AKIRA KUROSAWA: "COMO UN SUCIO ÁNGEL..."
6 de diciembre
1998
Artes y Letras/ El Mercurio

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UN EXPRESIONISTA: La primera vez que se encontraron, John Ford le dijo a Kurosawa: “A usted realmente le gusta la lluvia”. La aguda observación del maestro americano (Kurosawa respondió: “Y usted realmente ha visto mis películas”) refleja también su sutil distancia con la inclinación expresionista del maestro japonés, que usó siempre los climas extremos para entrar en las borrascosas conciencias de sus personajes: la nieve de Hokkaido en El idiota, el calor fulminante en El cielo y el infierno (63) y sobre todo la lluvia, la brumadora lluvia de Rashomon, Los siete samurai o Rapsodia en agosto.

En realidad, Kurosawa extrema el expresionismo cada vez que sus personajes se ven enfrentados a los espectros de sus propios crímenes, otro tema central en su mundo fílmico: la muerte de Washizu/Macbeth (Trono de sangre, 57) y la derrota de Hidetora/Lear (Ran, 85) están revestidas de una atrocidad que las despoja de todo realismo.

En cambio, la muerte de un hombre bueno es un hecho demasiado lejano de toda comprensión humana. Cuando el doctor de Barbarroja declara que “nada hay tan solemne como los últimos momentos de un hombre”, sólo vemos a un anciano patético que apenas respira, y entonces entendemos que lo que está ocurriendo allí escapa a nuestros pobres sentidos. 30 años más tarde, en Madadayo, el sueño final de otro anciano, el profesor Uchida, nos dará un indicio de la auténtica solemnidad de ese instante. Kurosawa tiene su lugar en el canon precisamente porque, como todos los cineastas mayores, filmó también lo infilmable.

LA EFICACIA DE LA NARRACIÓN: Tales momentos no son el producto de la pura inspiración, aunque sin ella tampoco serían posibles. El cine de Kurosawa nace de una constante reflexión sobre los medios fílmicos.

Rashomon explora los problemas del punto de vista, Los siete samurais es un ensayo sobre la construcción del espacio, El cielo y el infierno está enteramente diseñada a partir de las miradas entre un barrio pobre y una villa lujosa, y La fortaleza escondida moviliza a fondo las posibilidades de la pantalla ancha, el formato que incomodó a todos los clásicos y que Kurosawa convirtió en un modo de expresar la inquietante extensión de los destinos humanos.

Pero el eje de su grandeza no está en esa conciencia permanente del medio que también ha extraviado a muchos artistas en un laberinto de metalenguajes, sino en una base más primaria, la de su propia tarea como narrador. O, para decirlo de otro modo, en la pertinaz decisión de evitar siempre la inutilidad del relato, su reducción a simple espectáculo o discurso.

En su caso, el hecho mismo de narrar supone un acto moral, lo que significa que en la manera de contar una historia se halla implicado su sentido último. En Rashomon la falacia de las versiones sobre un crimen reflejan un mundo sin sentido, donde ya no hay verdad posible, ni, por tanto, la posibilidad de Dios. En Vivir el relato se “quiebra” con la muerte del protagonista, para que en la segunda parte descubramos el heroísmo secreto con que dio sentido a su agonía de seis meses. La fortaleza escondida es una peripecia de redención y restauración, Barbarroja construye un telón moral para un conjunto de amores “más grandes que la vida” y El infierno del odio cancela la intriga policial antes de la mitad para entrar en un análisis material de las huellas del mal. Kagemusha cuenta una historia de ascenso y caída, mientras que Ran describe una sola e interminable derrota.

La audacia de las estrategias narrativas de Kurosawa es una función de su mirada sombría sobre la dificultad del bien en un mundo que produjo la bomba atómica. La pesadilla nuclear es explícita en muchas de sus películas —Un duelo silencioso, Sueños, Rapsodia en agosto—, pero ante todo constituye el trasfondo sobre el cual Kurosawa encuentra una salida al vacío existencialista: el heroísmo secreto, personal y final, por el cual hasta el más envilecido de los sujetos, hasta el más sucio de los ángeles, puede redimirse con el resplandor de un sentido.

A ese atrevimiento, a ese desafío fílmico y moral se debe la extraña sensación que producen sus películas: que se ha partido de un punto para llegar a otro muy distante, y que en el intertanto han ocurrido muchas cosas. Mientras muere bajo la nieve en el parque silencioso, el veterano Watanabe, protagonista de un episodio ínfimo que sin embargo se nos ha presentado como una epopeya, se burla suavemente de nuestra falta de precio por las cosas que importan, cantando, ya sin voz, “La vida es corta...”.

En 1975, con 65 años y un intento de suicidio que estuvo a punto de engrosar la lista de artistas japoneses autoeliminados, Kurosawa comenzó a filmar historias sobre la vejez. Se trata de una sucesión de obras maestras que se inicia con el crepuscular lirismo de Dersu Uzala, pasa por el heroísmo patético de Kagemusha, se hunde en el pesimismo de Ran, afronta los contraluces violentos de Sueños, recupera la fuerza del dolor y el perdón con Rapsodia en agosto y culmina, como si se tratase de una redonda metáfora de toda su carrera, con la gloriosa exaltación del maestro que se resiste a morir en su última película.

Madadayo me produjo la desazón de asistir a un momento profético y quizás único en el cine: que una obra comenzada 50 años antes con una historia de iniciación (La leyenda del judo) culminase con una historia de despedida. Me pareció demasiado mágico, demasiado exacto y lúcido para ser humano.

Pero así fue, y presumo que mi resistencia se debía a mi incapacidad para comprender que, al final de todo, Kurosawa nos quería decir que el conjunto de su obra, no cada película, no las secuencias privilegiadas, constituía su propio y definitivo acto moral. Después, este año, murió apaciblemente, como un sensei, como un ronin. Como un héroe.


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