La
astucia de Chaplin, que lo llevó a fundar con otras estrellas
United Artists, contrasta amargamente con la inepcia financiera
de Keaton, que trabajó hasta viejo por estricta necesidad. Desde
el punto de vista de la masividad, Chaplin triunfó y es un mito.
Keaton es un fantasma. Sin embargo, su cine es de mayor calidad
estética.
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ESCRIBE MIGUEL MARÍAS: EXISTE
desde los años 20 una absurda pugna entre los partidarios de
Charles Chaplin (supuestamente establecidos y conservadores)
y los de Buster Keaton (pretendidamente iconoclastas y progresistas),
mal planteada de salida no veo la necesidad de prescindir de
uno en nombre del otro, pues los dos son grandes actores y cineastas
y que procede, en parte, de sus diferencias de carácter. Es
cierto que hay razones para defender la superioridad ética de
Keaton sobre Chaplin, pero siempre que no se amplíe al terreno
cinematográfico, histórico e ideológico
Personalmente, de entrada, considero que si hay
razón para defender la superioridad ética de Keaton, no hay
necesidad de eludirla. Es cierto que no hay motivo ni posibilidad
para prescindir de Chaplin, pero si las razones estéticas no
son también un poco éticas (y no sólo cinematográficas, históricas
e ideológicas), ¿cuál es entonces el sentido de la estética?
La
mujer demencial, el mayor aporte de Keaton al cine, es
una criatura delicada que puede ser astuta o estúpida,
pero
de la que es imposible no enamorarse
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El debate, como dice Marías, ha existido desde
los 20, cuando Chaplin y Keaton eran estrellas en plena vigencia,
y no ha podido ser evitado por los analistas de uno y otro,
pero menos por los de Keaton. La razón es sencilla: Chaplin
devino el más extraordinario fenómeno de la cultura de masas,
mientras Keaton fue arrumbado en el armario de las rarezas.
A Chaplin le fueron excusadas enormes violencias creativas plagiar
música para Luces de la ciudad, apropiarse del guión
escrito por Orson Welles para Monsier Verdoux, minimizar
la aparición de Keaton en Candilejas, mientras Keaton
fue ultimado por una sucesión de malas decisiones contractuales.
La astucia de Chaplin, que lo llevó a fundar con otras estrellas
United Artists, contrasta amargamente con la inepcia financiera
de Keaton, que trabajó hasta viejo por estricta necesidad. Desde
el punto de vista de la masividad, Chaplin triunfó y es un mito.
Keaton es un fantasma.
Pero las principales razones para afirmar la eminencia
de Keaton son de naturaleza estética y emergen con peculiar
fuerza cuando se analizan las filmografías comparadas. Como
uno de los autores más antiliterarios de la historia, Keaton
se reserva a sí mismo un lugar en esa tradición americana que
se resiste a considerar las formas de entretención como productos
de arte y en especial como vehículos de conocimiento. Sin embargo,
su cine es más lúcido que el de Chaplin y el de Harold Lloyd
el otro grande de esos años, como lo demuestran las penetrantes
reflexiones sobre el espacio fílmico de Sherlock Junior (24)
y El camarógrafo (28), tal vez las primeras películas
que analizan en forma exhaustiva el fenómeno de la construcción
de realidad en el cine.
Keaton es el maestro del espacio cinematográfico,
al que liberó del realismo para convertirlo en una función de
la conciencia. El detective aficionado de Sherlock Junior
que entra en una película anuncia la tensión de todos los héroes
del cine con el espacio fílmico (hasta la pobre imitación, 60
años más tarde, de Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo)
y El camarógrafo que funde por error imágenes documentales
incongruentes anticipa las ansiedades que vendrán a expresarse
con el auge y el abuso de los efectos especiales.
La superioridad de Keaton sobre sus contemporáneos
se extiende también a los mecanismos narrativos. Si aún sorprende
la agudeza con que intuyó, a partir de El nacimiento de una
nación de David Wark Griffith, el fin del slapstick
y de las comedias de dos rollos con bigotudos y policías dándose
porrazos, es más notable que algunas de sus propias películas
de dos rollos, verdaderas orgías de agilidad, sean obras maestras
de la síntesis.
Por lo general, sus argumentos describen a un
sujeto arrojado a un universo hostil, que divisa un único refugio
en el amor y es asediado por ello. En Policías (22) la
desesperación llega a bordes líricos: Keaton logra encerrar
en un barracón a una jauría de agentes que lo persiguen por
la ciudad, pero cuando su amada le dirige un gesto de desdén,
abre el barracón y entra a la negra boca donde será devorado.
Chaplin y Lloyd también enfrentan siempre mundos
hostiles. Pero el vagabundo Chaplin es víctima de su condición
social en el capitalismo salvaje de la industrialización, y
el señorito Lloyd sufre el desquiciamiento cultural de las incipientes
megalópolis. Keaton los integra y los supera a los dos en lo
radical de su extrañeza ante el universo: como un nuevo Adán
arrojado a la tierra, se enfrenta no sólo a la agresión de la
sociedad y de la cultura, sino también de la naturaleza, la
historia, el tiempo, la física, todo lo que a falta de mejor
concepto llamamos realidad. Por eso le es indiferente ser un
vagabundo o un señorito.