De
todos los cineastas clásicos, Howard Hawks es con mucho el más
versátil, por no decir el único capaz de llevar hasta sus últimas
consecuencias todos los géneros comerciales. El culto a Hitchcock
resultó, se propagó y ganó numerosos adeptos. El de Hawks quedó
para un circuito más pequeño. ¿Pero no es esto lo que siempre
pasa con el gran arte?
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EL INGENIOSO CRÍTICO BRITÁNICO
Gilbert Adair formuló, a comienzos de este año, la siguiente
sentencia: Enfrentémoslo: no interesa a nadie fuera del
pequeño círculo de estudiosos del cine, y nunca lo hará. La
posteridad lo sobrepasó. Hablaba, claro, de Howard Hawks,
y no deja de ser paradójico que lo hiciera en el momento de
reseñar la más importante colección de ensayos publicados acerca
del cineasta, subtitulada American artist.
En
Hawks no hay nunca ángulos fotográficos inusuales, ni
efectos de montaje, ni golpes narrativos. Nada parece
deliberado, precisamente porque
lo es en un grado de sutileza que alcanza la invisibilidad.
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El comentario de Adair es especialmente divertido
tratándose de Hawks, un director que nunca buscó el reconocimiento
crítico. Y lo es también porque sus películas figuran entre
las más populares de la historia, aunque su autor no fue reconocido
como artista sino hasta los 50, y no por los anglosajones, sino
por los franceses.
La revolución crítica iniciada por Cahiers du
Cinema encontró su punto culminante en la proclamación de una
doble idolatría: Alfred Hitchcock y Howard Hawks, el llamado
hitchcocko-hawksianismo. El culto a Hitchcock resultó,
al menos en el sentido de que se propagó y ganó numerosos adeptos.
El de Hawks quedó para un circuito más pequeño.
¿Pero no es esto lo que a fin de cuentas pasa con todo el gran
arte?
SU SELLO PERSONAL: En el caso de Hawks
es aún menos raro. Su cine es uno de los de más dificil acceso,
por dos razones. La primera es que para apreciarlo integralmente
resulta indispensable ver, si no todas, muchas de las películas
que lo forman. Cada cinta de Hawks puede ser un deleite en sí
misma, pero la coherencia de su mundo sólo resplandece en el
conjunto. En un arranque inusual de sutileza, la Academia de
Hollywood notó esta dimensión cuando le dio el único Oscar de
su vida, en 1974, por uno de los más consistentes, vívidos
y variados cuerpos de trabajo del cine mundial. Hawks
fue un maestro en muchos géneros, pero su sello personal se
superpone a todos. Scarface (32) es una pieza insuperable
del cine de gángsters, pero se entiende mejor junto a una comedia
como La fiera de mi niña (38), así como el western Río
Rojo (48) es un remake de Hijo y rival (36) y el
musical Los caballeros las prefieren rubias (53) adquiere
más envergadura con el filme noir Al borde del abismo
(46).
La segunda razón es su desconcertante (y sólo
aparente) sencillez. En Hawks no hay nunca ángulos fotográficos
inusuales, ni efectos de montaje, ni golpes narrativos. Nada
parece deliberado, precisamente porque lo es en un grado de
sutileza que alcanza la invisibilidad.
Su cámara es casi imperceptible, su modo narrativo
es simétrico y encadenado, y su montaje sigue una tan misteriosa
dramaturgia interior, que sólo se nota con esfuerzo. Y, sin
embargo, algunos de los más hermosos travellings de todos los
tiempos están en Hatari (62), los más sugerentes contracampos
en Rojo 7000, peligro (65), la más extraña poesía objetual
en Al borde del abismo, y si uno puede decir que alguna
vez existió una caminata moral en la pantalla, ésa
es la del sheriff John T. Chance y el borrachón Dude en el nocturno
pueblo de Río Bravo (59).
De entre todos los cineastas clásicos, Hawks es
con mucho el más versátil, por no decir el único capaz de llevar
hasta sus últimas consecuencias todos los géneros comerciales.
Pero esas consecuencias incluyen una cierta mirada crítica,
irónica, satírica, sobre esos mismos géneros, un lujo que sólo
podría permitirse un intelectual auténtico.