ANACRONISMOS SOBRE HOLLYWOOD: En el pasado,
Marcel Carné fue tan glorificado por El muelle de las brumas
y Los hijos del paraíso, que hacer notar su pesada literatosidad
y su concepción artificiosa de la narración parecían verdaderos
sacrilegios. Hoy sabemos que el elogio de Franco Zefirelli (por
el cristianismo de postal de Jesús de Nazareth y Hermano
Sol, hermana luna, o por sus reiteradas sobre-simplificaciones
de Shakespeare) está restringido a los críticos que buscan en
las películas algo distinto del cine, y que el barniz cultural
con que se reviste no alcanza a cubrir la pobreza de sus recursos
fílmicos.
Al mismo tiempo, afirmar que en el western hubo
un poderoso manantial estético o que Alfred Hitchcock es uno
de los más grandes artistas del cine dejaron de ser las herejías
que eran hace poco más de 30 años. Los juicios al bulto sobre
Hollywood o sobre otros sistemas industriales han pasado a ser
anacronismos que sólo se permiten en las tertulias de amigotes.
Ahora es posible hablar sin malditismo sobre las obras que Terence
Fisher filmó para la casa del terror gótico, Hammer Films, y
nadie se sorprende de que públicos estudiantiles hayan repletado
un ciclo sobre Drácula en el Centro Cultural Montecarmelo.
LA CRÍTICA SEGÚN SAMUEL JOHNSON:
Para llegar a este punto se requirió de muchos esfuerzos
críticos, a menudo solitarios, alejados de la corriente "correcta",
con la firme decisión de considerar a las películas como obras
en sí mismas, con sus propios medios expresivos, y no como tributos
a otras formas del arte o del conocimiento. Las voces de esos
críticos conservan su vigencia a lo largo del siglo, por encima
de la zalagarda de analistas que dejaron la piel buscando para
el cine una gloria ajena a la que por sí mismo merece.
Desde el doctor Samuel Johnson, la crítica de
arte no es la doctrina sobre lo que se debe ver o no, ni es
orientación ni pedagogía, como muchos la quieren entender. La
crítica es, primero, un monólogo que un espectador (el crítico)
un tanto privilegiado (porque publica lo que piensa) trata de
entablar con una obra, y sólo en segundo lugar, una propuesta
para que un público concreto ponga en combate su propia percepción
contra la del privilegiado. Es la majadería lo que primero da
a un crítico su título de tal; y únicamente por añadidura, y
por virtudes anexas la perspicacia, la erudición, el humor,
un crítico puede traspasar las barreras de sus propios prejuicios.
En el camino contrario se halla esa ideología
sacerdotal que se ha traspasado al sentido común bajo la afirmación
de que en gustos no hay nada escrito. Se trata de
una falacia inhabilitante, de esas que zanjan todo debate antes
de empezar. En los ambientes ilustrados esta consigna encubre
cierta pereza intelectual y en los sectores medios impone el
discreto estatus del arribismo por sobre la humillación del
desconocimiento. Sobre gustos se ha escrito todo, de Aristóteles
en adelante; el esfuerzo por codificar los mecanismos del gusto
y por traducirlo en un sistema con sentido es la historia de
la estética. Y de pocas cosas se ha escrito tanto como de la
estética.
Pero es cierto que se ha escrito poco
en el sentido de las Escrituras, lo que confirma que entre la
normatividad mística y la medida estética hay escasa relación.
¿FELLINI SOCIÓLOGO?: Es del todo
legítimo que cada quien identifique su propio gusto en el cine
como mejor le venga en gana. Ya no lo es tanto si ese gusto
es propuesto como la medida del cine. Y cuando además de ser
propuesto es enseñado como tal, entonces la ilegitimidad deviene
en aberración. Parte de la pobreza de la actual formación de
cine radica en que, en nombre del gusto, se desdeñan el análisis
y la historia, y en especial el ejercicio de ver las películas
según lo que ellas proponen y no según lo que proponen otras
formas del conocimiento. De ahí que cada cierto tiempo se proclaman
nuevas fundaciones del arte, o se establecen nuevas medidas
de perfección con arreglo a la seriedad en uso.
Por ejemplo, Federico Fellini, que en nuestras
academias goza de un prestigio casi olímpico. Fellini fue un
cineasta atractivo (especialmente en sus primeras películas)
y no se le podría discutir su condición de autor. Pero en conjunto,
su obra ocupa un peldaño bastante inferior a la de los cineastas
mayores. Cuando se la ve sin la nostalgia de los 60, incluso
La dolce vita resulta un vagabundeo intelectual de menor
cuantía, cargado de retórica altisonante y con un estilo visual
inclinado a la afectación. Por cierto, nada de eso desmerece
el poder de fascinación que ejerció sobre varias generaciones:
pero esto es carne de sociología, muy dudosamente de estética.
La hipertrofia crítica sobre otras de sus obras
parece aún más clara: las resonancias de Ocho y medio
o Satyricon son ya inferiores que las de los poderosos
mundos fílmicos de Erich von Stroheim o Roberto Rossellini,
por nombrar a dos cineastas con los cuales Fellini fue indebida
y contradictoriamente parangonado.
Por supuesto, no hay nada de malo en apreciar
intensamente a Fellini. El problema está en creer que él marca
un tipo de cumbre del cine. En ese caso, probablemente no se
esté apreciando el cine, sino otros valores, como el vigor plástico,
alguna variante del existencialismo o incluso el carácter italiano.
Es a través de este camino que se llega a exaltar a Wayne Wang
sólo porque Paul Auster colaboró con él en Smoke y Blue
in the face, a Robert Rodríguez por ser un hijo putativo
de Quentin Tarantino, o a Luc Besson por su buen olfato para
las modas de turno. Puestos en eso, hasta sería más novedoso
seguir a Jan de Bont, un fotógrafo que al pasar a la dirección
ha logrado el mérito nada desdeñable de fijar, con Máxima
velocidad y Twister, dos hitos en la imaginería infantil
de las pesadillas colectivas. Pero esto último lo intenta menos
gente, entre otras cosas porque no parece tan serio ni proporciona
diploma cultural.
EL AUTOR MAYOR: Tampoco hay nada malo en
apreciar intensamente una película sin enterarse de quién es
su autor, aunque sería raro leer un libro sin una plena y sostenida
conciencia del autor. Lo malo comienza cuando esta carencia
es elevada al rango de modelo analítico, como lo ha intentado
el estructuralismo más pedestre, cuya obsesión por aislar a
la creación del creador sugiere cierto temor a los significados
más inquietantes.
Cuando se sigue la obra de un director y se observa,
aun sin rigor metódico, el misterioso flujo de interconexiones
y resonancias que la recorre, el gozo estético no disminuye:
sólo puede aumentar, aunque no más sea por el diálogo silencioso
que el espectador establece con el autor. Y cuando lo que se
sigue es la obra de un gran director, ese diálogo se convierte
en una progresiva exploración de nuestros ámbitos más remotos.
Un autor menor puede generar cierta familiaridad por su desenvoltura
para hacernos reconocer situaciones cotidianas, como Woody Allen,
por su ingeniosa manera de tejer relaciones delirantes, como
Pedro Almodóvar, o por las fantasías en que identificamos rasgos
sociales y aun autobiográficos, como el mismo Fellini. Pero
un autor mayor nos conduce hacia zonas más profundas, hacia
la perturbación y el desasosiego que forman parte de nuestra
levadura esencial, el magma donde se diluyen las fronteras que
cotidianamente erigimos entre razón, emoción, inteligencia y
sensibilidad. Un autor mayor pone en funcionamiento un mundo
en el que los rasgos sociales, ideológicos o históricos, que
siempre están presentes, pierden eminencia ante el desafío que
plantea a nuestra identidad y a nuestras formas de conocer y
entender el mundo.
Es contra la frecuente derogación de las posibilidades
del cine, contra su reducción a un arte de simpatías y sinceridades,
contra el gravamen que se le impone desde otras disciplinas,
contra la tediosa refundación de lo que ya ha sido hecho, que
se impone la necesidad de canon. A fin de cuentas, éste no será
más que el conjunto de lo que un interesado debería ver si de
veras quiere aproximarse a lo que el cine ha podido ser, incluso,
aunque todavía no haya pasado el tiempo suficiente para asegurar
que lo que reconocemos hoy como superior perdurará al modo en
que han hecho los grandes clásicos literarios.
Pero las inteligencias fílmicas de John Ford,
Howard Hawks, Orson Welles y Roberto Rossellini se imponen con
tanta nitidez en estos cien años, que constituyen la vara para
medir el auténtico arte del cine.