STANLEY KUBRICK: "DAVE, ¿DETENTE, QUIERES?"
19 de abril
1998
Artes y Letras/ El Mercurio

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UNA CINTA PIONERA: En la imaginería fílmica del espacio exterior, hay un antes y después de 2001. Cuando Stanley Kubrick la filmó, en 1968, el género estaba consolidado y no parecía capaz de ofrecer sorpresas. 2001 introdujo esas naves enormes que entran por los bordes de la pantalla, un recurso visual que después ha sido llevado hasta el delirio con cosas como El día de la independencia. Ese recurso cambió el modo de filmar el espacio exterior, pero para Kubrick fue mucho más que eso. Fue, en verdad, la manera de introducir la noción vertiginosa de un “fuera de campo” de magnitudes colosales, una idea desoladora acerca de la infinitud del conocimiento.

En la trayectoria de Kubrick hay una cierta constante en cuanto a asumir géneros medio gastados y reabrirlos desde dentro: Casta de malditos (56) apareció cuando los “thrillers” de perdedores llevaban un largo camino; para la época de Espartaco (60) las películas “de romanos” iniciaban su declive; la violencia extrema no fue un invento de La naranja mecánica (71), pero ha sido su expresión más inolvidable, El resplandor (80) mostró que el ya sobado Stephen King podía ser filmado de una manera inédita y creo que el tiempo confirma a quienes opinaron que Nacido para matar (87) cerraba el ciclo sobre Vietnam a alturas jamás alcanzadas por El francotirador, Línea de fuego o Pelotón.

La obra de Kubrick es única y canónica no por su frugalidad (12 largometrajes en 45 años), sino por dos razones que sólo en cierto modo se relacionan con esa escasez de producción: la megalomanía los espectáculos de Kubrick no son desmedidos sólo en sus alcances, sino en su mismo planteamiento y la poderosa capacidad de anticipación, de la que 2001 es un compendio y una metáfora.

Frugalidad, megalomanía y anticipación son en este caso funciones de un mismo fenómeno: la documentada, estudiosa inteligencia con que sus películas están hechas. En la comedia nuclear Dr. Insólito (64), el embajador soviético admite que la carrera armamentista tiene en bancarrota a su país, una constatación que recién 20 años más tarde le serviría a Ronald Reagan para liquidar a la URSS. En La naranja mecánica, Alex sufre un tratamiento de shock que anticipa el debate sobre la violencia audiovisual que se puso de moda más de un decenio después. Tal como Espartaco, La patrulla infernal (57) y Barry Lyndon (75) son muy cuidadosas en su análisis de las estrategias militares, Nacido para matar plantea cuestiones de la formación militar cuya discusión todavía está abierta.

La palabra para estos hallazgos no es clarividencia, sino información. Lo que distinguió siempre a Kubrick de los adocenados cineastas de género de Hollywood de los años 50 y 60 fue su obsesión por el detalle, una manía de la minucia imbricada con la de la grandeza.

Es un rasgo extraño para un cineasta que siempre rodó adaptaciones literarias, descontadas sus dos primeras piezas de ensayo. Entre el temor y el deseo (54) y El beso del asesino (55): la magnífica novela noir de Lionel White en Casta de malditos, Howard Fast en Espartaco, Vladimir Nabokov en Lolita, Arthur Clarke en 2001, Anthony Burgess en La naranja mecánica, William Thackeray en Barry Lyndon.

2001 rompió con la ciencia-ficción al uso entre otras cosas porque se preocupó de averiguar cómo funcionan de verdad los aparatos domésticos bajo gravedad cero, o porque iinvestigó cómo sería el módulo lunar que al año siguiente llevaría la Apolo 11. La superioridad de Barry Lyndon sobre otras obras acerca del siglo XVIII, y especialmente de la mítica Tom Jones, tiene mucho que ver con la prolijidad de la indagación en los usos y las mentalidades de la época, más allá de la coherencia de la temprana novela de Thackeray. Un estudio detallado de La naranja mecánica conduce a la conclusión de que el aire de sarcasmo que envuelve a la historia de Burguess por lo demás, nada agradable procede sobre todo de los decorados, organizados como acidos contrapuntos al drama de los personajes.

LA PERTURBADORA LOLITA: El correlato de la inteligencia inquisitiva de Kubrick es una mirada distanciada, ligeramente demasiado lúcida. Quienes creen que distancia es igual a frialdad se encontrarían toda la razón en Lolita (62), ese caso de dominación sexual que reduce al profesor Humbert Humbert a un estado de monigote del deseo.

Pero es un hecho que desde entonces y entre las ninfetas de cuatro décadas, sólo Pretty Baby se ha aproximado al poder de perturbación que comunica, desde su severo blanco y negro, la Lolita Haze de Kubrick, siempre menos morboso que Nabokov. 2001 es también una película “fría”. Barry Lyndon, casi un témpano. Casta de malditos es un mecanismo de relojería cuya perfección resulta más notoria cuando se lo compara con el esfuerzo de Quentín Tarantino en Tiempos violentos. Y los estrictos (aunque no aparentes) pulsos narrativos de El resplandor y Nacido para matar podrían convertirlas en clases de racionalidad si alguien se lo propusiera.

Sin embargo, Lolita perturba, Barry Lyndon entristece, Casta de malditos angustia, El resplandor aterra y Nacido para matar desgarra. La capacidad de emoción del cine de Kubrick parece misteriosa a primera vista, pero no lo es cuando se analizan sus estrategias narrativas, siempre orientadas a crear un equilibrio inestable entre la distancia crítica y el envolvimiento individual.

Cuando el profesor Humbert Humbert le pinta las uñas de los pies a Lolita, el lento travelling por las piernas comunica al mismo tiempo el patetismo y la embriagadora carnalidad de la situación. Dave Bowman avanza hacia el cerebro de HAL 9000 por unos esterilizados pasillos blancos, pero Kubrick pone en el primer plano sonoro la respiración dentro del casco, que pasa a ser la pulsión del espectador.

En Espartaco, el patricio Graco pretende dar lecciones políticas al esclavo Antonino, pero los tonos azulados de la nevada noche romana sugieren, con su líquida fluidez, que bajo el formal contacto táctil se desarrolla toda la fuerza del temblor homosexual.

UN ASUNTO DE INTELIGENCIA: La frialdad aparente de Kubrick no procede de su estilo fílmico, que más bien dispone de una imaginación visual capaz de recoger las emociones más intensas, sino de que su tema, a fin de cuentas, es la inteligencia, un motivo en el que lo anteceden muy pocos cineastas, con la notoria preeminencia de Orson Welles y Joseph L. Mankiewicz. Pero, a diferencia de Welles, que filmó la oscuridad de la inteligencia, y de Mankiewicz, que reveló su esplendor, Kubrick trabaja sobre su derrota, su ocupación y su muerte.

La inteligencia de HAL 9000 no es muy distinta de la de Johnny Clay, el ex presidiario que quiere dar su golpe final en Casta de malditos, ni la del Dr. Insólito, que prevé la supervivencia de unos pocos tras el holocausto atómico: todas ellas son inteligencias invadidas por la obsesión de la perfección, como lo son las de profesor Humbert Humbert, el escritor Jack Torrance (El resplandor) y el trepador Barry Lyndon.

La película más débil de Kubrick, Espartaco, debe sus flaquezas a la beatería del izquierdismo de los 60 con que aparece revestido el líder de los esclavos, algo que se debe tanto al bien conocido sentimentalismo del guionista Dalton Trumbo como a los deseos heroicos del protagonista y productor Kirk Douglas; pero se convierte en una obra potente cuando registra la lucha entre Craso y Graco, los senadores enfrentados por el dilema entre la dictadura personalista y la democracia corrompida. Se ha dicho, con razón, que las actuaciones de Laurence Olivier y Charles Laughton en estos personajes constituyen los paradigmas de los dos modos posibles de interpretación en el cine. Pero si Kubrick pudo integrarlos tan armoniosamente en una sola película es porque su verdadero interés era confrontar también a las dos inteligencias posibles en el mundo del poder.

La fragilidad de las inteligencias de Alex o del soldado Gomer Pyle (Nacido para matar) las convierten en campos de ocupación para el crimen. En cambio, los poderosos cerebros de Craso, el Dr. Insólito o HAL 9000 se inclinan al crimen como parte de su voluntad de dominio, lo que constituye el principio de su perdición. Una de las ideas más subyugantes de Espartaco consiste en que la soberbia de Craso lo impulse a enamorarse de la esclava Varinia sólo para controlar, por interposición, la cabeza de su odiado líder rebelde. La arrogancia de no permitir que la debilidad humana arruine la misión a Júpiter es lo que pierde a HAL y el Dr. Insólito, pierde a la humanidad entera con sus orgullosos dispositivos nucleares. Lolita parece una glosa a la derrota de la inteligencia por el deseo sexual, pero en realidad su centro está en el dominio del estirado profesor Humbert por el cerebro perverso de Clare Quilty, que manipula toda la relación con la adolescente para su propio fin.

Si 2001 es, como parece, el centro de la compacta filmografía de Kubrick, su visión acerca de la infinidad de la inteligencia, despojada de ribetes místicos (como se quiso hacer creer en su tiempo, con el debate acerca del significado del monolito que vaga por el universo), constituye un esfuerzo desgarrador por reubicar el conocimiento humano en la modesta escala que, pese a su larga evolución, ha alcanzado. Y es significativo que 2001 sea la película menos sarcástica y pesimista de la obra de Kubrick: quizás se debe a que el Discovery perdiéndose en los confines del universo ya no ofrece el desconsolador espectáculo de la inteligencia ocupada para el crimen.

Pero ese desconsuelo es el componente fundamental del valor canónico de estas películas y a él, o a su intensidad procesada por la razón, se debe que el cine contemporáneo haya sido reconfigurado cuando ya parecía que, como los géneros, caminaba hacia un ocaso de minimalismo y sentimentalismo.

Si se tuviera que distinguir un aporte principal en la obra de Kubrick, ese sería el de la apertura del medio, un proceso que a la postre haría posibles a Martin Scorsese, a David Cronenberg, al propio Tarantino o al puñado de autores que hacen que el cine no renuncie todavía a la idea de la grandeza expresiva.


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