UNA CINTA PIONERA: En la imaginería
fílmica del espacio exterior, hay un antes y después
de 2001. Cuando Stanley Kubrick la filmó, en 1968,
el género estaba consolidado y no parecía capaz
de ofrecer sorpresas. 2001 introdujo esas naves enormes que
entran por los bordes de la pantalla, un recurso visual que
después ha sido llevado hasta el delirio con cosas como
El día de la independencia. Ese recurso cambió
el modo de filmar el espacio exterior, pero para Kubrick fue
mucho más que eso. Fue, en verdad, la manera de introducir
la noción vertiginosa de un fuera de campo
de magnitudes colosales, una idea desoladora acerca de la infinitud
del conocimiento.
En la trayectoria de Kubrick hay una cierta constante
en cuanto a asumir géneros medio gastados y reabrirlos
desde dentro: Casta de malditos (56) apareció
cuando los thrillers de perdedores llevaban un largo
camino; para la época de Espartaco (60) las películas
de romanos iniciaban su declive; la violencia extrema
no fue un invento de La naranja mecánica (71),
pero ha sido su expresión más inolvidable, El
resplandor (80) mostró que el ya sobado Stephen King
podía ser filmado de una manera inédita y creo
que el tiempo confirma a quienes opinaron que Nacido para
matar (87) cerraba el ciclo sobre Vietnam a alturas jamás
alcanzadas por El francotirador, Línea de fuego
o Pelotón.
La obra de Kubrick es única y canónica
no por su frugalidad (12 largometrajes en 45 años), sino
por dos razones que sólo en cierto modo se relacionan
con esa escasez de producción: la megalomanía
los espectáculos de Kubrick no son desmedidos sólo
en sus alcances, sino en su mismo planteamiento y la poderosa
capacidad de anticipación, de la que 2001 es un
compendio y una metáfora.
Frugalidad, megalomanía y anticipación
son en este caso funciones de un mismo fenómeno: la documentada,
estudiosa inteligencia con que sus películas están
hechas. En la comedia nuclear Dr. Insólito (64),
el embajador soviético admite que la carrera armamentista
tiene en bancarrota a su país, una constatación
que recién 20 años más tarde le serviría
a Ronald Reagan para liquidar a la URSS. En La naranja mecánica,
Alex sufre un tratamiento de shock que anticipa el debate sobre
la violencia audiovisual que se puso de moda más de un
decenio después. Tal como Espartaco, La patrulla
infernal (57) y Barry Lyndon (75) son muy cuidadosas
en su análisis de las estrategias militares, Nacido
para matar plantea cuestiones de la formación militar
cuya discusión todavía está abierta.
La palabra para estos hallazgos no es clarividencia,
sino información. Lo que distinguió siempre a
Kubrick de los adocenados cineastas de género de Hollywood
de los años 50 y 60 fue su obsesión por el detalle,
una manía de la minucia imbricada con la de la grandeza.
Es un rasgo extraño para un cineasta que
siempre rodó adaptaciones literarias, descontadas sus
dos primeras piezas de ensayo. Entre el temor y el deseo
(54) y El beso del asesino (55): la magnífica
novela noir de Lionel White en Casta de malditos, Howard
Fast en Espartaco, Vladimir Nabokov en Lolita,
Arthur Clarke en 2001, Anthony Burgess en La naranja
mecánica, William Thackeray en Barry Lyndon.
2001 rompió con la ciencia-ficción
al uso entre otras cosas porque se preocupó de averiguar
cómo funcionan de verdad los aparatos domésticos
bajo gravedad cero, o porque iinvestigó cómo sería
el módulo lunar que al año siguiente llevaría
la Apolo 11. La superioridad de Barry Lyndon sobre otras
obras acerca del siglo XVIII, y especialmente de la mítica
Tom Jones, tiene mucho que ver con la prolijidad de la
indagación en los usos y las mentalidades de la época,
más allá de la coherencia de la temprana novela
de Thackeray. Un estudio detallado de La naranja mecánica
conduce a la conclusión de que el aire de sarcasmo que
envuelve a la historia de Burguess por lo demás, nada
agradable procede sobre todo de los decorados, organizados como
acidos contrapuntos al drama de los personajes.
LA PERTURBADORA LOLITA: El correlato de
la inteligencia inquisitiva de Kubrick es una mirada distanciada,
ligeramente demasiado lúcida. Quienes creen que distancia
es igual a frialdad se encontrarían toda la razón
en Lolita (62), ese caso de dominación sexual
que reduce al profesor Humbert Humbert a un estado de monigote
del deseo.
Pero es un hecho que desde entonces y entre las
ninfetas de cuatro décadas, sólo Pretty Baby
se ha aproximado al poder de perturbación que comunica,
desde su severo blanco y negro, la Lolita Haze de Kubrick, siempre
menos morboso que Nabokov. 2001 es también una
película fría. Barry Lyndon,
casi un témpano. Casta de malditos es un mecanismo
de relojería cuya perfección resulta más
notoria cuando se lo compara con el esfuerzo de Quentín
Tarantino en Tiempos violentos. Y los estrictos (aunque
no aparentes) pulsos narrativos de El resplandor y Nacido
para matar podrían convertirlas en clases de racionalidad
si alguien se lo propusiera.
Sin embargo, Lolita perturba, Barry
Lyndon entristece, Casta de malditos angustia, El
resplandor aterra y Nacido para matar desgarra. La
capacidad de emoción del cine de Kubrick parece misteriosa
a primera vista, pero no lo es cuando se analizan sus estrategias
narrativas, siempre orientadas a crear un equilibrio inestable
entre la distancia crítica y el envolvimiento individual.
Cuando el profesor Humbert Humbert le pinta las
uñas de los pies a Lolita, el lento travelling
por las piernas comunica al mismo tiempo el patetismo y la embriagadora
carnalidad de la situación. Dave Bowman avanza hacia
el cerebro de HAL 9000 por unos esterilizados pasillos blancos,
pero Kubrick pone en el primer plano sonoro la respiración
dentro del casco, que pasa a ser la pulsión del espectador.
En Espartaco, el patricio Graco pretende
dar lecciones políticas al esclavo Antonino, pero los
tonos azulados de la nevada noche romana sugieren, con su líquida
fluidez, que bajo el formal contacto táctil se desarrolla
toda la fuerza del temblor homosexual.
UN ASUNTO DE INTELIGENCIA: La frialdad
aparente de Kubrick no procede de su estilo fílmico,
que más bien dispone de una imaginación visual
capaz de recoger las emociones más intensas, sino de
que su tema, a fin de cuentas, es la inteligencia, un motivo
en el que lo anteceden muy pocos cineastas, con la notoria preeminencia
de Orson Welles y Joseph L. Mankiewicz. Pero, a diferencia de
Welles, que filmó la oscuridad de la inteligencia, y
de Mankiewicz, que reveló su esplendor, Kubrick trabaja
sobre su derrota, su ocupación y su muerte.
La inteligencia de HAL 9000 no es muy distinta
de la de Johnny Clay, el ex presidiario que quiere dar su golpe
final en Casta de malditos, ni la del Dr. Insólito,
que prevé la supervivencia de unos pocos tras el holocausto
atómico: todas ellas son inteligencias invadidas por
la obsesión de la perfección, como lo son las
de profesor Humbert Humbert, el escritor Jack Torrance (El
resplandor) y el trepador Barry Lyndon.
La película más débil de
Kubrick, Espartaco, debe sus flaquezas a la beatería
del izquierdismo de los 60 con que aparece revestido el líder
de los esclavos, algo que se debe tanto al bien conocido sentimentalismo
del guionista Dalton Trumbo como a los deseos heroicos del protagonista
y productor Kirk Douglas; pero se convierte en una obra potente
cuando registra la lucha entre Craso y Graco, los senadores
enfrentados por el dilema entre la dictadura personalista y
la democracia corrompida. Se ha dicho, con razón, que
las actuaciones de Laurence Olivier y Charles Laughton en estos
personajes constituyen los paradigmas de los dos modos posibles
de interpretación en el cine. Pero si Kubrick pudo integrarlos
tan armoniosamente en una sola película es porque su
verdadero interés era confrontar también a las
dos inteligencias posibles en el mundo del poder.
La fragilidad de las inteligencias de Alex o
del soldado Gomer Pyle (Nacido para matar) las convierten
en campos de ocupación para el crimen. En cambio, los
poderosos cerebros de Craso, el Dr. Insólito o HAL 9000
se inclinan al crimen como parte de su voluntad de dominio,
lo que constituye el principio de su perdición. Una de
las ideas más subyugantes de Espartaco consiste
en que la soberbia de Craso lo impulse a enamorarse de la esclava
Varinia sólo para controlar, por interposición,
la cabeza de su odiado líder rebelde. La arrogancia de
no permitir que la debilidad humana arruine la misión
a Júpiter es lo que pierde a HAL y el Dr. Insólito,
pierde a la humanidad entera con sus orgullosos dispositivos
nucleares. Lolita parece una glosa a la derrota de la inteligencia
por el deseo sexual, pero en realidad su centro está
en el dominio del estirado profesor Humbert por el cerebro perverso
de Clare Quilty, que manipula toda la relación con la
adolescente para su propio fin.
Si 2001 es, como parece, el centro de
la compacta filmografía de Kubrick, su visión
acerca de la infinidad de la inteligencia, despojada de ribetes
místicos (como se quiso hacer creer en su tiempo, con
el debate acerca del significado del monolito que vaga por el
universo), constituye un esfuerzo desgarrador por reubicar el
conocimiento humano en la modesta escala que, pese a su larga
evolución, ha alcanzado. Y es significativo que 2001
sea la película menos sarcástica y pesimista de
la obra de Kubrick: quizás se debe a que el Discovery
perdiéndose en los confines del universo ya no ofrece
el desconsolador espectáculo de la inteligencia ocupada
para el crimen.
Pero ese desconsuelo es el componente fundamental
del valor canónico de estas películas y a él,
o a su intensidad procesada por la razón, se debe que
el cine contemporáneo haya sido reconfigurado cuando
ya parecía que, como los géneros, caminaba hacia
un ocaso de minimalismo y sentimentalismo.
Si se tuviera que distinguir un aporte principal
en la obra de Kubrick, ese sería el de la apertura del
medio, un proceso que a la postre haría posibles a Martin
Scorsese, a David Cronenberg, al propio Tarantino o al puñado
de autores que hacen que el cine no renuncie todavía
a la idea de la grandeza expresiva.