ES UNA IRONÍA QUE, a la vuelta del
tiempo, la iconografía del director como víctima del sistema
se haya convertido en otro instrumento del marketing. La tendencia
la inició el avispado Steven Spielberg, cuya special edition
le permitió revender Encuentros cercanos del tercer tipo
varios años después de su salida de los circuitos. Su amigo
George Lucas, más lento pero no menos listo, ha cerrado el círculo
con el reciente trajín de la trilogía de La guerra de las
galaxias. En línea similar, aunque arropados por la indignación
moral, se inscriben los directors' cuts, montajes ideales
que a los pobres directores les fueron negados por sus pérfidos
productores. De seguro habrá casos donde la película mejore.
Pero entre los más conocidos, hay que ser francos: Ridley Scott
no agregó a Blade Runner nada esencial, y Kevin Costner
sumó a Danza con lobos sólo dosis de tedio.
La noción del director como autor también ha resistido
el embate de los guionistas y los escritores, que se han amparado
en otra imaginería de la explotación inclemente. Raymond Chadler
sufrió como chino en Hollywood (y también con las editoriales),
pero William Faulkner ganó más dinero de lo que le daban las
editoriales. A Ernest Hemingway le dolieron las trivializaciones
de algunas de sus novelas, pero la peor de ellas, Tener y
no tener, dio pie a otra de las grandes obras del cine.
Joseph Wambaugh ha despotricado contra la destrucción,
por Robert Aldrich, de The choirboys, pero es claro que
antes recibió un cheque por entregar su novela. Tal vez un cheque
no compense nunca una novela destruida, pero en este caso, si
Wambaugh tuviese razón, lo destruido sería la película, no su
novela. John Grisham, que no parece tan sensible como Wambaugh,
ha sentado el principio de que ya no le compran novelas, sino
las ideas que vaya a tener el próximo año, aunque todavía no
se hace ni una película interesante con sus importantes ideas.
Los escritores explotan la confusión de obras, profitan de la
tendencia esnob de medir las películas por su fidelidad
a las novelas y a veces pueden utilizar el status de que gozan
entre la intelligentsia.
SARRIS, EL PRIMER CRITICO de autores en
EE.UU., llegó a decir que su adhesión al principio no llegaba
tan lejos como para negar que el autor de Sueños
de seductor era Woody Allen, que escribió la obra de teatro,
aunque la película la dirigió Herbert Ross, y que Erich Segal
era el único autor de Love story, dirigida en el cine
por Arthur Hiller. Esta renuncia del más prominente auteurista
norteamericano se salta el hecho de que, mientras Ross filmaba
Sueños de seductor con Woody Allen como protagonista,
el mismo Allen estrenaba como director La revolución está
de moda y Todo lo que siempre quiso saber acerca del
sexo y nunca se atrevió a preguntar, comedias gruesas y
ostensiblemente inferiores a la filmada por Ross. Del ejemplo
de Hiller y Segal hay poco que decir: ni la novela ni la película
merecen esa discusión.
Y en Il Postino, ¿cuál es la posición de
auditoría? ¿Cómo nos la arreglamos para explicar que su versión
literaria original, Ardiente paciencia, fuese filmada
por el escritor Antonio Skármeta, y trece años más tarde haya
sido sensiblemente modificada por el director Michael Radford
con colaboración del mismo Skármeta? ¿Cómo se defiende en ese
caso la auditoría literaria? Radford no será un auteur,
puesto que su coherencia artística ni se divisa, pero es el
autor de Il Postino, al margen de que Skármeta lo sea
de Ardiente paciencia. Y su participación en esa película,
por abusivo que se lo crea, le dará el prestigio (que en su
momento no le dio a Skármeta) para hacer más películas.
PAULINE KAEL, LA MÁS INFLUYENTE
crítica del bosque hollywoodense y la principal polemista del
sociologismo en contra del auteurismo, se quejaba de que el
enfoque del autor obligaría a apreciar películas rutinarias
por el solo hecho de tener directores respetados.
La cuestión es precisamente ésa: los buenos directores son,
en simple, los que han hecho buenas películas, y los mejores
son los que han hecho más buenas que malas. La perfección de
John Ford no impide que en su filmografía haya una pieza más
baja, como Un Crimen por hora, del mismo modo que no
todo lo que escribieron Cervantes o Neruda estuvo a la altura
de sus obras cumbres. La superioridad de Martin Scorsese sobre
Clint Eastwood se basa en la misma sencilla constatación. Y
es igualmente cierto que cualquier nueva película de Scorsese
o Eastwood tendrá siempre más interés que una de Joel Schumacher,
por la no menos sencilla razón de que con los dos primeros asistimos
a la continuidad de una visión del mundo, mientras que del último
sólo podemos aspirar a batatazo tipo Generación perdida.
¿No es así como esperamos cada nueva novela de Mario Vargas
Llosa y Kazuo Ishiguro, por mucho que alguna vez nos hayan decepcionado?
En su última línea de defensa, los críticos del
bosque nos suelen recordar que el cine es obra de grandes equipos
técnicos. Es una de esas explicaciones que no explica nada;
como si las casas de Frank Lloyd Wright se erigiesen solas,
o las obras de Mozart se ejecutasen a sí mismas. Para una película
se requiere mucha gente, cómo no. La única manera de que esta
obviedad se torne interesante es invirtiéndola: cuando el vigor
de un director se sobrepone a esta espesura y deja la huella
de sus temas y sus mundos a través de una y otra película, es
que estamos en presencia de un auténtico artista.
LOS ARTISTAS HACEN QUE EL CINE siga siendo
fascinante, y los más grandes centran el canon, es decir, fijan
el aspecto más perdurable de las películas. En intento de pasar
hasta las más toscas patrañas como obras personales
se emparenta en forma distante con la crítica del sociologismo:
su esfuerzo común es anular la noción de jerarquía estética,
empatar lo bueno y lo malo bajo el rótulo de producción
cultural e ignorar el canon. Para establecer quién es
quién no basta la fama ni los premios de los festivales, veleidosos
como se ha probado. Lo que se requiere es un trabajo al que
la crítica del rebaño nunca parece muy dispuesta: ver las películas
como tales, y no como signos de algo ajeno a ellas.