22 de febrero 1998
Artes y Letras/ El Mercurio


POR ASCANIO CAVALLO


Henry Fonda como Wyatt Earp en
My darling Clementine,

Pasión de los fuertes
(1946),
la versión del enfrentamiento
en el Rancho OK
dirigida por John Ford.
© Hulton Archive

John Ford y Howard Hawks fueron los dos más auténticos “artistas americanos” del cine, y entre sus obras hubo cierto diálogo, sutil y hondo, que se oye de una película a otra.


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“NUNCA PENSÉ QUE ESTE PEDAZO de carne pudiera actuar”, dijo John Ford al salir de la proyección de Río Rojo (48), la película para la que Howard Hawks le había pedido en préstamo a su estrella predilecta, John Wayne.

La anécdota la contó el propio Wayne, y si no fuera precisa sería igualmente significativa, porque después de ese año John Ford hizo actuar a John Wayne. Pero esto sí que no es exacto; como el cineasta autoconsciente, autoritario y en perfecto control de sus medios que siempre fue, Ford había logrado de Wayne las actuaciones que justamente quería para sus westerns épicos, La diligencia (39), Fuerte Apache (48), Tres hijos del diablo (48) e incluso, todavía, La legión invencible (49), todas canciones de gesta sobre la construcción de la nación en medio de la buena tierra salvaje.

Ford era más consciente de su talento, pero la instintiva seguridad de Hawks ante sus materiales los iguala en poder expresivo y dominio de sus medios

Lo que ocurrió después de Río Rojo es que Ford hizo participar a Wayne en una complejidad sicológica que comenzaba a atormentarlo a él mismo, una conciencia de la contradicción frente al empeño civilizador que se abrió paso desde el teniente coronel Yorke (Río Grande, 50) hasta el sombrío general Sherman (La conquista del oeste, 62), pasando por los personajes mayúsculos de Ethan Edwards (Más corazón que odio, 56) y Tom Doniphon (Un tiro en la noche, 62). Tal vez Río Rojo precipitó esa contradicción, por lo demás latente en la obra previa de Ford, pero le mostró que su héroe podía ser como el Tom Dunson de la saga ganadera de Hawks: un hombre violento, esforzado y rencoroso, paternal y áspero, obsesivo, vengativo, un hombre bajo cuya apabullante seguridad se agitan pasiones incendiarias y, sobre todo, unas oscuridades inquietas y profundas.

EXPRESION POPULAR: Ford y Hawks fueron los mayores cineastas de la época de gloria de Hollywood y los dos más auténticos “artistas americanos”, tanto en su rechazo a la pretensión artística como en su disciplinado apego a una forma de expresión popular, íntimamente vinculada con su público. Sin embargo, sus relaciones han sido muy poco estudiadas, pese a que sus contrastes iluminan el centro del arte masivo del siglo XX.

Ford era más consciente de su talento, pero la instintiva seguridad de Hawks ante sus materiales los iguala en poder expresivo y dominio de sus medios. No es casual que ambos fueran, en los 40 y 50, los directores norteamericanos con mayor autonomía ante las grandes productoras. Se respetaban mutuamente, aunque los testimonios son más elocuentes de parte de Hawks que de Ford. Parece como si Hawks estuviese siempre hablando de un veterano, aunque Ford tenía sólo un año más; tal vez la cuantía de las 134 películas de éste contra las 42 del otro tenía algo que ver. Pero también parece que Hawks estuviese intentando desafiar a Ford, lo que resulta congruente con ese mundo fílmico donde todos se pasan midiendo, como es también apropiado que el silencio de Ford semeje al de sus taciturnos héroes, parcos pero nunca indiferentes.

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