MARTIN SCORSESE: “QUIZÁS ESTOY PAGANDO MIS PECADOS, JOEY”
19 de octubre 1997
Artes y Letras/ El Mercurio

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NO ES CASUAL QUE EN EL CAMINO haya abandonado las citas. En realidad, todas sus películas están repletas de elementos tomados de otras, pero el cinéfilo erudito ha dejado paso al creador tormentoso, cuya tarea es reelaborar lo que han hecho sus predecesores para integrarlo a su propio mundo. Con esa seguridad, Scorsese ha podido hacer público el repertorio de sus fuentes en una película de tres partes para la TV, Viaje personal a través del cine americano (95), que fija en forma nítida la inserción del propio autor en la tradición del cine clásico.

La película más aludida en la obra de Scorsese es Más corazón que odio de John Ford, y resulta sintomático que considere a su protagonista, el feroz y solitario Ethan Edwards, como un sujeto “autodestructivo”. Aunque sea un adjetivo que puede describir algún rasgo de Ethan Edwards, ciertamente no es el más importante, lo que constituye un indicio de hasta qué punto las lecturas de Scorsese están atravesadas por su propia pasión como artista.

Scorsese siente fascinación por los personajes autodestructivos, a quienes parece admirar y temer en exactas proporciones, una ambivalencia que está siempre presente en sus estallidos de violencia; los asocia a la sicología del artista y seguramente divisa en ellos los peligros de su propia posición como creador. Los ha estudiado como profesionales de la creación el saxofonista de New York, New York (77), el grupo The Band de El último rock (78), el cómico sicótico de El rey de la comedia (83), el pintor de Lecciones de vida (episodio de Historias de Nueva York, 89), pero también a través de metáforas más tortuosas que convierten al hombre común en artista de su propia vida el boxeador de Toro salvaje, el jugador de pool de El color del dinero (86).

En la sensación de peligro que todos ellos irradian se encuentra implícita una visión sobre los despeñaderos por donde transita el arte, al menos el auténtico, y parece justo que lo sienta así quien ha tomado algunos de los más altos riesgos que puedan concebirse en el cine americano: reutilizar el blanco y negro (Toro salvaje), filmar la continuación de una obra maestra de los 60 como El Audaz (El color del dinero), emprender un remake de una película ya legendaria (Cabo de miedo), adaptar una de las novelas más polémicas de Nikos Kazantzakis (La última tentación de Cristo), ¡hasta rodar un clip con Michael Jackson (Bad, 87)! Tal vez esto explique también por qué las fugaces apariciones de Scorsese (o de sus padres) en sus películas no se parecen al guiño burlón de las de Alfred Hitchcock, sino a una desesperada afirmación de identidad en el frenesí de la angustia expresiva.

En el centro de esa angustia se halla una visión de la vida como una dialéctica de pecado y expiación, de ascenso y caída, de culpa y castigo.

Los personajes de Scorsese se dividen entre los que expían y los que ayudan a expiar. En realidad, estas categorías no deben nada a la sicología y a la antropología contemporáneas, y todo el Antiguo Testamento, a ese universo regido por un Dios implacable e interpretado por unos profetas que no son adelantados, sino modestos hombres que se descubren a si mismos.

En su ansiedad de distinguirse de la masa, en su horror por el anonimato y la mediana, los sujetos de Scorsese son esencialmente modernos, urbanos y mediáticos. Pero en su pecaminosa tendencia a la rebelión, en su arrogante indiferencia por las consecuencias de sus actos, hunden también sus raíces en los ancestros del individualismo occidental.

“Con la eternidad no se juega”, reflexiona el protagonista de Calles peligrosas, entendiendo que allá afuera, en los meandros de Little Italy, puede andar el instrumento de la expiación.

En el mundo de este cineasta, ser humano significa dudar, temer, vivir la vibración del pecado. Muchos de los debates en torno a La Ultima Tentación de Cristo se habrían fundido en su propia iniquidad si esta dimensión hubiese sido mínimamente comprendida.

Tal vez sea pedir mucho a los epigonos del catecismo pos Calcedonia que además entiendan de estética, pero no sería demasiado que sencillamente siguiesen la lógica de la película: Jesús es humano mientras duda y se pone a prueba, vive una transición interna mientras descubre sus potencias y es divino cuando acepta el plan que le ha sido deparado.

Paradójicamente, cuando invierte esa propuesta cuando el sujeto se cree testamentario e iluminado, lo que Scorsese descubre es la sicosis. Cuando el taxista Travis Bickle piensa que “algún día, una fuerte lluvia se llevará esta basura”, se intuye que él mismo quiere ser esa lluvia, como un ángel vengador que purificará a la ciudad excremental. Debido a que Travis Bickle es sólo una inversión de sus personajes culposos, Scorsese pudo hacer de Taxi driver una obra sobre la soledad y escapar al influjo fascitoide de su guionista, Paul Schrader, quien parecía tener más simpatía que lucidez hacia el personaje.

Travis Bickle quiere hacer algo grande, como lo quieren Rupert Pupkin, que rapta a una estrella de la TV para convertirse en El rey de la comedia, porque “es mejor ser rey por una noche que tonto por toda la vida”, y Max Cady (Cabo de miedo), que le anuncia a su enemigo, cuando ya planea violar a su mujer y a su hija: “Podríamos decir que vine a salvarte”.

La fijación megalómana es el primero de los pecados en el universo moral de Scorsese. Los pequeños dioses, los que se sienten dueños de sus vidas y de las ajenas, están condenados a una dura expiación y su destino es consumirse en el infierno de sus pretensiones.

Los protagonistas de Scorsese rara vez mueren, pero su redención es muy limitada. Discrepo en esto de otras ilustradas exégesis, que ven una cierta luminosidad en sus desenlaces; me parece que, tal como les ocurre a los castigados personajes del Pentateuco, de Caín a Abraham, la marca del castigo los acompaña para siempre. Jake LaMotta concluye parodiando a Shakespeare y a Marlon Brando en un poco glorioso show de cabaret. Al final de Buenos muchachos, el ex gángster Henry Hill contempla su futuro: “Soy un infeliz don nadie”, y uno entiende que cambiaría ese designio por el pellejo que acaba de salvar. Y Ace Rothstein, que ha reinado en Las Vegas con insigne arrogancia (“hay tres maneras de hacer las cosas: la correcta, la incorrecta y la mía”), vuelve a ser un apostador sin remisión en el final de Casino.

Es la arrogancia, y no otra clase de pecado, lo que demuele a Las Vegas, como otra vez demolió a Sodoma. Esta asociación carece de toda inocencia. En Casino, Scorsese lleva el estatuto documental el detalle de las fichas, las mesas, los juegos y la imaginería del castigo hasta bordes tan alucinatorios, que el resultado se parece más a Los diez mandamientos (Cecil B. De Mille, 56) que a cualquier película de gangsters, exceptuada Buenos muchachos.

La tradición ocupa un estatuto semejante en el decálogo de Scorsese. Sus películas sobre pandilleros están repletas de traiciones ferozmente cobradas, pero también se pagan las infidelidades matrimoniales en el abogado de Cabo de miedo, las sentimentales en el Newland Archer de La edad de la inocencia y las amistosas en los sujetos de Casino. Esta amplitud de la culpa conduce a la noción cristiana del pecado original, que Freud reprocesaría con el trauma del nacimiento. Cristiana y freudiana es Después de hora (85), la historia de un hombre que no puede volver en toda la noche a su casa y que, en su entrecruzamiento de Kafka (a quien cita) con Dostoievsky (a quien no cita, pero al que usará después para Lecciones de vida), subraya su cercanía con la película más mística de Hitchcock, El hombre equivocado.

Los sujetos de Scorsese no saben cuándo están pecando, y cuando lo saben, prefieren engañarse. Sus culpas sólo afloran con la extrema materialidad del castigo, con esa expiación “en la calle” que descubre el infierno, no como metáfora, sino como hecho físico. El infierno está en la cuadra de la Octava Avenida con la Calle 48, en el río Cape Fear, en el círculo ardiente de Las Vegas al medio del desierto y puede venir a instalarse allí donde te pille. Por eso es que son la sangre, el vino, el fuego, los que dan su cromatismo a este cine, el más rojo que se haya visto desde el británico Michael Powell.

Pero lo más importante es esa cámara inquieta, móvil y nerviosa que persigue a los protagonistas en sus emociones más imperceptibles. La cámara que acompaña a LaMotta sobre el ring, la que sigue a Henry Hill por la trastienda del Copacabana, la que acompaña a Jesús durante las bienaventuranzas, la que descubre a Ginger McKenna balanceándose entre las mesas del Tangiers, tienen poco que ver con la cámara del alma del Carl Theodor Dreyer o la demiúrgica de Hitchcock, por mencionar a otros cineastas teologales. La de Scorsese no filma tanto la mano suprema sobre el pecado de los hombres, sino más bien a los hombres sumidos en el vértigo, la emoción, el brillo, la gloriosa embriaguez de sus efímeras victorias, justo en el momento de empezar a pagar sus culpas.

Igual que sus personajes, Scorsese no necesita, como cineasta, de una redención mayor de la que él mismo se ha procurado. En el siglo del perdón y la amnistía, ha consumado el intento más perturbador: encontrar la manera de filmar el pecado.


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