JOHN FORD Y HOWARD HAWKS:
NO SE MUERE SIN DECIR ADIOS
22 de febrero 1998
Artes y Letras/ El Mercurio

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HEROES HEROICOS: Ford ganó varios Oscar y Hawks, ninguno, pero las poderosas inteligencias de ambos no pueden haberse medido con la caprichosa vara de la Academia.

Parece evidente que en sus obras hubo un cierto diálogo de otro nivel, más sutil y más hondo, que se oye acompasadamente de una película a otra.

En los años 30, ambos filmaron una misma historia de aviadores del correo, sobre un piloto temerario que corteja a las mujeres de sus propios compañeros. La de Ford, Héroes sin miedo (32), es un intenso melodrama; la de Hawks, El regimiento heroico (35), es una película de aventuras. El material es más hawksiano que fordiano y es muy difícil decidir la superioridad de una sobre otra, pero un detalle parece crucial: Ford la hizo primero. No es extraño que Hawks haya insistido, hasta lograr, cuatro años después, que otra película de pilotos del correo fuese la mejor de todas y una de sus mayores obras maestras: Sólo los ángeles tienen alas (39).

El otro momento climático de ese diálogo fue Mogambo (53), una de las peores películas filmadas por Ford, con Clark Gable atrapado en un triángulo sentimental entre una sensual Ava Gardner y la gélida belleza de Grace Kelly.

Mogambo a un remake de un antiguo éxito de taquilla firmado por Victor Fleming en 1932, con el nombre de Red dust y el estrellato del mismo Clark Gable, acompañado de la explosiva rubia Jean Harlow y de Mary Astor, que ocultaba en la insignificancia una especie de lixiviacion de la perfidia.

Parece improbable que, en el pequeño mundo de Hollywood, Ford ignorase que el rodaje de Red dust debía una fuerte proporción a la presencia de Howard Hawks, compañero de correrías de Fleming e influencia decisiva para que su película vinculara la aventura exótica con un erotismo intenso e instintivo.

Lo que falla en Mogambo es lo que funciona en Red dust mientras el triángulo de Fleming-Hawks es una competencia natural, casi amistosa, erótica porque lúdica, los personajes de Ford se debaten entre la culpa y el deseo, sólo para que triunfe la primera, ese sentimiento superior que en Ford está siempre asociado al catolicismo fundante de la sociedad monogámica.

Pero Ford realizó una operación más con Mogambo: trasladó la intriga desde Indochina a Africa. Y resulta difícil no ver en Hatari (62), que Hawks rodó diez años después en ese continente, una especie de réplica en sordina al malogrado intento fordiano. En Hatari no hay uno, sino varios triángulos posibles dentro de la estrecha comunidad de cazadores, y todos se sobrellevan deportivamente bajo la presidencia de la empresa común, el peligro, la amistad y la contagiosa espontaneidad de la naturaleza. Entonces Ford retornó al Oriente para mostrar, a través de una mujer que a Hawks le habría fascinado, la doctora Cartwright de Siete mujeres (66), que lo contagioso de la naturaleza es la barbarie.

Los valores de Ford y de Hawks estuvieron siempre en aguda contradicción y sus estrategias narrativas eran antagónicas demasiado a menudo como para ignorarse. Cuando Hawks iba a rodar Sangre en el río (52), le contó a Ford su propósito de hacer una escena cómica con un trampero al que le cortan un dedo mientras lo emborrachan. Ford consideró inviable que pudiera salir algo divertido de semejante crueldad, pero cuando vio la secuencia admitió que era gracioso.

PERMANENTE BORRACHERA: En el mundo de Ford, los hombres más lúcidos beben para acallar unas conciencias escindidas. Su cine está poblado de médicos borrachos y el mayor de todos, Doc Holliday (Pasión de los fuertes, 46), vive desgarrado entre el recuerdo de un amor sofisticado y la vulgaridad fronteriza de su protectora.

Ford transmite siempre su simpatía por estas derrotas forradas en whisky. El Doc se suicida bebiendo como lo haría, después, el vaquero desfasado de Dean Martin en Dios sabe cuánto amé (58), de Vincente Minnelli, en el que sin duda está presente.

Esto es inimaginable en Hawks. En sus películas el número de borrachos no es menor, pero todos han perdido la integridad (usualmente por una mujer) y su esfuerzo de rehabilitación es un camino a la dignidad, como en el ayudante del alguacil de Río Bravo (59) y el alguacil de Eldorado (67). En el peor de los casos, el de los irrecuperables, Hawks ofrece una mirada compasiva y paternal para los hombres que dejaron de ser lo que fueron, como el Walter Brennan de Tener y no tener (44), que se pasa pidiendo cerveza. ¿Y será un exceso observar que sólo dos años después, en Pasión de los fuertes, Ford usaría al mismo Brennan como el viejo Clanton, un padre despótico, feroz y violento, dotado de un látigo que parece destinado a borrar toda debilidad pasada y presente?

El látigo moral de Ford reaparece en Un tiro de la noche, ahora de la mano de Liberty Valance, encarnación del imperio de la fuerza en el pueblo de Shinbone, la primera localidad cerrada que el gran maestro del western incorporó en su filmografía, un lugar donde se libra toda la lucha antropológica, moral y política del Oeste ante el avance de la ley y el orden.

¿Sería una casualidad que lo hiciera dos años después de que Hawks presentara en Río Bravo otro pueblo cerrado y nocturno, donde la guerra del sheriff no tiene nada que ver con un orden social vigente o emergente, sino que, al contrario, es exprimida hasta reducirla a un severo asunto de dignidad individual? La presencia de John Wayne en ambas películas hace inevitable la referencia: y la subrayan el inestable solitario de Ford, que se embriaga por un amor desesperado, y el alguacil inquebrantable de Hawks, que trata de sacar a su amigo de la ebriedad inducida por otro amor desesperado.

El gran tema de la madurez de Ford es la quiebra del ethos fundacional de Norteamérica, un motivo trágico que comenzó a asociar a partir de los 50, en forma casi obsesiva, con la Guerra de Secesión. Del sacrificio necesario de Lincoln en El prisionero olvidado (36) y Lincoln el joven (39) pasó al deber inútil de los coroneles que incendian las haciendas de sus amadas en Río Grande y Marcha de valientes (59), a la turbulenta sombra del pasado del oficial sudista Ethan Edwards y a la carnicería nocturna contemplada por los generales en el episodio de La conquista del oeste. Para Ford, algo esencial de América fue licuado en los ríos de sangre de Shiloh y Shenandoah.

ETHOS NORTEAMERICANO: Hawks no creyó nunca en un ethos norteamericano, ni religioso ni estatal.

Sus películas transcurren en fronteras más morales que políticas y lo mismo da que ande Geoff Carter sumido en la selva de Barranca (Sólo los ángeles tienen alas), que se hunda Harry Morgan en la Martinica (Tener y no tener) o que el alguacil John T. Chance vigile un pueblo del alucinógeno condado de Presidio (Río Bravo). La dignidad ocurre y se abandona en cualquier lugar.

Paradójica o irónicamente, Hawks hizo una sola película con referencia a la Guerra de Secesión, la última, Río Lobo (70). Y se saltó en ella toda la tragedia nacional de Ford, hasta el punto de convertir a John Wayne en un capitán nordista que, con la ayuda de ex prisioneros sudistas, busca a un par de traidores que contribuyeron a la muerte de sus hombres: un propósito obsesivo, casi maniático, pero a fin de cuentas ferozmente individual.

Ford se fue descubriendo en el cine; lo que hace apasionante su filmografía es esa inteligencia que avanza desde la contradicción poetizada (por ejemplo, la muerte necesaria para la continuidad de la vida) hacia la contradicción despojada de ropajes nobles (por ejemplo, la muerte espuria). Es un cine poblado de bodas, nacimientos, bailes y funerales, un cine de ritos sociales donde se celebra la continuidad de la especie mientras el sujeto es ensombrecido por la proximidad de la muerte, e incluso esa muerte deja de ser tal cuando un viejo oficial de la caballería, como el de La legión invencible, dialoga con la tumba de su amada.

Hawks no se busca ni se encuentra; apenas se libera. Sus personajes mueren por razones profesionales y sus contradicciones están determinadas por ellas: son “suficientemente buenos” o no lo son. En los funerales de Río Rojo, es el mismo John Wayne de Ford quien pronuncia una especie de contraplegaria: “Nada traemos a este mundo, y por supuesto que nada nos llevamos”.

La bravura de estos instantes empuja a relacionarlos con aquel en que Ethan Edwards, violentado por el dolor, interrumpe las oraciones para ir a cazar a los indios asesinos en Más corazón que odio. Lo de Hawks es una perenne celebración de la vida no de su continuidad, y si la muerte anda cerca, pues eso, que ande, y que lo pase bien.

Ford representa, a la postre, el sentimiento trascendente y religioso de una nación edificada sobre una moral propensa a entrar en crisis por sus propias contradicciones. Hawks transmite el vitalismo de los conquistadores de fronteras, inextricablemente exteriores e interiores, en cuyo “estado de aventura” reflejan la irresponsabilidad adolescente del país emergente, prepotente y seguro de sí.

Su antagonismo pertenece ahora a la historia del arte y uno no puede sino alegrarse de que haya existido, de que en el corazón de la mayor industria del cine dos hombres testarudos, dos sensibilidades superiores, hayan podido enfrentarse libre y amistosamente. Vistas en conjunto, sus obras ofrecen un panorama integral y sintético de cuanto pueda llamarse "arteamericano" en el único campo donde éste pudo tener una influencia realmente global.

Ford murió en 1973. Hawks le sobrivió cuatro años.

Tal vez fue sólo sobrevivirlo: “La última vez que fui a verlo, me dijo adiós. salí y paré a hablar con su hija, y él gritó: '¿Ya se fue Howard?'. Ella dijo que no. '¡Quiero verlo!'. Dijo: 'Quiero decirte adiós' Le dije adiós. Gritó de nuevo: '¿Aún está ahí?'. Y dijo: 'Quiero decirte adiós'. Así que llamé a John Wayne y le dije: 'Duke, mejor ven. Creo que se va a morir'. Duke tomó un helicóptero y se vino, y al día siguiente él murió”.


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