BUSTER KEATON : LA INVENCIÓN DE LA MUJER DEMENCIAL
23 de noviembre 1997
Artes y Letras/ El Mercurio

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PARA DIFERENCIARSE DE SUS COLEGAS en una época en que pocos creían que el cine pudiese transmitir nociones complejas (“nunca debes olvidar que la mentalidad media del público es de 12 años”, le decía su promotor, Roscoe Arbuckle), Keaton no eligió la ropa, ni los accesorios ni el nombre del personaje, sino la actitud, es decir, lo mas complejo que cabía concebir. Se hizo célebre como el el hombre que nunca sonreía. Esto de no sonreír fue la moda cool de los 20 y los 30; pero su máxima expresión, la fulminante Greta Garbo, demostró que sólo era una forma elusiva de sentimentalismo. En Keaton es, aun hoy, todo lo contrario: la perplejidad del ser en un universo donde los sentimientos fueron fulminados.

En sus memorias, Keaton dice que la cara impávida fue un hallazgo casual en una escena casual. Pero mira quien lo dice: un niño que a los 4 años debutó en el espectáculo de comedia violenta de sus padres, que nunca fue a colegio alguno, que era presentado como “el estropajo humano”, que se ganó el apodo de buster por la fortaleza de su espalda al caer, que participaba en “el número más camorrista del vodevil” y que a veces no pudo actuar en Nueva York por la protesta de las organizaciones protectoras de los niños. ¿Era posible el sentimentalismo? Los surrealistas españoles, que con justicia lo reconocieron como su precursor, fueron los primeros en notar que la cara de palo de Keaton representaba el desafío a largo plazo de una inteligencia muy sutil en contra de la “lágrima fácil” (Buñuel) encarnada por Chaplin.

EXTRAÑAMIENTO ES LA PALABRA CLAVE en el cine de Keaton. Su perplejidad no es social ni política ni moral ni siquiera histórica, sino que ontológica. En Las tres edades (23), una parodia admirativa de la ambiciosa Intolerancia de Griffith, se burla toda la inmanencia idealista cuando anuncia que revisará lo único inmutable a través de los tiempos, el amor, y luego vemos que en la Edad de Piedra se conquista por la fuerza, en el Imperio Romano por el rango y en la Edad Moderna por el dinero. En verdad, lo único inmutable es el extrañamiento del protagonista, su conciencia de habitar un universo ajeno y vivir una existencia anónima, lo que Heidegger llamó la deyección del ser, la condición primaria del “estar-en-el-mundo”.

No es que la obra de Chaplin sea conservadora y la de Keaton progresista, como dice Marías, rastreando unas categorías políticas que se avienen mejor con el primero que con el segundo. La superioridad de Keaton se funda en que su obra se sitúa en el epicentro de las angustias más vertiginosas del mundo moderno; ese mundo donde Dios ha muerto y el hombre busca, extrañado, su sentido.

Quienes dicen que las películas de Keaton son kafkianas reparan poco en el hecho de que se trata de obras virtualmente paralelas. Ambas anticipan por unos años al Ser y tiempo de Heidegger y por muchos al existencialismo, aunque sería fácil imaginar el pórtico de El guardaespaldas (20) en, por ejemplo, Albert Camus: “Nuestro héroe viene de ninguna parte, va a ninguna parte y fue arrojado en cualquier parte”. ¿Y qué tal del mundo intrínsecamente hostil de La ley de la hospitalidad (23), donde un provinciano se halla en una casa donde todos lo quieren asesinar, pero no lo pueden hacer mientras permanezca adentro? El mundo es ajeno y pertenece a la banda de los Buitres Pestañeadores (El guardaespaldas), a Dead Shot Dan (El fugitivo, 21) o a la familia Canfield (La ley de la hospitalidad), pero de ningún modo a la inocencia.

El navegante (24) sigue el principio del extravío: el joven acomodado sube a un buque errante donde su única compañía es la mujer que lo ha rechazado. Las siete oportunidades (25) sigue el principio del asedio: el heredero es perseguido por miríadas de mujeres que primero lo aman y luego lo odian. En El rey de los cowboys (25), el vaquero aprendiz se enamora de la vaca Brown Eyes, según el principio de la alienación, y el maquinista de La Generala (26) atraviesa sin notarlo las filas sudistas y nordistas, en la fangosa frontera de la mímesis con la individuación.

LA EMINENCIA CANÓNICA DE estas películas casi impide que se las pueda contar. La narración (literaria) es siempre enrevesada, pero a la vez contradicha por la imagen (fílmica), como una rara forma de cine puro. Keaton debe mucho a los fundadores del relato visual, Griffith y Thomas Ince, y algo a sus pioneros más agudos, como John Ford o Erich von Stroheim, pero casi nada a los precursores de la comedia. Todo lo que pudo tomar de Mack Sennett y Arbuckle está agotado en sus primeros cortos. Más o menos desde el 22 en adelante, su originalidad es absoluta.

En el adánico Keaton no existen huellas de un paraíso perdido, ni de un cielo o un infierno, como no sean paródicos. En cambio, existe Eva, la última esperanza del sujeto en la frenética lucha por defender la conciencia. En Keaton, donde todo romanticismo ha naufragado, el amor no es un sentimiento noble, sino el único modo de romper el estatuto objetual, y su concentración absoluta en este propósito poetiza la forma más radical del extrañamiento, el autismo, para convertirlo en el impulso creativo fundamental.

UNA DE LAS INVENCIONES más extraordinarias de Keaton, clave de su originalidad canónica, es la de la mujer demencial. No la desarrolló en todas sus películas aunque en todas es el motor, pero donde aparece, esta mujer, la única capaz de empatar y potenciar la perplejidad del protagonista, ilumina al protagonista y a sus peripecias con el efímero resplandor de un sentido.

La mujer de Una semana (20) contribuye con alegre alienación a construir una casa tan delirante, que su puerta de entrada está en el segundo piso, un verdadero prodigio de la arquitectura existencial. En La barca (21), llena de niños, ayuda a hundir la absurda nave en que naufragarán todos. En El navegante (24) coquetea ante el vacío y en La Generala alimenta con inútiles astillas una caldera que requiere de troncos. Las siete oportunidades es un repertorio de mujeres demenciales y en El boxeador (26) la frivolidad irresponsable es una especie de condición ontológica.

Keaton teme a las mujeres tanto como las ama, porque percibe en ellas el riesgo de la transmutación de la realidad. La ley de la hospitalidad expresa con radical perfección esta idea: el inocente Willie McKay viaja junto a una joven en un tren primitivo y a medida que se siente atraído, la máquina se torna absurda, avanza sobre rieles blandos y supera obstáculos imposibles. En El navegante, la bárbara emoción sexual de un beso llega a volcar un submarino; en El carapálida (21), el beso dura dos años. En El camarógrafo y en Vecinos (20), el jovenzuelo está dispuesto a desafiar las leyes de la física por sólo acercarse a la mujer.

La mujer demencial es una criatura delicada que puede ser astuta o estúpida, pero de la que es imposible no enamorarse, precisamente porque se renoce en ella una doble naturaleza autónoma y complementaria, y porque su extrañeza, más aérea y sutil, representa una cierta esperanza en el páramo del mundo.

Esa mujer es una de las mayores aportaciones de Keaton, y su rastro se expande por las más impresionantes mujeres del cine, empezando por las de Howard Hawks y siguiendo con las de Otto Preminger, Jean Luc Godard, Francois Truffaut y, cómo no, Martin Scorsese.

Si por “superioridad ética” debe entenderse, no el comportamiento privado, sino la capacidad de penetración en el ser sin el chantaje de la manipulación emocional, entonces Keaton es ampliamente superior a todos sus colegas. Y en ese caso es posible aventurar que cuando las películas de Chaplin sean vistas por la simpatía inefable de su personaje lo que en parte ya ocurre, las de Keaton sigan perturbando con su hilarante oscuridad.

Keaton y Kafka anteceden por poco a Heidegger y por mucho al existencialismo, aunque el pórtico de El guardaespaldas podría haber servido a Camus: “Nuestro héroe viene de ninguna parte, va a ninguna parte y fue arrojado en cualquier parte”.


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