HEROES HEROICOS: Ford ganó varios
Oscar y Hawks, ninguno, pero las poderosas inteligencias de
ambos no pueden haberse medido con la caprichosa vara de la
Academia.
Parece evidente que en sus obras hubo un cierto
diálogo de otro nivel, más sutil y más
hondo, que se oye acompasadamente de una película a otra.
En los años 30, ambos filmaron una misma
historia de aviadores del correo, sobre un piloto temerario
que corteja a las mujeres de sus propios compañeros.
La de Ford, Héroes sin miedo (32), es un intenso
melodrama; la de Hawks, El regimiento heroico (35), es
una película de aventuras. El material es más
hawksiano que fordiano y es muy difícil decidir la superioridad
de una sobre otra, pero un detalle parece crucial: Ford la hizo
primero. No es extraño que Hawks haya insistido, hasta
lograr, cuatro años después, que otra película
de pilotos del correo fuese la mejor de todas y una de sus mayores
obras maestras: Sólo los ángeles tienen alas
(39).
El otro momento climático de ese diálogo
fue Mogambo (53), una de las peores películas
filmadas por Ford, con Clark Gable atrapado en un triángulo
sentimental entre una sensual Ava Gardner y la gélida
belleza de Grace Kelly.
Mogambo a un remake de un antiguo éxito
de taquilla firmado por Victor Fleming en 1932, con el nombre
de Red dust y el estrellato del mismo Clark Gable, acompañado
de la explosiva rubia Jean Harlow y de Mary Astor, que ocultaba
en la insignificancia una especie de lixiviacion de la perfidia.
Parece improbable que, en el pequeño mundo
de Hollywood, Ford ignorase que el rodaje de Red dust
debía una fuerte proporción a la presencia de
Howard Hawks, compañero de correrías de Fleming
e influencia decisiva para que su película vinculara
la aventura exótica con un erotismo intenso e instintivo.
Lo que falla en Mogambo es lo que funciona
en Red dust mientras el triángulo de Fleming-Hawks
es una competencia natural, casi amistosa, erótica porque
lúdica, los personajes de Ford se debaten entre la culpa
y el deseo, sólo para que triunfe la primera, ese sentimiento
superior que en Ford está siempre asociado al catolicismo
fundante de la sociedad monogámica.
Pero Ford realizó una operación
más con Mogambo: trasladó la intriga desde
Indochina a Africa. Y resulta difícil no ver en Hatari
(62), que Hawks rodó diez años después
en ese continente, una especie de réplica en sordina
al malogrado intento fordiano. En Hatari no hay uno,
sino varios triángulos posibles dentro de la estrecha
comunidad de cazadores, y todos se sobrellevan deportivamente
bajo la presidencia de la empresa común, el peligro,
la amistad y la contagiosa espontaneidad de la naturaleza. Entonces
Ford retornó al Oriente para mostrar, a través
de una mujer que a Hawks le habría fascinado, la doctora
Cartwright de Siete mujeres (66), que lo contagioso de
la naturaleza es la barbarie.
Los valores de Ford y de Hawks estuvieron siempre
en aguda contradicción y sus estrategias narrativas eran
antagónicas demasiado a menudo como para ignorarse. Cuando
Hawks iba a rodar Sangre en el río (52), le contó
a Ford su propósito de hacer una escena cómica
con un trampero al que le cortan un dedo mientras lo emborrachan.
Ford consideró inviable que pudiera salir algo divertido
de semejante crueldad, pero cuando vio la secuencia admitió
que era gracioso.
PERMANENTE BORRACHERA: En el mundo de Ford,
los hombres más lúcidos beben para acallar unas
conciencias escindidas. Su cine está poblado de médicos
borrachos y el mayor de todos, Doc Holliday (Pasión
de los fuertes, 46), vive desgarrado entre el recuerdo de
un amor sofisticado y la vulgaridad fronteriza de su protectora.
Ford transmite siempre su simpatía por
estas derrotas forradas en whisky. El Doc se suicida bebiendo
como lo haría, después, el vaquero desfasado de
Dean Martin en Dios sabe cuánto amé (58),
de Vincente Minnelli, en el que sin duda está presente.
Esto es inimaginable en Hawks. En sus películas
el número de borrachos no es menor, pero todos han perdido
la integridad (usualmente por una mujer) y su esfuerzo de rehabilitación
es un camino a la dignidad, como en el ayudante del alguacil
de Río Bravo (59) y el alguacil de Eldorado
(67). En el peor de los casos, el de los irrecuperables, Hawks
ofrece una mirada compasiva y paternal para los hombres que
dejaron de ser lo que fueron, como el Walter Brennan de Tener
y no tener (44), que se pasa pidiendo cerveza. ¿Y será
un exceso observar que sólo dos años después,
en Pasión de los fuertes, Ford usaría al
mismo Brennan como el viejo Clanton, un padre despótico,
feroz y violento, dotado de un látigo que parece destinado
a borrar toda debilidad pasada y presente?
El látigo moral de Ford reaparece en Un
tiro de la noche, ahora de la mano de Liberty Valance, encarnación
del imperio de la fuerza en el pueblo de Shinbone, la primera
localidad cerrada que el gran maestro del western incorporó
en su filmografía, un lugar donde se libra toda la lucha
antropológica, moral y política del Oeste ante
el avance de la ley y el orden.
¿Sería una casualidad que lo hiciera dos
años después de que Hawks presentara en Río
Bravo otro pueblo cerrado y nocturno, donde la guerra del
sheriff no tiene nada que ver con un orden social vigente o
emergente, sino que, al contrario, es exprimida hasta reducirla
a un severo asunto de dignidad individual? La presencia de John
Wayne en ambas películas hace inevitable la referencia:
y la subrayan el inestable solitario de Ford, que se embriaga
por un amor desesperado, y el alguacil inquebrantable de Hawks,
que trata de sacar a su amigo de la ebriedad inducida por otro
amor desesperado.
El gran tema de la madurez de Ford es la quiebra
del ethos fundacional de Norteamérica, un motivo trágico
que comenzó a asociar a partir de los 50, en forma casi
obsesiva, con la Guerra de Secesión. Del sacrificio necesario
de Lincoln en El prisionero olvidado (36) y Lincoln
el joven (39) pasó al deber inútil de los
coroneles que incendian las haciendas de sus amadas en Río
Grande y Marcha de valientes (59), a la turbulenta
sombra del pasado del oficial sudista Ethan Edwards y a la carnicería
nocturna contemplada por los generales en el episodio de La
conquista del oeste. Para Ford, algo esencial de América
fue licuado en los ríos de sangre de Shiloh y Shenandoah.
ETHOS NORTEAMERICANO: Hawks no creyó
nunca en un ethos norteamericano, ni religioso ni estatal.
Sus películas transcurren en fronteras
más morales que políticas y lo mismo da que ande
Geoff Carter sumido en la selva de Barranca (Sólo
los ángeles tienen alas), que se hunda Harry Morgan
en la Martinica (Tener y no tener) o que el alguacil
John T. Chance vigile un pueblo del alucinógeno condado
de Presidio (Río Bravo). La dignidad ocurre y
se abandona en cualquier lugar.
Paradójica o irónicamente, Hawks
hizo una sola película con referencia a la Guerra de
Secesión, la última, Río Lobo (70).
Y se saltó en ella toda la tragedia nacional de Ford,
hasta el punto de convertir a John Wayne en un capitán
nordista que, con la ayuda de ex prisioneros sudistas, busca
a un par de traidores que contribuyeron a la muerte de sus hombres:
un propósito obsesivo, casi maniático, pero a
fin de cuentas ferozmente individual.
Ford se fue descubriendo en el cine; lo que hace
apasionante su filmografía es esa inteligencia que avanza
desde la contradicción poetizada (por ejemplo, la muerte
necesaria para la continuidad de la vida) hacia la contradicción
despojada de ropajes nobles (por ejemplo, la muerte espuria).
Es un cine poblado de bodas, nacimientos, bailes y funerales,
un cine de ritos sociales donde se celebra la continuidad de
la especie mientras el sujeto es ensombrecido por la proximidad
de la muerte, e incluso esa muerte deja de ser tal cuando un
viejo oficial de la caballería, como el de La legión
invencible, dialoga con la tumba de su amada.
Hawks no se busca ni se encuentra; apenas se libera.
Sus personajes mueren por razones profesionales y sus contradicciones
están determinadas por ellas: son suficientemente
buenos o no lo son. En los funerales de Río
Rojo, es el mismo John Wayne de Ford quien pronuncia una
especie de contraplegaria: Nada traemos a este mundo,
y por supuesto que nada nos llevamos.
La bravura de estos instantes empuja a relacionarlos
con aquel en que Ethan Edwards, violentado por el dolor, interrumpe
las oraciones para ir a cazar a los indios asesinos en Más
corazón que odio. Lo de Hawks es una perenne celebración
de la vida no de su continuidad, y si la muerte anda cerca,
pues eso, que ande, y que lo pase bien.
Ford representa, a la postre, el sentimiento trascendente
y religioso de una nación edificada sobre una moral propensa
a entrar en crisis por sus propias contradicciones. Hawks transmite
el vitalismo de los conquistadores de fronteras, inextricablemente
exteriores e interiores, en cuyo estado de aventura
reflejan la irresponsabilidad adolescente del país emergente,
prepotente y seguro de sí.
Su antagonismo pertenece ahora a la historia del
arte y uno no puede sino alegrarse de que haya existido, de
que en el corazón de la mayor industria del cine dos
hombres testarudos, dos sensibilidades superiores, hayan podido
enfrentarse libre y amistosamente. Vistas en conjunto, sus obras
ofrecen un panorama integral y sintético de cuanto pueda
llamarse "arteamericano" en el único campo donde éste
pudo tener una influencia realmente global.
Ford murió en 1973. Hawks le sobrivió
cuatro años.
Tal vez fue sólo sobrevivirlo: La
última vez que fui a verlo, me dijo adiós. salí
y paré a hablar con su hija, y él gritó:
'¿Ya se fue Howard?'. Ella dijo que no. '¡Quiero verlo!'. Dijo:
'Quiero decirte adiós' Le dije adiós. Gritó
de nuevo: '¿Aún está ahí?'. Y dijo: 'Quiero
decirte adiós'. Así que llamé a John Wayne
y le dije: 'Duke, mejor ven. Creo que se va a morir'. Duke tomó
un helicóptero y se vino, y al día siguiente él
murió.