UN EXPRESIONISTA: La primera vez que se
encontraron, John Ford le dijo a Kurosawa: A usted realmente
le gusta la lluvia. La aguda observación del maestro
americano (Kurosawa respondió: Y usted realmente
ha visto mis películas) refleja también
su sutil distancia con la inclinación expresionista del
maestro japonés, que usó siempre los climas extremos
para entrar en las borrascosas conciencias de sus personajes:
la nieve de Hokkaido en El idiota, el calor fulminante
en El cielo y el infierno (63) y sobre todo la lluvia,
la brumadora lluvia de Rashomon, Los siete samurai
o Rapsodia en agosto.
En realidad, Kurosawa extrema el expresionismo
cada vez que sus personajes se ven enfrentados a los espectros
de sus propios crímenes, otro tema central en su mundo
fílmico: la muerte de Washizu/Macbeth (Trono de sangre,
57) y la derrota de Hidetora/Lear (Ran, 85) están revestidas
de una atrocidad que las despoja de todo realismo.
En cambio, la muerte de un hombre bueno es un
hecho demasiado lejano de toda comprensión humana. Cuando
el doctor de Barbarroja declara que nada hay tan
solemne como los últimos momentos de un hombre,
sólo vemos a un anciano patético que apenas respira,
y entonces entendemos que lo que está ocurriendo allí
escapa a nuestros pobres sentidos. 30 años más
tarde, en Madadayo, el sueño final de otro anciano,
el profesor Uchida, nos dará un indicio de la auténtica
solemnidad de ese instante. Kurosawa tiene su lugar en el canon
precisamente porque, como todos los cineastas mayores, filmó
también lo infilmable.
LA EFICACIA DE LA NARRACIÓN: Tales
momentos no son el producto de la pura inspiración, aunque
sin ella tampoco serían posibles. El cine de Kurosawa
nace de una constante reflexión sobre los medios fílmicos.
Rashomon explora los problemas del punto
de vista, Los siete samurais es un ensayo sobre la construcción
del espacio, El cielo y el infierno está enteramente
diseñada a partir de las miradas entre un barrio pobre
y una villa lujosa, y La fortaleza escondida moviliza
a fondo las posibilidades de la pantalla ancha, el formato que
incomodó a todos los clásicos y que Kurosawa convirtió
en un modo de expresar la inquietante extensión de los
destinos humanos.
Pero el eje de su grandeza no está en esa
conciencia permanente del medio que también ha extraviado
a muchos artistas en un laberinto de metalenguajes, sino en
una base más primaria, la de su propia tarea como narrador.
O, para decirlo de otro modo, en la pertinaz decisión
de evitar siempre la inutilidad del relato, su reducción
a simple espectáculo o discurso.
En su caso, el hecho mismo de narrar supone un
acto moral, lo que significa que en la manera de contar una
historia se halla implicado su sentido último. En Rashomon
la falacia de las versiones sobre un crimen reflejan un mundo
sin sentido, donde ya no hay verdad posible, ni, por tanto,
la posibilidad de Dios. En Vivir el relato se quiebra
con la muerte del protagonista, para que en la segunda parte
descubramos el heroísmo secreto con que dio sentido a
su agonía de seis meses. La fortaleza escondida
es una peripecia de redención y restauración,
Barbarroja construye un telón moral para un conjunto
de amores más grandes que la vida y El
infierno del odio cancela la intriga policial antes de la
mitad para entrar en un análisis material de las huellas
del mal. Kagemusha cuenta una historia de ascenso y caída,
mientras que Ran describe una sola e interminable derrota.
La audacia de las estrategias narrativas de Kurosawa
es una función de su mirada sombría sobre la dificultad
del bien en un mundo que produjo la bomba atómica. La
pesadilla nuclear es explícita en muchas de sus películas
Un duelo silencioso, Sueños, Rapsodia
en agosto, pero ante todo constituye el trasfondo
sobre el cual Kurosawa encuentra una salida al vacío
existencialista: el heroísmo secreto, personal y final,
por el cual hasta el más envilecido de los sujetos, hasta
el más sucio de los ángeles, puede redimirse con
el resplandor de un sentido.
A ese atrevimiento, a ese desafío fílmico
y moral se debe la extraña sensación que producen
sus películas: que se ha partido de un punto para llegar
a otro muy distante, y que en el intertanto han ocurrido muchas
cosas. Mientras muere bajo la nieve en el parque silencioso,
el veterano Watanabe, protagonista de un episodio ínfimo
que sin embargo se nos ha presentado como una epopeya, se burla
suavemente de nuestra falta de precio por las cosas que importan,
cantando, ya sin voz, La vida es corta....
En 1975, con 65 años y un intento de suicidio
que estuvo a punto de engrosar la lista de artistas japoneses
autoeliminados, Kurosawa comenzó a filmar historias sobre
la vejez. Se trata de una sucesión de obras maestras
que se inicia con el crepuscular lirismo de Dersu Uzala,
pasa por el heroísmo patético de Kagemusha,
se hunde en el pesimismo de Ran, afronta los contraluces
violentos de Sueños, recupera la fuerza del dolor
y el perdón con Rapsodia en agosto y culmina,
como si se tratase de una redonda metáfora de toda su
carrera, con la gloriosa exaltación del maestro que se
resiste a morir en su última película.
Madadayo me produjo la desazón de
asistir a un momento profético y quizás único
en el cine: que una obra comenzada 50 años antes con
una historia de iniciación (La leyenda del judo)
culminase con una historia de despedida. Me pareció demasiado
mágico, demasiado exacto y lúcido para ser humano.
Pero así fue, y presumo que mi resistencia
se debía a mi incapacidad para comprender que, al final
de todo, Kurosawa nos quería decir que el conjunto de
su obra, no cada película, no las secuencias privilegiadas,
constituía su propio y definitivo acto moral. Después,
este año, murió apaciblemente, como un sensei,
como un ronin. Como un héroe.