ALFRED HITCHCOCK: LA ÚLTIMA FRONTERA DEL SER
1 de noviembre
1998
Artes y Letras/ El Mercurio

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EL CINE DE HITCHCOCK ES FASCINANTE de comienzo a fin debido a que no se halla en sus 54 largometrajes, 2 cortometrajes y 20 episodios de TV ninguno que resulte completamente irrelevante. Junto con Howard Hawks, fue el caballo de batalla del auteurismo, precisamente porque la peor de sus películas es siempre más interesante que las más afortunadas obras de artesanos impersonales.

Sus películas se iluminan unas con otras por encima del tiempo; las primeras resonancias de Bajo el signo de Capricornio (1949) están en La mujer del granjero (1928), Los 39 escalones (1935) rebota en El Saboteador (1942) y no resulta desmedido hallar un remoto antecedente de Marnie (1964) en Fácil virtud (1927). En pocos autores es tan nítida la huella de las influencias asimiladas con inteligencia, como Murnau en El asesino de las rubias (1926), Luhitsch en Champaña (1928) o, más obviamente, Von Sternberg y Welles en Desesperación (1950). A la inversa, su rastro marca todo el cine de los 30 en adelante y no hay uno solo de sus imitadores o remakers que haya podido superar los originales.

Pero lo más atractivo de esta filmografía es que su coherencia y su brillo no impiden ver su carácter progresivo. Hitchcock dirigió diez películas mudas antes de cumplir los 30 años; por encima de sus calidades, hay en ellas un talento alerta que muestra su determinación de apegarse a la disciplina espartana de una narración puramente visual. La cámara no es nunca indiferente a la acción; su presencia se siente siempre y todos sus excesos son por ingenio, nunca por flojera.

Sólo un cineasta con esa maniática decisión de crear un lenguaje de la mirada podía producir algunos de los mayores efectos de sonido cuando llegó la hora del cine parlante: desde la sorprendente banda experimental de Asesinato (1930) hasta las grandes partituras de Bernard Herrmann para sus películas de los 50 y 60, paradigmas permanentes del uso de la música en el cine.

BUSCANCO AL ESPECTADOR: Toda la obra de Hitchcock se define por la constante búsqueda del espectador, no ya de su simpatía —las comedias no fueron su fuerte, lo que debió ser una frustración para un temperamento tan próximo a Chesterton— , sino de una empatía integral: reacciones, emociones, pulsiones. El punto de vista de su cine oscila entre una mirada superior, demiúrgica, más próxima a Dios que a cualquier otra idea, y una inferior, atormentada, más próxima al alma, y estoy convencido de que en esa rara dialéctica, más que en el surrealismo explícito con que a menudo usa el espacio y el color, hay que rastrear el sentimiento de ligera embriaguez que producen sus obras mayores.

Sin embargo, Hitchcock comenzó a depurar su estilo de toda interferencia en estos puntos de vista después de 1940. Si su carrera hubiese terminado antes, tendríamos el recuerdo de un estilista brillante, pero no el de uno de los grandes artistas del siglo. Aunque para entonces ya se había ganado la fama de “maestro del suspenso” gracias a las alucinógenas intrigas de Sabotaje (1936), Joven e inocente (1937) y La dama desaparece (1938), su salto cualitativo está vinculado con su traslado a Hollywood. Ya fuese por edad o porque halló el sistema de producción que mejor podía acomodarse a sus propósitos, Rebeca (1940) anuncia la maduración del artista no sólo en el dominio dramático, sino porque la fierecilla de la cámara comienza a ser domada por otra disciplina estricta, la del relato, y porque la señora de Winter es el primero de sus casos de invasión de la identidad, esta vez por... una muerta.

Numerosos analistas del cine de Hitchcock han coincidido en subrayar que en su centro está el tema de la culpa. Esto parece tan evidentemente cierto, que a la vez resulta insatisfactorio: como si, estando en las cercanías del centro, apenas se lo rozase con esa descripción. Hitchcock exploró la culpa de un modo exhaustivo, pero a partir de cierto momento intuyó que la última dimensión del mal es el colapso de la identidad, de eso que a falta de mejores palabras llamamos ser.

Muchas de sus películas desarrollan intrigas que serían ridículas si no dieran pie a esos momentos de zozobra integral. La espuria historia de espías de El saboteador (1942) está llena de secuencias alucinantes, aunque la mayor es la del héroe atrapado en una fiesta de alta sociedad donde lo creen loco. La trama de Agonía de amor (1947) no se sostiene por sí, sino por la confusión sentimental del abogado y el amor tóxico de la señora Paradine. Lo que todavía asombra de Cuéntame tu vida (1945) no son los decorados de Dalí, sino el modo en que la doctora Petersen se contagia con la paranoia de su paciente. La debilidad de las intrigas es lo que confirma que se está en esos momentos frente a una inusual forma de pureza del cine, la potenciación de las imágenes para transmitir, sin sustentación literaria, un universo de emociones.

Sin embargo, cuando pudo reunir su estilo con un relato de solidez dramática, Hitchcock produjo invariablemente una obra maestra. De entre ellas, él mismo decía preferir La sombra de una duda (1943), la perturbadora historia de una niña que descubre que su gentil tío es un sicópata. Probablemente le gustaban las ideas de una pasión prohibida conducida a un despeñadero por la ambivalencia de la realidad y la de la invasión del mal en el territorio de la inocencia adolescente, hogareña y provinciana.

Pero esa película parece un tanto fría cuando se la compara con la pasión devastadora que recorre a Cuéntame tu vida (1946), donde el sufrimiento de Alicia Huberman, separada de su amor para cumplir una misión antinazi, sólo puede ser descrito como disolución. El hombre que entrega a otro a la mujer que ama es un motivo que repite episódicamente desde El ring (1927) hasta Topaz, y cuando John Ford lo reprocesó para su propio universo en Un tiro en la noche la identidad de Hitchcock como uno de los cineastas más románticos de la historia no vino sino a confirmarse.

Personalmente prefiero Vértigo, cuya internación en la más prohibida de las pasiones -la necrofilia- lleva hasta el límite el colapso de la conciencia ante la inmensidad del deseo y la fugacidad de los hechos. No conozco otra película que haya hecho con tanta convicción el trayecto inverso de la normalidad, de la fantasmagoría inasible a la carnalidad furiosa, y no me parece casual que después de consumar ese salto Hitchcock haya producido una sucesión de obras maestras hasta su muerte en 1980.

Las vulgarizaciones más corrientes suelen asociar el nombre de Hitchcock con el miedo. Además de haber confundido a decenas de cineastas que, creyendo seguirlo, hacen todo lo contrario que Hitchcock -desde Argento hasta Amenábar- , esa descripción resulta muy insuficiente para incorporar la angustia radical que su cine exploró y que le ha dado su estatura como artista contemporáneo.

La pregunta final es: la investigación sistemática en los mecanismos de identificación del espectador, ¿tenía que conducir a un arte que tocara el centro del problema humano en el siglo XX, el de la identidad? No fatalmente: parte del adocenamiento del cine se ha debido a que sus autores no han sacado las consecuencias de su manera de filmar, de las estrategias narrativas que escogen y de los temas que abordan. Hitchcock es una lección de coherencia en un triple sentido instintivo, estético y espectacular y si se quiere hallar algún rincón donde esos contradictorios principios se reúnan en un todo armónico, hay sólo una cosa por hacer: ver sus películas.


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