EL CINE DE HITCHCOCK ES FASCINANTE de comienzo
a fin debido a que no se halla en sus 54 largometrajes, 2 cortometrajes
y 20 episodios de TV ninguno que resulte completamente irrelevante.
Junto con Howard Hawks, fue el caballo de batalla del auteurismo,
precisamente porque la peor de sus películas es siempre
más interesante que las más afortunadas obras
de artesanos impersonales.
Sus películas se iluminan unas con otras
por encima del tiempo; las primeras resonancias de Bajo el
signo de Capricornio (1949) están en La mujer
del granjero (1928), Los 39 escalones (1935) rebota
en El Saboteador (1942) y no resulta desmedido hallar
un remoto antecedente de Marnie (1964) en Fácil
virtud (1927). En pocos autores es tan nítida la
huella de las influencias asimiladas con inteligencia, como
Murnau en El asesino de las rubias (1926), Luhitsch en
Champaña (1928) o, más obviamente, Von
Sternberg y Welles en Desesperación (1950). A
la inversa, su rastro marca todo el cine de los 30 en adelante
y no hay uno solo de sus imitadores o remakers que haya podido
superar los originales.
Pero lo más atractivo de esta filmografía
es que su coherencia y su brillo no impiden ver su carácter
progresivo. Hitchcock dirigió diez películas mudas
antes de cumplir los 30 años; por encima de sus calidades,
hay en ellas un talento alerta que muestra su determinación
de apegarse a la disciplina espartana de una narración
puramente visual. La cámara no es nunca indiferente a
la acción; su presencia se siente siempre y todos sus
excesos son por ingenio, nunca por flojera.
Sólo un cineasta con esa maniática
decisión de crear un lenguaje de la mirada podía
producir algunos de los mayores efectos de sonido cuando llegó
la hora del cine parlante: desde la sorprendente banda experimental
de Asesinato (1930) hasta las grandes partituras de Bernard
Herrmann para sus películas de los 50 y 60, paradigmas
permanentes del uso de la música en el cine.
BUSCANCO AL ESPECTADOR: Toda la obra de
Hitchcock se define por la constante búsqueda del espectador,
no ya de su simpatía las comedias no fueron su
fuerte, lo que debió ser una frustración para
un temperamento tan próximo a Chesterton , sino
de una empatía integral: reacciones, emociones, pulsiones.
El punto de vista de su cine oscila entre una mirada superior,
demiúrgica, más próxima a Dios que a cualquier
otra idea, y una inferior, atormentada, más próxima
al alma, y estoy convencido de que en esa rara dialéctica,
más que en el surrealismo explícito con que a
menudo usa el espacio y el color, hay que rastrear el sentimiento
de ligera embriaguez que producen sus obras mayores.
Sin embargo, Hitchcock comenzó a depurar
su estilo de toda interferencia en estos puntos de vista después
de 1940. Si su carrera hubiese terminado antes, tendríamos
el recuerdo de un estilista brillante, pero no el de uno de
los grandes artistas del siglo. Aunque para entonces ya se había
ganado la fama de maestro del suspenso gracias a
las alucinógenas intrigas de Sabotaje (1936),
Joven e inocente (1937) y La dama desaparece (1938),
su salto cualitativo está vinculado con su traslado a
Hollywood. Ya fuese por edad o porque halló el sistema
de producción que mejor podía acomodarse a sus
propósitos, Rebeca (1940) anuncia la maduración
del artista no sólo en el dominio dramático, sino
porque la fierecilla de la cámara comienza a ser domada
por otra disciplina estricta, la del relato, y porque la señora
de Winter es el primero de sus casos de invasión de la
identidad, esta vez por... una muerta.
Numerosos analistas del cine de Hitchcock han
coincidido en subrayar que en su centro está el tema
de la culpa. Esto parece tan evidentemente cierto, que a la
vez resulta insatisfactorio: como si, estando en las cercanías
del centro, apenas se lo rozase con esa descripción.
Hitchcock exploró la culpa de un modo exhaustivo, pero
a partir de cierto momento intuyó que la última
dimensión del mal es el colapso de la identidad, de eso
que a falta de mejores palabras llamamos ser.
Muchas de sus películas desarrollan intrigas
que serían ridículas si no dieran pie a esos momentos
de zozobra integral. La espuria historia de espías de
El saboteador (1942) está llena de secuencias
alucinantes, aunque la mayor es la del héroe atrapado
en una fiesta de alta sociedad donde lo creen loco. La trama
de Agonía de amor (1947) no se sostiene por sí,
sino por la confusión sentimental del abogado y el amor
tóxico de la señora Paradine. Lo que todavía
asombra de Cuéntame tu vida (1945) no son los
decorados de Dalí, sino el modo en que la doctora Petersen
se contagia con la paranoia de su paciente. La debilidad de
las intrigas es lo que confirma que se está en esos momentos
frente a una inusual forma de pureza del cine, la potenciación
de las imágenes para transmitir, sin sustentación
literaria, un universo de emociones.
Sin embargo, cuando pudo reunir su estilo con
un relato de solidez dramática, Hitchcock produjo invariablemente
una obra maestra. De entre ellas, él mismo decía
preferir La sombra de una duda (1943), la perturbadora
historia de una niña que descubre que su gentil tío
es un sicópata. Probablemente le gustaban las ideas de
una pasión prohibida conducida a un despeñadero
por la ambivalencia de la realidad y la de la invasión
del mal en el territorio de la inocencia adolescente, hogareña
y provinciana.
Pero esa película parece un tanto fría
cuando se la compara con la pasión devastadora que recorre
a Cuéntame tu vida (1946), donde el sufrimiento
de Alicia Huberman, separada de su amor para cumplir una misión
antinazi, sólo puede ser descrito como disolución.
El hombre que entrega a otro a la mujer que ama es un motivo
que repite episódicamente desde El ring (1927)
hasta Topaz, y cuando John Ford lo reprocesó para
su propio universo en Un tiro en la noche la identidad
de Hitchcock como uno de los cineastas más románticos
de la historia no vino sino a confirmarse.
Personalmente prefiero Vértigo,
cuya internación en la más prohibida de las pasiones
-la necrofilia- lleva hasta el límite el colapso de la
conciencia ante la inmensidad del deseo y la fugacidad de los
hechos. No conozco otra película que haya hecho con tanta
convicción el trayecto inverso de la normalidad, de la
fantasmagoría inasible a la carnalidad furiosa, y no
me parece casual que después de consumar ese salto Hitchcock
haya producido una sucesión de obras maestras hasta su
muerte en 1980.
Las vulgarizaciones más corrientes suelen
asociar el nombre de Hitchcock con el miedo. Además de
haber confundido a decenas de cineastas que, creyendo seguirlo,
hacen todo lo contrario que Hitchcock -desde Argento hasta Amenábar-
, esa descripción resulta muy insuficiente para incorporar
la angustia radical que su cine exploró y que le ha dado
su estatura como artista contemporáneo.
La pregunta final es: la investigación
sistemática en los mecanismos de identificación
del espectador, ¿tenía que conducir a un arte que tocara
el centro del problema humano en el siglo XX, el de la identidad?
No fatalmente: parte del adocenamiento del cine se ha debido
a que sus autores no han sacado las consecuencias de su manera
de filmar, de las estrategias narrativas que escogen y de los
temas que abordan. Hitchcock es una lección de coherencia
en un triple sentido instintivo, estético y espectacular
y si se quiere hallar algún rincón donde esos
contradictorios principios se reúnan en un todo armónico,
hay sólo una cosa por hacer: ver sus películas.