Las
categorías de sujetos que pueblan el mundo de Scorsese no le
deben nada a la sicología ni a la antropología contemporáneas,
y todo al Antiguo Testamento, ese universo regido por un Dios
implacable e interpretado por unos profetas que son modestos
hombres. Scorsese siente una fascinación ambivalente por los
personajes autodestructivos y en la sensación de peligro que
ellos irradian se halla implícita una visión sobre los despeñaderos
por donde transita el arte.
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HAY MÁS DE UN JOEY en las películas
de Martin Scorsese. El primero aparece en el largometraje con
que debutó. ¿Quién golpea a mi puerta? (69) y retrata
a un temperamental amigo de adolescencia del cineasta, un sujeto
desbordante que puede llevar a su pandilla a aventuras autodestructivas.
El del título de este artículo pertenece a El Toro salvaje
(80), es el hermano del boxeador Jake LaMotta y, a pesar de
su ferocidad, constituye el dique de contención del pugilista,
que en este caso es el propietario del impulso autodestructivo.
En
el mundo de Scorsese, ser humano significa
dudar, temer, vivir la vibración del pecado
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En las películas de Scorsese hay también muchos
Jimmy, Jake, Tommy, Paulie, Nicky, Billy, Johnny y todo el repertorio
del slang neoyorquino con sus barítonos diminutivos,
y sus funciones son siempre intercambiables porque, en este
cine tenso y sincopado, todo depende de la esquina en que estás
parado.
Jake LaMotta piensa que quizás paga sus pecados
en el ring. Lo mismo creen el Charlie de Calles peligrosas
(73), para quien el pecado se expía en la calle,
y Max Cady, que se compara con Virgilio conduciendo su barca
hacia las puertas del infierno en Cabo de miedo (91),
y el Jesús de La última tentación de Cristo (88), que
va a dar al Gólgota, especie de calle de la deshonra del suburbio
suroriente del Imperio Romano.
El salto del Joey de la Little Italy neoyorquina
hasta los otros personajes (incluyendo a Jesús) es uno de los
más extraordinarios de la historia del cine y proporciona una
medida del poder cognoscitivo de Scorsese. Hijo de una familia
de inmigrantes italianos, católicos y modestos, y cinéfilo desde
niño, Scorsese comenzó a filmar con lo que casi podría considerarse
un programa adolescente: registrar su propio mundillo, el de
sus amigos y sus calles, con cierta vocación de realismo social.
Hasta Taxi driver (75), su filmografía es intensamente
autobiográfica y se ve invadida por la tentación de las citas-homenajes.
A partir de ese año resulta nítida una mutación que antes sólo
parecía potencial.
Con los mismos temas y personajes, como si el
barrio y los amigos se hubiesen desdoblado para revelar una
íntima universalidad, Scorsese construye un mundo cada vez más
denso y matizado. No es poca cosa: el minimalismo de las películas
de la esquina se ha revelado como la tendencia más paralizante
del cine contemporáneo, un refugio prestado por la antropología
o el sicoanálisis para eludir la confrontación con los verdaderos
rivales, que son las grandes obras. Scorsese es uno de los pocos
cineastas que dejaron de temer a las enormes sombras que lo
anteceden, y el instrumento de esa mutación ha sido el estilo,
depurado desde el instinto testimonial hacia lo que hoy, después
de La edad de la inocencia (93) y Casino (95),
es el corazón del intrigante poder de su cine: la calidad alucinatoria
de las imágenes.
Es arriesgado atribuir la condición canónica a
un director en plena actividad; pero aunque se detuviera ahora
mismo, la carrera de Scorsese muestra una de las evoluciones
más fulgurantes de la historia del cine y, junto con el enorme
influjo que ha ejercido en generaciones posteriores, le asegura
un lugar en el canon.