el “autor” de Sueños de seductor era Woody Allen, que escribió la obra de teatro, aunque la película la dirigió Herbert Ross, y que Erich Segal era el único autor de Love story, dirigida en el cine por Arthur Hiller. Esta renuncia del más prominente auteurista norteamericano se salta el hecho de que, mientras Ross filmaba Sueños de seductor con Woody Allen como protagonista, el mismo Allen estrenaba como director La revolución está de moda y Todo lo que siempre quiso saber acerca del sexo y nunca se atrevió a preguntar, comedias gruesas y ostensiblemente inferiores a la filmada por Ross. Del ejemplo de Hiller y Segal hay poco que decir: ni la novela ni la película merecen esa discusión.

Y en Il Postino, ¿cuál es la posición de auditoría? ¿Cómo nos la arreglamos para explicar que su versión literaria original, Ardiente paciencia, fuese filmada por el escritor Antonio Skármeta, y trece años más tarde haya sido sensiblemente modificada por el director Michael Radford con colaboración del mismo Skármeta? ¿Cómo se defiende en ese caso la auditoría literaria? Radford no será un auteur, puesto que su coherencia artística ni se divisa, pero es el autor de Il Postino, al margen de que Skármeta lo sea de Ardiente paciencia. Y su participación en esa película, por abusivo que se lo crea, le dará el prestigio (que en su momento no le dio a Skármeta) para hacer más películas.

PAULINE KAEL, LA MÁS INFLUYENTE crítica del bosque hollywoodense y la principal polemista del sociologismo en contra del auteurismo, se quejaba de que el enfoque del autor obligaría a apreciar películas rutinarias “por el solo hecho” de tener directores respetados. La cuestión es precisamente ésa: los buenos directores son, en simple, los que han hecho buenas películas, y los mejores son los que han hecho más buenas que malas. La perfección de John Ford no impide que en su filmografía haya una pieza más baja, como Un Crimen por hora, del mismo modo que no todo lo que escribieron Cervantes o Neruda estuvo a la altura de sus obras cumbres. La superioridad de Martin Scorsese sobre Clint Eastwood se basa en la misma sencilla constatación. Y es igualmente cierto que cualquier nueva película de Scorsese o Eastwood tendrá siempre más interés que una de Joel Schumacher, por la no menos sencilla razón de que con los dos primeros asistimos a la continuidad de una visión del mundo, mientras que del último sólo podemos aspirar a batatazo tipo Generación perdida. ¿No es así como esperamos cada nueva novela de Mario Vargas Llosa y Kazuo Ishiguro, por mucho que alguna vez nos hayan decepcionado?

En su última línea de defensa, los críticos del bosque nos suelen recordar que el cine es obra de grandes equipos técnicos. Es una de esas explicaciones que no explica nada; como si las casas de Frank Lloyd Wright se erigiesen solas, o las obras de Mozart se ejecutasen a sí mismas. Para una película se requiere mucha gente, cómo no. La única manera de que esta obviedad se torne interesante es invirtiéndola: cuando el vigor de un director se sobrepone a esta espesura y deja la huella de sus temas y sus mundos a través de una y otra película, es que estamos en presencia de un auténtico artista.

LOS ARTISTAS HACEN QUE EL CINE siga siendo fascinante, y los más grandes centran el canon, es decir, fijan el aspecto más perdurable de las películas. En intento de pasar hasta las más toscas patrañas como “obras personales” se emparenta en forma distante con la crítica del sociologismo: su esfuerzo común es anular la noción de jerarquía estética, empatar lo bueno y lo malo bajo el rótulo de “producción cultural” e ignorar el canon. Para establecer quién es quién no basta la fama ni los premios de los festivales, veleidosos como se ha probado. Lo que se requiere es un trabajo al que la crítica del rebaño nunca parece muy dispuesta: ver las películas como tales, y no como signos de algo ajeno a ellas.


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