NO ES CASUAL QUE EN EL CAMINO haya abandonado
las citas. En realidad, todas sus películas están repletas de
elementos tomados de otras, pero el cinéfilo erudito ha dejado
paso al creador tormentoso, cuya tarea es reelaborar lo que
han hecho sus predecesores para integrarlo a su propio mundo.
Con esa seguridad, Scorsese ha podido hacer público el repertorio
de sus fuentes en una película de tres partes para la TV, Viaje
personal a través del cine americano (95), que fija en forma
nítida la inserción del propio autor en la tradición del cine
clásico.
La película más aludida en la obra de Scorsese
es Más corazón que odio de John Ford, y resulta sintomático
que considere a su protagonista, el feroz y solitario Ethan
Edwards, como un sujeto autodestructivo. Aunque
sea un adjetivo que puede describir algún rasgo de Ethan Edwards,
ciertamente no es el más importante, lo que constituye un indicio
de hasta qué punto las lecturas de Scorsese están atravesadas
por su propia pasión como artista.
Scorsese siente fascinación por los personajes
autodestructivos, a quienes parece admirar y temer en exactas
proporciones, una ambivalencia que está siempre presente en
sus estallidos de violencia; los asocia a la sicología del artista
y seguramente divisa en ellos los peligros de su propia posición
como creador. Los ha estudiado como profesionales de la creación
el saxofonista de New York, New York (77), el grupo The
Band de El último rock (78), el cómico sicótico de El
rey de la comedia (83), el pintor de Lecciones de vida
(episodio de Historias de Nueva York, 89), pero también
a través de metáforas más tortuosas que convierten al hombre
común en artista de su propia vida el boxeador de Toro salvaje,
el jugador de pool de El color del dinero (86).
En la sensación de peligro que todos ellos irradian
se encuentra implícita una visión sobre los despeñaderos por
donde transita el arte, al menos el auténtico, y parece justo
que lo sienta así quien ha tomado algunos de los más altos riesgos
que puedan concebirse en el cine americano: reutilizar el blanco
y negro (Toro salvaje), filmar la continuación de una
obra maestra de los 60 como El Audaz (El color del
dinero), emprender un remake de una película ya legendaria
(Cabo de miedo), adaptar una de las novelas más polémicas
de Nikos Kazantzakis (La última tentación de Cristo),
¡hasta rodar un clip con Michael Jackson (Bad, 87)! Tal
vez esto explique también por qué las fugaces apariciones de
Scorsese (o de sus padres) en sus películas no se parecen al
guiño burlón de las de Alfred Hitchcock, sino a una desesperada
afirmación de identidad en el frenesí de la angustia expresiva.
En el centro de esa angustia se halla una visión
de la vida como una dialéctica de pecado y expiación, de ascenso
y caída, de culpa y castigo.
Los personajes de Scorsese se dividen entre los
que expían y los que ayudan a expiar. En realidad, estas categorías
no deben nada a la sicología y a la antropología contemporáneas,
y todo el Antiguo Testamento, a ese universo regido por un Dios
implacable e interpretado por unos profetas que no son adelantados,
sino modestos hombres que se descubren a si mismos.
En su ansiedad de distinguirse de la masa, en
su horror por el anonimato y la mediana, los sujetos de Scorsese
son esencialmente modernos, urbanos y mediáticos. Pero en su
pecaminosa tendencia a la rebelión, en su arrogante indiferencia
por las consecuencias de sus actos, hunden también sus raíces
en los ancestros del individualismo occidental.
Con la eternidad no se juega, reflexiona
el protagonista de Calles peligrosas, entendiendo que
allá afuera, en los meandros de Little Italy, puede andar el
instrumento de la expiación.
En el mundo de este cineasta, ser humano significa
dudar, temer, vivir la vibración del pecado. Muchos de los debates
en torno a La Ultima Tentación de Cristo se habrían fundido
en su propia iniquidad si esta dimensión hubiese sido mínimamente
comprendida.
Tal vez sea pedir mucho a los epigonos del catecismo
pos Calcedonia que además entiendan de estética, pero no sería
demasiado que sencillamente siguiesen la lógica de la película:
Jesús es humano mientras duda y se pone a prueba, vive una transición
interna mientras descubre sus potencias y es divino cuando acepta
el plan que le ha sido deparado.
Paradójicamente, cuando invierte esa propuesta
cuando el sujeto se cree testamentario e iluminado, lo que Scorsese
descubre es la sicosis. Cuando el taxista Travis Bickle piensa
que algún día, una fuerte lluvia se llevará esta basura,
se intuye que él mismo quiere ser esa lluvia, como un ángel
vengador que purificará a la ciudad excremental. Debido a que
Travis Bickle es sólo una inversión de sus personajes culposos,
Scorsese pudo hacer de Taxi driver una obra sobre la
soledad y escapar al influjo fascitoide de su guionista, Paul
Schrader, quien parecía tener más simpatía que lucidez hacia
el personaje.
Travis Bickle quiere hacer algo grande, como lo
quieren Rupert Pupkin, que rapta a una estrella de la TV para
convertirse en El rey de la comedia, porque es
mejor ser rey por una noche que tonto por toda la vida,
y Max Cady (Cabo de miedo), que le anuncia a su enemigo,
cuando ya planea violar a su mujer y a su hija: Podríamos
decir que vine a salvarte.
La fijación megalómana es el primero de los pecados
en el universo moral de Scorsese. Los pequeños dioses, los que
se sienten dueños de sus vidas y de las ajenas, están condenados
a una dura expiación y su destino es consumirse en el infierno
de sus pretensiones.
Los protagonistas de Scorsese rara vez mueren,
pero su redención es muy limitada. Discrepo en esto de otras
ilustradas exégesis, que ven una cierta luminosidad en sus desenlaces;
me parece que, tal como les ocurre a los castigados personajes
del Pentateuco, de Caín a Abraham, la marca del castigo los
acompaña para siempre. Jake LaMotta concluye parodiando a Shakespeare
y a Marlon Brando en un poco glorioso show de cabaret. Al final
de Buenos muchachos, el ex gángster Henry Hill contempla
su futuro: Soy un infeliz don nadie, y uno entiende
que cambiaría ese designio por el pellejo que acaba de salvar.
Y Ace Rothstein, que ha reinado en Las Vegas con insigne arrogancia
(hay tres maneras de hacer las cosas: la correcta, la
incorrecta y la mía), vuelve a ser un apostador sin remisión
en el final de Casino.
Es la arrogancia, y no otra clase de pecado, lo
que demuele a Las Vegas, como otra vez demolió a Sodoma. Esta
asociación carece de toda inocencia. En Casino, Scorsese
lleva el estatuto documental el detalle de las fichas, las mesas,
los juegos y la imaginería del castigo hasta bordes tan alucinatorios,
que el resultado se parece más a Los diez mandamientos
(Cecil B. De Mille, 56) que a cualquier película de gangsters,
exceptuada Buenos muchachos.
La tradición ocupa un estatuto semejante en el
decálogo de Scorsese. Sus películas sobre pandilleros están
repletas de traiciones ferozmente cobradas, pero también se
pagan las infidelidades matrimoniales en el abogado de Cabo
de miedo, las sentimentales en el Newland Archer de La
edad de la inocencia y las amistosas en los sujetos de Casino.
Esta amplitud de la culpa conduce a la noción cristiana del
pecado original, que Freud reprocesaría con el trauma del nacimiento.
Cristiana y freudiana es Después de hora (85), la historia
de un hombre que no puede volver en toda la noche a su casa
y que, en su entrecruzamiento de Kafka (a quien cita) con Dostoievsky
(a quien no cita, pero al que usará después para Lecciones
de vida), subraya su cercanía con la película más mística
de Hitchcock, El hombre equivocado.
Los sujetos de Scorsese no saben cuándo están
pecando, y cuando lo saben, prefieren engañarse. Sus culpas
sólo afloran con la extrema materialidad del castigo, con esa
expiación en la calle que descubre el infierno,
no como metáfora, sino como hecho físico. El infierno está en
la cuadra de la Octava Avenida con la Calle 48, en el río Cape
Fear, en el círculo ardiente de Las Vegas al medio del desierto
y puede venir a instalarse allí donde te pille. Por eso es que
son la sangre, el vino, el fuego, los que dan su cromatismo
a este cine, el más rojo que se haya visto desde el británico
Michael Powell.
Pero lo más importante es esa cámara inquieta,
móvil y nerviosa que persigue a los protagonistas en sus emociones
más imperceptibles. La cámara que acompaña a LaMotta sobre el
ring, la que sigue a Henry Hill por la trastienda del Copacabana,
la que acompaña a Jesús durante las bienaventuranzas, la que
descubre a Ginger McKenna balanceándose entre las mesas del
Tangiers, tienen poco que ver con la cámara del alma del Carl
Theodor Dreyer o la demiúrgica de Hitchcock, por mencionar a
otros cineastas teologales. La de Scorsese no filma tanto la
mano suprema sobre el pecado de los hombres, sino más bien a
los hombres sumidos en el vértigo, la emoción, el brillo, la
gloriosa embriaguez de sus efímeras victorias, justo en el momento
de empezar a pagar sus culpas.
Igual que sus personajes, Scorsese no necesita,
como cineasta, de una redención mayor de la que él mismo se
ha procurado. En el siglo del perdón y la amnistía, ha consumado
el intento más perturbador: encontrar la manera de filmar el
pecado.