PARA DIFERENCIARSE DE SUS COLEGAS en una
época en que pocos creían que el cine pudiese transmitir nociones
complejas (nunca debes olvidar que la mentalidad media del
público es de 12 años, le decía su promotor, Roscoe Arbuckle),
Keaton no eligió la ropa, ni los accesorios ni el nombre del personaje,
sino la actitud, es decir, lo mas complejo que cabía concebir.
Se hizo célebre como el el hombre que nunca sonreía. Esto de no
sonreír fue la moda cool de los 20 y los 30; pero su máxima expresión,
la fulminante Greta Garbo, demostró que sólo era una forma elusiva
de sentimentalismo. En Keaton es, aun hoy, todo lo contrario:
la perplejidad del ser en un universo donde los sentimientos fueron
fulminados.
En sus memorias, Keaton dice que la cara impávida
fue un hallazgo casual en una escena casual. Pero mira quien
lo dice: un niño que a los 4 años debutó en el espectáculo de
comedia violenta de sus padres, que nunca fue a colegio alguno,
que era presentado como el estropajo humano, que
se ganó el apodo de buster por la fortaleza de su espalda
al caer, que participaba en el número más camorrista del
vodevil y que a veces no pudo actuar en Nueva York por
la protesta de las organizaciones protectoras de los niños.
¿Era posible el sentimentalismo? Los surrealistas españoles,
que con justicia lo reconocieron como su precursor, fueron los
primeros en notar que la cara de palo de Keaton representaba
el desafío a largo plazo de una inteligencia muy sutil en contra
de la lágrima fácil (Buñuel) encarnada por Chaplin.
EXTRAÑAMIENTO ES LA PALABRA CLAVE
en el cine de Keaton. Su perplejidad no es social ni política
ni moral ni siquiera histórica, sino que ontológica. En Las
tres edades (23), una parodia admirativa de la ambiciosa
Intolerancia de Griffith, se burla toda la inmanencia
idealista cuando anuncia que revisará lo único inmutable a través
de los tiempos, el amor, y luego vemos que en la Edad de Piedra
se conquista por la fuerza, en el Imperio Romano por el rango
y en la Edad Moderna por el dinero. En verdad, lo único inmutable
es el extrañamiento del protagonista, su conciencia de habitar
un universo ajeno y vivir una existencia anónima, lo que Heidegger
llamó la deyección del ser, la condición primaria del estar-en-el-mundo.
No es que la obra de Chaplin sea conservadora
y la de Keaton progresista, como dice Marías, rastreando unas
categorías políticas que se avienen mejor con el primero que
con el segundo. La superioridad de Keaton se funda en que su
obra se sitúa en el epicentro de las angustias más vertiginosas
del mundo moderno; ese mundo donde Dios ha muerto y el hombre
busca, extrañado, su sentido.
Quienes dicen que las películas de Keaton son
kafkianas reparan poco en el hecho de que se trata de obras
virtualmente paralelas. Ambas anticipan por unos años al Ser
y tiempo de Heidegger y por muchos al existencialismo, aunque
sería fácil imaginar el pórtico de El guardaespaldas
(20) en, por ejemplo, Albert Camus: Nuestro héroe viene
de ninguna parte, va a ninguna parte y fue arrojado en cualquier
parte. ¿Y qué tal del mundo intrínsecamente hostil de
La ley de la hospitalidad (23), donde un provinciano
se halla en una casa donde todos lo quieren asesinar, pero no
lo pueden hacer mientras permanezca adentro? El mundo es ajeno
y pertenece a la banda de los Buitres Pestañeadores (El guardaespaldas),
a Dead Shot Dan (El fugitivo, 21) o a la familia Canfield
(La ley de la hospitalidad), pero de ningún modo a la
inocencia.
El navegante (24) sigue el principio del
extravío: el joven acomodado sube a un buque errante donde su
única compañía es la mujer que lo ha rechazado. Las siete
oportunidades (25) sigue el principio del asedio: el heredero
es perseguido por miríadas de mujeres que primero lo aman y
luego lo odian. En El rey de los cowboys (25), el vaquero
aprendiz se enamora de la vaca Brown Eyes, según el principio
de la alienación, y el maquinista de La Generala (26)
atraviesa sin notarlo las filas sudistas y nordistas, en la
fangosa frontera de la mímesis con la individuación.
LA EMINENCIA CANÓNICA DE estas películas
casi impide que se las pueda contar. La narración (literaria)
es siempre enrevesada, pero a la vez contradicha por la imagen
(fílmica), como una rara forma de cine puro. Keaton debe mucho
a los fundadores del relato visual, Griffith y Thomas Ince,
y algo a sus pioneros más agudos, como John Ford o Erich von
Stroheim, pero casi nada a los precursores de la comedia. Todo
lo que pudo tomar de Mack Sennett y Arbuckle está agotado en
sus primeros cortos. Más o menos desde el 22 en adelante, su
originalidad es absoluta.
En el adánico Keaton no existen huellas de un
paraíso perdido, ni de un cielo o un infierno, como no sean
paródicos. En cambio, existe Eva, la última esperanza del sujeto
en la frenética lucha por defender la conciencia. En Keaton,
donde todo romanticismo ha naufragado, el amor no es un sentimiento
noble, sino el único modo de romper el estatuto objetual, y
su concentración absoluta en este propósito poetiza la forma
más radical del extrañamiento, el autismo, para convertirlo
en el impulso creativo fundamental.
UNA DE LAS INVENCIONES más extraordinarias
de Keaton, clave de su originalidad canónica, es la de la mujer
demencial. No la desarrolló en todas sus películas aunque en
todas es el motor, pero donde aparece, esta mujer, la única
capaz de empatar y potenciar la perplejidad del protagonista,
ilumina al protagonista y a sus peripecias con el efímero resplandor
de un sentido.
La mujer de Una semana (20) contribuye
con alegre alienación a construir una casa tan delirante, que
su puerta de entrada está en el segundo piso, un verdadero prodigio
de la arquitectura existencial. En La barca (21), llena
de niños, ayuda a hundir la absurda nave en que naufragarán
todos. En El navegante (24) coquetea ante el vacío y
en La Generala alimenta con inútiles astillas una caldera
que requiere de troncos. Las siete oportunidades es un
repertorio de mujeres demenciales y en El boxeador (26)
la frivolidad irresponsable es una especie de condición ontológica.
Keaton teme a las mujeres tanto como las ama,
porque percibe en ellas el riesgo de la transmutación de la
realidad. La ley de la hospitalidad expresa con radical perfección
esta idea: el inocente Willie McKay viaja junto a una joven
en un tren primitivo y a medida que se siente atraído, la máquina
se torna absurda, avanza sobre rieles blandos y supera obstáculos
imposibles. En El navegante, la bárbara emoción sexual
de un beso llega a volcar un submarino; en El carapálida
(21), el beso dura dos años. En El camarógrafo y en Vecinos
(20), el jovenzuelo está dispuesto a desafiar las leyes de la
física por sólo acercarse a la mujer.
La mujer demencial es una criatura delicada que
puede ser astuta o estúpida, pero de la que es imposible no
enamorarse, precisamente porque se renoce en ella una doble
naturaleza autónoma y complementaria, y porque su extrañeza,
más aérea y sutil, representa una cierta esperanza en el páramo
del mundo.
Esa mujer es una de las mayores aportaciones de
Keaton, y su rastro se expande por las más impresionantes mujeres
del cine, empezando por las de Howard Hawks y siguiendo con
las de Otto Preminger, Jean Luc Godard, Francois Truffaut y,
cómo no, Martin Scorsese.
Si por superioridad ética debe entenderse,
no el comportamiento privado, sino la capacidad de penetración
en el ser sin el chantaje de la manipulación emocional, entonces
Keaton es ampliamente superior a todos sus colegas. Y en ese
caso es posible aventurar que cuando las películas de Chaplin
sean vistas por la simpatía inefable de su personaje lo que
en parte ya ocurre, las de Keaton sigan perturbando con su hilarante
oscuridad.
Keaton y Kafka anteceden por poco a Heidegger
y por mucho al existencialismo, aunque el pórtico de El guardaespaldas
podría haber servido a Camus: Nuestro héroe viene de ninguna
parte, va a ninguna parte y fue arrojado en cualquier parte.