John
Ford y Howard Hawks fueron los dos más auténticos artistas
americanos del cine, y entre sus obras hubo cierto diálogo,
sutil y hondo, que se oye de una película a otra.
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NUNCA PENSÉ QUE ESTE PEDAZO
de carne pudiera actuar, dijo John Ford al salir de la
proyección de Río Rojo (48), la película
para la que Howard Hawks le había pedido en préstamo
a su estrella predilecta, John Wayne.
La anécdota la contó el propio Wayne,
y si no fuera precisa sería igualmente significativa,
porque después de ese año John Ford hizo actuar
a John Wayne. Pero esto sí que no es exacto; como el
cineasta autoconsciente, autoritario y en perfecto control de
sus medios que siempre fue, Ford había logrado de Wayne
las actuaciones que justamente quería para sus westerns
épicos, La diligencia (39), Fuerte Apache
(48), Tres hijos del diablo (48) e incluso, todavía,
La legión invencible (49), todas canciones de
gesta sobre la construcción de la nación en medio
de la buena tierra salvaje.
Ford
era más consciente de su talento, pero la instintiva
seguridad de Hawks ante sus materiales los iguala en poder
expresivo y dominio de sus medios |
Lo que ocurrió después de Río
Rojo es que Ford hizo participar a Wayne en una complejidad
sicológica que comenzaba a atormentarlo a él mismo,
una conciencia de la contradicción frente al empeño
civilizador que se abrió paso desde el teniente coronel
Yorke (Río Grande, 50) hasta el sombrío
general Sherman (La conquista del oeste, 62), pasando
por los personajes mayúsculos de Ethan Edwards (Más
corazón que odio, 56) y Tom Doniphon (Un tiro
en la noche, 62). Tal vez Río Rojo precipitó
esa contradicción, por lo demás latente en la
obra previa de Ford, pero le mostró que su héroe
podía ser como el Tom Dunson de la saga ganadera de Hawks:
un hombre violento, esforzado y rencoroso, paternal y áspero,
obsesivo, vengativo, un hombre bajo cuya apabullante seguridad
se agitan pasiones incendiarias y, sobre todo, unas oscuridades
inquietas y profundas.
EXPRESION POPULAR: Ford y Hawks fueron
los mayores cineastas de la época de gloria de Hollywood
y los dos más auténticos artistas americanos,
tanto en su rechazo a la pretensión artística
como en su disciplinado apego a una forma de expresión
popular, íntimamente vinculada con su público.
Sin embargo, sus relaciones han sido muy poco estudiadas, pese
a que sus contrastes iluminan el centro del arte masivo del
siglo XX.
Ford era más consciente de su talento,
pero la instintiva seguridad de Hawks ante sus materiales los
iguala en poder expresivo y dominio de sus medios. No es casual
que ambos fueran, en los 40 y 50, los directores norteamericanos
con mayor autonomía ante las grandes productoras. Se
respetaban mutuamente, aunque los testimonios son más
elocuentes de parte de Hawks que de Ford. Parece como si Hawks
estuviese siempre hablando de un veterano, aunque Ford tenía
sólo un año más; tal vez la cuantía
de las 134 películas de éste contra las 42 del
otro tenía algo que ver. Pero también parece que
Hawks estuviese intentando desafiar a Ford, lo que resulta congruente
con ese mundo fílmico donde todos se pasan midiendo,
como es también apropiado que el silencio de Ford semeje
al de sus taciturnos héroes, parcos pero nunca indiferentes.