INFLUENCIAS SUPERADAS: Las fuentes de Welles
son tan nítidas que sólo resulta inquietante su enorme ambición,
la manera en que las mayores eminencias cognitivas de la historia
le resultaron tan familiares. Ello hace sospechar dos cosas simultáneas:
que tales condiciones no eran apropiadas para su época ni para
el ambiente que eligió (Hollywood) y, por lo tanto, suponían una
cierta fatalidad, y que, de haberse ejecutado en plenitud, su
obra cinematográfica dominaría el canon sin parangón alguno.
Welles es uno de esos casos en que el genio parece
perfectamente formado desde la primera obra. Cuando filmó El
ciudadano Kane tenía 25 años y no había trabajado jamás en
Hollywood. Para entonces, John Ford tenía 45 años y, tras 25 de
carrera, estaba en pleno camino de sus obras mayores (que se anticipaban
con Qué verde era mi valle). Alfred Hitchcock, con 41 de
edad y 20 de películas, iniciaba la gran maduración anunciada
por Rebeca. Luis Buñuel sólo se había asomado al cine y
otras grandes claves del canon, como Buster Keaton y Friedrich
Wilhelm Murnau a las cuales tributaría ya habían dejado de filmar.
Antes del rodaje, Welles vio, durante semanas, La diligencia,
de Ford, filmada un año antes, y agregó decenas de clásicos americanos
a ese aprendizaje fulminante. La influencia de Ford, asumida y
sobrepasada, es visible en muchos momentos de El ciudadano
Kane.
Con todo, El ciudadano Kane no marca ni remotamente
el límite de sus posibilidades. Aun siendo un modelo de supremacía
artística, carece todavía de la radicalidad de la madurez. Mister
Arkadin (1955), filmada 14 años después, puede ser un remake
de El ciudadano Kane, perfeccionado y combinado con lo
mejor de La dama de Shanghai, (1947), aunque Welles no
tuvo esta vez el control del montaje final; a diferencia de su
precursor, cuya vida es reconstruida por los periodistas, el poderoso
Arkadin encarga, él mismo, revisar su pasado mediante testimonios
mucho más torvos que todos los que configuran a Kane. Y no lo
hace, como en Kane, para descubrir en la historia la inocencia
perdida, sino para destruir esa historia infectada e iniciar una
nueva inocencia, lo que es más trágicamente imposible.
El estúpido Van Straaten que lleva adelante la tarea
de puro creerse listo, igual que el tonto de O'Hara en La dama
de Shanghai, es, somos nosotros: los simples testigos, los
que ignoran la infinitud del bien y del mal y que no dan la talla
frente a estos personajes monumentales. Arkadin es un Kane multiplicado
por mil, infinitamente más complejo y doloroso.
SOMBRAS DEL MAL: Toda la obra
de Welles es una bofetada a la pasividad, una provocación a la
complacencia. El origen de sus dificultades para filmar en Hollywood
apenas comenzaba su carrera es conocido accedió al deseo de Roosevelt
de acercarse a América Latina rodando una película en Brasil (It's
all true) que no llegó a terminarse, pero dio una base mítica
a la idea del niño terrible y dilapidador y, sobre todo, puso
freno a la intolerable posibilidad de una eminencia genial en
el corazón de la entretención.
Debido a esto, nunca sabremos lo que Welles pudo
hacer del cine, y esa sensación de incompletitud tiende a refutar
el juicio global. Sin embargo, lo que conocemos no es sólo un
indicio, sino una obra perfectamente individual, única e inequívoca,
con el poder suficiente para ser la más influyente en la historia
del cine y, más aún, para invadir películas en las que Welles
sólo debía actuar, como Jornada de terror (Norman Foster),
Jane Eyre (Robert Stevenson) y El tercer hombre
(Carol Reed).
Personalmente, considero que la más grande obra
de Welles no es ni de lejos El ciudadano Kane, sino Sombras
del mal (1958), que al mismo tiempo me parece la mayor película
de la historia, pero no fue terminada por Welles, y esa circunstancia
vuelve polémica la idea de autoría tanto como magnífica la posibilidad
irrealizada. Sin embargo, es innegable que Sombras del mal
es una obra integralmente wellesiana, como ocurre con todo
lo que lleva su firma.
La explicación de este fenómeno radica en que su
peculiar estilo visual, su barroquismo sintético, es más difícil
de alterar que de imitar. Tal estilo consiste en la conversión
de dos rasgos técnicos el lente gran angular y la profundidad
de campo en un modo de ver el mundo y en un procedimiento para
dotarlo, no del realismo ontológico que conmovía a André Bazin,
sino de una intensidad verdaderamente demiúrgica.
¿Cómo alterar, por ejemplo, la espesa noche de
Macbeth, filmada en un solo y abrumador plano de 10'24",
que se inicia cuando Lady incita al crimen y concluye cuando Macduff
lo descubre al amanecer? ¿Cómo interferir en el envolvente plano
inicial de Sombras del mal, que empieza con una bomba en
las manos de un sujeto y acaba con una explosión, tras haber recorrido
un pueblo y hasta una frontera, definiendo todo el espacio moral
de la historia? ¿Y la extensa secuencia del acuario en La dama
de Shanghai, cuando O'Hara cede ante la arrebatadora señora
Bannister mientras los peces que se mueven tras su sombra reproducen
el torvo movimiento de ese embrujo?
EL TIEMPO Y EL ESPACIO: Debido a este estilo,
el manejo del tiempo está en el corazón de la eminencia narrativa
de Welles. Las cosas ocurren con la velocidad y la contiguidad
de los sueños. Los relatos están tan sobrecargados, que a través
de unos minutos parecen transcurrir horas, días e incluso años
de sucesos mentales. Además, transcurren anchas biografías, épocas
completas y confrontaciones fulminantes, como si todas fuesen
una misma cosa.
En El ciudadano Kane se requiere una historia
de 70 años para ingresar en la más compleja personalidad autoritaria,
pero en El extraño basta un par de semanas para revelar
al más perverso de los nazis. Soberbia condensa un cambio
de siglo y Mister Arkadin, varios años de búsqueda mundial, mientras
que Macbeth y Sombras del mal reducen intrigas cósmicas a dos
bárbaras noches.
El espacio, siempre repleto (luz y sombra son activas),
se contrae y se expande en función del ritmo del relato, y éste
sufre las mismas torsiones en función del movimiento interior
de esos personajes monstruosos que son sus protagonistas. Son
los que dictan el ritmo de la vida. Y esto es decisivo: aunque
filma el drama de sus inocencias perdidas, la posición de Welles
como creador está siempre más cerca de ellos que de sus víctimas.
El arrogante Charles Foster Kane, Bannister, el
insomne Macbeth, el bárbaro Otelo, Arkadin y, sobre todo, el Hank
Quinlan de Sombras del mal, son los únicos que pueden dar la estatura
de la tragedia, y si Welles quiere condenarlos racionalmente,
puede también brindar con Arkadin por aquellos que son fieles
a su índole, o seguir a Otelo en su trágica afirmación de
que uno debe ser lo que parece, en contraste con los
traicioneros Elsa Bannister y Yago, que se ocultan tras la frase
inversa: No soy lo que parezco".
No hay momento más lírico en Sombras del mal
que aquel en que Hank Quinlan regresa a la maga y a la pianola
que evocan sus buenos tiempos. No se halla instante más intenso
en la vida de Kane que el del abandono de Susan Alexander. Nada
iguala la lúcida impotencia de Bannister cuando su mujer es deseada
por O'Hara sobre un fondo de fogatas. No existe tristeza más atroz
que la de Arkadin cuando intuye que su hija terminará por conocer
su pasado. Esos momentos únicos son el patrimonio de la grandeza.
Con excepción de Kane (que no obstante muere en
la cima de un palacio), todos estos protagonistas caen: Franz
Kindler y Macbeth, desde sendas torres; Bannister, en una sala
de espejos que es a la vez laberinto y abismo; Otelo, a un calabozo
patibulario; Arkadin, desde un avión en vuelo; Quinlan, desde
un puente hacia la infecta ribera de un río. En esas caídas se
proyecta la postrera tragedia humana: el encuentro con la muerte
como la última de las inocencias posibles.
Welles también cayó. Temprano en la mañana, mientras
escribía, fulminado de un ataque cardíaco, en octubre de 1985.
Yace en una villa española.
Contrariando el destino del ficticio Kane (y del
real Hearst), cuya vida duró más que su poder, el
de Welles dura más que su vida. Y el Kane del cine, como Quinlan,
Arkadin, Amberson, Bannister, durarán más que ambos.
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